La Argentina inmadura

domingo 18 de febrero de 2024 | 6:00hs.

Hay países infantiles, adolescentes, adultos y ancianos. Pero no por su historia o sus ruinas, ya que según como se mire, Italia puede ser mucho más joven que la Argentina o el Nuevo Mundo más antiguo que la Vieja Europa. Me refiero a la edad colectiva de su gente, al modo de pensar y de razonar de la inmensa mayoría de sus ciudadanos.

Se puede catalogar a los países como jóvenes o viejos, del mismo modo que clasificamos a sus economías como fracasadas o emergentes; a sus culturas como decadentes o ascendentes, y tantos calificativos que ponemos a las cosas y a las personas. Hay países que se ponen de moda y otros que se caen del mapa. Pero no me refiero a estas categorías sino a una que represente a la edad colectiva de toda una nación.

Hay un pensamiento colectivo, o un modo de pensar común de cada país, que identifica a sus ciudadanos y no tanto por el estilo o el tono de voz sino por los temas de conversación, por las palabras que usan –que son vehículo del pensamiento– por la arrogancia, la ignorancia o la sabiduría que muestran al hablar. Alcanza con llegar a la sala de embarque de un vuelo hacia la Argentina en cualquier aeropuerto del mundo para medir la edad colectiva de los Argentinos; y es más fácil hacerlo en esos lugares porque se puede comparar con la edad mental de la gente que acabamos de dejar en el país que visitamos.

Como de la abundancia del corazón habla la boca, nuestra conversaciones nos delatan enseguida, individual y colectivamente. La gente madura, culta, leída, habla de temas interesantes: de política y economía, pero también de historia, de arte, de literatura... y de vez en cuando de comidas y bebidas. Los inmaduros hablan solo de temas primarios: sexo, comidas, fútbol y plata. La gente adulta come fettuccine alla Carbonara y los inmaduros se contentan con hamburguesas aplastadas.

Sabemos todo. Nunca aceptamos que no sabemos. No nos equivocamos nunca y somos capaces de cambiar toda una posición ideológica solo para no reconocer que nos equivocamos. Los adultos, en cambio, cuando no saben algo, dicen que no saben y no pasa nada. Y si se equivocan, lo aceptan sin dramas y corrigen su error.

Ponemos excusas para todo. Echamos la culpa a los demás. Argumentamos nuestra inocencia con la culpabilidad ajena, como hacen los adolescentes cuando se pelean, pero lo seguimos haciendo aunque seamos el Presidente de la Nación, Ministro, Senador, Diputado, Juez de la Corte Suprema, capitán de corbeta, futbolista o periodista de televisión; y ni nos damos cuenta de que hacerlo es el modo más rápido y eficaz de aceptar la propia culpa.

Nos dominan tres demonios con el mismo apellido: Pensé Qué, Creí Qué, Entendí Qué y sus primos procrastinadores Mañana y Después. Y vivimos peleando por tonterías, como los chicos en el asiento de atrás del auto, todo el día, todos los días, sin parar.

Es el espectáculo que hoy brinda la política inmadura de un país adolescente. Y los países maduran por razones variadas, casi siempre complicadas, como maduramos los hombres con los golpes de la vida. Dios quiera que no sea un cataclismo, pero por lo menos hay que agradecer al Cielo que seamos adolescentes, porque todavía tenemos la posibilidad de madurar; y que no seamos un país de viejos quejosos y decadentes, como puede parecer el autor de esta columna.

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