Adiós muchachos

domingo 10 de noviembre de 2019 | 5:00hs.
No sorprende el modo en que el gobierno se va. En algún sentido se podría decir que nació de la sociedad y vuelve a ella. “Esto recién empieza”, gritan frente a cada plaza llena, porque ahí en su parte de la sociedad anida su repliegue más allá de los debates sobre futuros liderazgos. No sorprende que se vaya con Macri en andas porque Macri le pone nombre a ese fracaso y es un fracaso paradójico porque “confirma” sus ideas. Macri le da contención a esa sociedad. Quizás una figura como Vidal o Lousteau se implicarían al deber de proyectarse y asumir más de frente el fracaso de su “programa” y el requerimiento explícito de reelaborar la oferta. En cambio Macri compacta todo y se lo lleva a su casa, atado con el cordón de prejuicios con los que sostuvo las hipótesis más duras de su gobierno: “No fracasamos, la Argentina es el fracaso”.
Su mente es la de un exitista, y encuentra la fórmula de salida parafraseando a los Redondos: quiere irse como un vencido vencedor. Ganó su interna, perdió las generales. Deja pilas de problemas en un país siempre con manta corta: entre la agroindustria y las fábricas de calzado de González Catán, entre ese taxista que recita el preámbulo de su Constitución (gane quien gane me levanto al otro día y laburo) y la mamá con una tarjeta de Anses agarrada con uñas y dientes. Esas distancias que a veces parecen abismales son el campo de gravedad en el que flota el precio del dólar. Nuestra mercancía más deseada. Nuestra lotería nacional. 
El triunfo de Alberto Fernández fue imponente, digan lo que digan. Repongamos los diagnósticos anteriores a la consumación de su fórmula. Se decía que el macrismo ganaba con tres pasos argumentales: 1) el techo rígido del kirchnerismo (“en torno a treinta y pico”), 2) el peronismo está fragmentado irremediablemente (“Cristina los divide más que Macri”), 3) Macri a la larga gana el balotaje (“son el partido del balotaje, saben correrla de atrás”). Se quebraron todas esas lógicas con efecto dominó. Cristina tomó una decisión trascendente ese 18 de mayo por la auténtica implicancia de una decisión: porque se arriesgó ella misma. Ahora... Alberto, dijo.
Frente al resultado (48 a 40), actuó un reflejo profundo que corre por debajo de todas esas palabras que lo relativizaron: la vieja sensibilidad del voto calificado reconvertida en derrota calificada. Se adosó algo así como la “calidad” del votante de Cambiemos según su autopercepción: son los que producen lo que otros gastan. Porque la fractura social argentina tiene ahí una de sus columnas conceptuales: la idea de que hay millones (¿6?, ¿8?) que pagan impuestos y viven en la economía privada que sostiene a otros millones (¿20?) que todos los meses pasan a cobrar cheques del Estado. El liberalismo es una lengua popular, y quizás esa es su única vocación popular: decir fácil lo difícil. Están los que pagan impuestos, están los que cobran de esos aportes. Sociedad y Estado, reducido a una metáfora fiscal insólita. 
Macri se va en nombre de ese tercio de la población que vive de considerarse a sí mismos los que “agregan valor”, los productivos, los que se quieren sacar al recaudador de impuestos de encima. Pueden ser una sociedad, pero no pudieron ser gobierno. La presidencia electa de Alberto Fernández partió de un intento de despolarización y ganó. Alberto ganó despolarizando, Macri perdió agrietando.  El macrismo no resolvió nunca cómo gobernar y sintetizar el espíritu “atrapa todo” de una política para la gente común porque su programa pareció basarse en hacerle la vida más difícil a los comunes. Pero no se trató del decreto del fin de la grieta sino la neutralización de una de sus capas, quizás la más tóxica: la reducción de la política a un largo show televisado que se llamaba “Hablemos de Cristina”. Lo que vino fue lo que vino: una polarización de las ideas sobre las cosas. Una agenda de temas. No hay grandes países sin polarización, no hay países sin debate ideológico, no hay política sin “nosotros y ellos”. Pero la judicialización, la espectacularización del debate, el juego de sombras chinescas entre panelistas y políticos hasta volverlos una sola cosa, hicieron esta forma de vivir la crisis sin resolverla. Pues bien: volvamos a empezar. Vamos para atrás. Alberto soltó al kirchnerismo justo cuando su identidad intensa empezaba. Volvamos a los temas. Cristina lo hizo.
Hubo una foto que nos envolvió desde 2008. Fue citada, reproducida mil veces, saturada de sentido. La dama de la foto que en una plaza casi en penumbras posa junto a su empleada doméstica y la cacerola (que porta la empleada). La señora delega en ella mitad de la tarea física. Fecha imprecisa, y mejor así: mantengamos el aura fantasmal de esa foto. ¿Y qué pasó? Vivimos en un país donde también la empleada un día puede cacerolearle a su patrona, de frente, como en Nordelta. Años antes, una de las mejores leyes del kirchnerismo reguló el trabajo en casas particulares. (¿Y quién, cuántos de todas las plazas -de las plazas rojas también-, le pueden sostener la mirada a esa foto y decir “tengo a mis empleados en blanco”? Quizás ella sí podía.) Pero esa foto exuda la soledad de una dama agarrada a su cartera y a sus miedos... ¿y con miedo a qué? “Salí con lo puesto”, dirá fulminada por el rayo que coloca su presencia en un lugar de incomodidad irreversible. Pero ella en su plaza, con lo puesto, esperando que su presencia final despierte alguna suerte, también es la democracia. Qué fe laica la de ir a una plaza, ¿no?
El macrismo se va. Se irá. ¿Debajo de todo esto hay una normalidad que quizás no nos bancamos? Las transiciones necesitan algo de ceremonia interna y de silencio. Cristina, la yegua montonera, un día se fue. Macri, vos sos la dictadura, un día se va. ¿Qué es esto? La democracia. Cada dos años sabemos qué piensan los argentinos. Todos los argentinos. ¿Qué nos queda en las manos? Recapitulemos. El triunfo de Alberto fue imponente y la derrota “calificada” del macrismo viste al macrismo de lo que es: el tercio de los sueños de esa parte de la sociedad que queda aunque se vayan. Como la pregunta por el trabajo y los “costos”. El consenso que hay que construir ante el problema de siempre: ¿quién paga? ¿Con qué se come en esta “nueva” época? ¿Quién tiene los dólares? ¿Se puede aún posponer las urgencias de 18 millones de pobres? Alberto acumuló y acumuló. Voluntades, fuerzas, gremios, votos, sentimientos. No se reúne una nueva identidad en torno a él (el supuesto “albertismo”), sino un deseo mayor: el de una nueva época. Fundar un tiempo.

Por Martín Rodríguez
La Política Online