La loca ley de la otra mejilla
El pasado 7 de octubre, sábado, el grupo terrorista Hamás desató una masacre brutal contra los judíos de Israel. Fue una reacción algo tardía a la represión en abril de palestinos en la mezquita de Al-Aqsa, sobre el antiguo Templo de Jerusalén. Desde la Franja de Gaza lanzaron miles de cohetes (no me atrevo a llamarlos misiles) a la vez que soldados irregulares inutilizaron puestos de control y entraron por la fuerza en Israel. Mataron a todos los judíos que encontraron a su paso y se llevaron vivos a más de 200, entre ellos quince argentinos; también hay ocho argentinos entre los 1.400 judíos asesinados aquel día por Hamás.
La invasión desató una nueva guerra entre Israel y el grupo terrorista palestino, que puede generalizarse en Medio Oriente contra otros grupos y países enemigos de Israel. Por ahora es la expedición punitiva de un país soberano y reconocido por todo el mundo contra un partido político-militar, en el poder en un territorio que cabe en un departamento de Misiones. El fin de Hamás es aniquilar a todos los judíos, porque los alimenta el odio negro y antiguo de haber sido despojados de su territorio y arrinconados en la Franja de Gaza, cosa discutible porque nunca Palestina fue un país soberano y los judíos tienen sobradas pruebas, desde la época de Abraham, de que esa es su Tierra Prometida. Hay otros enclaves palestinos pegados a Israel y gobernados por la Autoridad Palestina (en la que no participa Hamás) pero ninguno tan poblado, tan pobre y tan enojado como la Franja de Gaza, y eso explica que esté en el poder un partido beligerante como Hamás, y que muchos de sus habitantes también sufran las consecuencias de esa beligerancia.
Israel tiene una de las fuerzas armadas más modernas y equipadas del mundo, además de una súper inteligencia y una alianza fraterna con los Estados Unidos. Todo indica que fueron sorprendidos o engañados, pero enseguida respondieron el ataque en todos los frentes y sitiaron la Franja de Gaza dejándola sin luz, sin agua y sin suministros. Cuando esto escribo no habían invadido todavía, pero todos los días bombardean con precisión edificios señalados y barrios enteros donde se supone que están sus enemigos. Han matado ya a más de 4.000 palestinos entre combatientes y civiles, y han dejado una cantidad inmensa de heridos. Después de dos semanas de combates, ayer entraron 20 camiones con ayuda humanitaria para los dos millones de habitantes de la Franja.
Todo país tiene derecho a defenderse cuando es atacado, pero ¿es proporcional la represalia israelí sobre Palestina? ¿y cómo se mide esa proporción? Los relatos de los sobrevivientes israelíes, las filmaciones de celulares y las escenas encontradas en los kibutz, son tan terroríficas que mueven a castigar más allá de todo límite a los que las provocaron, pero ¿se puede hacer eso? Israel dice que va a aniquilar a Hamás, cueste lo que cueste, y si están esperando para entrar en Gaza a sacarlos de sus cuevas, es por la seguridad de los rehenes que Hamás usa como escudos humanos.
No me atrevo a juzgar las pasiones humanas, pero esta guerra parece un retroceso de cuatro mil años en la historia, hasta antes de la ley del talión, que limitó la venganza a la estricta igualdad. El más fuerte no puede tomarse revancha a la medida de la propia fortaleza, a la vez que se protege el resarcimiento del más débil. Pero en estos cuatro mil años el derecho evolucionó, por lo menos en Occidente, y entregó el monopolio de la Justicia y la aplicación de penas a jueces y fuerzas independientes. No se puede cometer un delito para castigar otro, entre otras cosas porque el que lo hace, se rebaja a la condición del delincuente. Arreglar una muerte con otra muerte solo consigue dos muertos y sobre todo suma odio sobre odio, generación tras generación, siglo tras siglo. Por eso es sabia la loca ley que el cristianismo opuso a la del talión: la de la otra mejilla, que supone el amor sobre el odio, pero además resulta que si uno no quiere, dos no pelean.