Ñande Reko Rapyta (Nuestras raíces)

Ana María, María Helena, Eglé y Pitoca

viernes 19 de febrero de 2021 | 6:00hs.

El 11 de marzo de 2009 se sancionó la Ley N° 26.485 de “protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales”, más conocida como Ley de Violencia de Género. Si bien década y pico después sabemos que no fue suficiente, que no frenó una práctica cultural encastrada y tolerada hasta entonces -y hasta hoy-, visibilizó y catalogó como delito esta realidad de siglos.

Hasta la primera mitad del siglo XX, el mayor porcentaje de las víctimas fueron anónimas, salvo escasísimas excepciones; si sus nombres eran públicos, los hechos se relataron siempre justificando las acciones masculinas y cargando la responsabilidad a ellas, que “algo habrán hecho” para merecer ese tipo de relación, vida o desenlace, en una sociedad de entonces que consideraba al vínculo matrimonial indisoluble -“hasta que la muerte los separe”, posta-, y a la familia -papá, mamá, hijos- la “base de la sociedad”.

En esa realidad, las mujeres y sus hijos e hijas quedaban atrapados en convivencias difíciles, insoportables y hasta mortales; si el “jefe de la familia” era una persona de trascendencia social, la historia transcendió en relatos sobre aquellas premisas hasta la actualidad. Sin obviar el tiempo histórico en el que vivieron, quiero recordar a estas cuatro mujeres que tuvieron en común a un hombre: Horacio.

Ana María Cirés nació en la provincia de Buenos en 1908, tenía alrededor de 16 años, cursaba estudios medios -no está claro si en el Colegio Nacional o en el Británico de la capital del país- cuando se enamoró del profesor Horacio y él de ella. Fue un escándalo familiar -diferencia de edad, la “mala fama” del novio, etc.-, los padres de Ana hicieron lo imposible por separarlos pero solo lograron fortalecer el vínculo, a punto tal que se casaron el 30 de diciembre de 1909 y se instalaron en Misiones; esos padres también se mudaron.

Tres años después la pareja tenía dos hijos y profundos problemas de convivencia, nada quedaba de aquel gran amor; él imponía su voluntad -como correspondía-, ella no lograba adaptarse -ni a su marido, ni al lugar-; varias versiones circularon entonces, depresión, celos y hasta un potencial amante de ella. Lo cierto es que Ana María, atrapada en un mundo hostil en el que no veía salida, bebió una sustancia tóxica y tras días de agonía, murió en San Ignacio.

María Helena Bravo nació en la Capital Federal en 1907, casi veinteañera aceptó la invitación de una amiga a su casa, en el mismo barrio, allí conoció al padre de ella, Horacio, y se enamoró perdidamente. Don Bravo la envió a Montevideo, en un intento desesperado por alejarla de “ese hombre”, de “malos modales”, apodado “ogro” y “sátiro”, cuyo gusto por las muy jovencitas era muy comentado y no aceptado.

La distancia alimentó la comunicación epistolar y la pasión. Con el falaz argumento de un embarazo, la pareja logró casarse por civil el 16 de julio de 1927, y nueve meses después nació la única hija del matrimonio. Su padre la nombró María Helena, como su abuela materna y su mamá. La convivencia en un lugar tan exótico y difícil como San Ignacio y el carácter duro y áspero de él mellaron la relación; las idas y vueltas a Buenos Aires, las discusiones cada vez más violentas y la pequeña niña pesaron en la decisión de separase. Madre e hija regresaron a la Capital Federal en el año 1935, más o menos.

Un año largo más tarde, Horacio, muy enfermo, fue internado en el Hospital de Clínicas de esa ciudad, María Helena lo acompañó casi hasta su muerte, él decidió suicidarse la madrugada del 19 de febrero de 1937; ella mantuvo viva su memoria y su intimidad, a pesar de la muerte de su hija años después, y logró diluirse en la noche del olvido.

Eglé Quiroga nació en San Ignacio en 1911. Siendo muy pequeña, su madre se suicidó, hecho que marcó su vida. Educada en la ciudad de Buenos Aires, creció en la dicotomía de dos mundos irreconciliables por entonces: Misiones y Buenos Aires. Su padre Horacio fue decisivo en su personalidad. Sus excentricidades, su carácter hostil, sus excesos y sus reacciones fueron el pan de cada día para la jovencita; sin embargo, cuando se enamoró de su mejor amiga, el límite llegó, la distancia entre ambos fue clara y nada volvió a ser igual. En 1933, Eglé se casó con Jorge Lenoble y se instalaron en la casa de los abuelos maternos de ella, cerca de la propiedad de su padre; cuatro años más tarde, Horacio enfermó gravemente y desahuciado se suicidó; ella batalló con el dolor y las pérdidas un año más, hasta que siguió los pasos de su papá en 1938.

Pitoca fue el sobrenombre de María Helena Quiroga, se lo puso su padre, en realidad la apodó Pituca y el tiempo lo transformó. Hasta los 8 años creció en Misiones; cuando sus padres se separaron, se mudó a Buenos Aires con su madre. Un año después, Horacio -su papá- se suicidó. Poco y nada se sabe de su vida a posteriori; en algún momento se casó con un cineasta venezolano, enviudó en el año 1986 y regresó a la casa materna.

El 13 de enero de 1988 se registró en un hotel porteño sobre la calle Maipú y pasada la medianoche se arrojó desde el noveno piso. Tenía 60 años; la noticia fue silenciada en los medios de comunicación para preservar a su madre, que atravesaba un momento delicado de salud.

Ana María Cirés y Eglé Quiroga fueron madre e hija, María Helena Bravo y María Helena Quiroga fueron madre e hija, Eglé Quiroga y María Helena Quiroga fueron hermanas por parte de padre. Cuatro mujeres, tres suicidios y un impertérrito silencio; compartieron la vida de un hombre -Horacio-, tal vez fueron sus musas; tan poco valoradas por las generaciones posteriores que hasta algún funcionario quiso trasladar la lápida de la tumba de una de ellas hasta la casa donde había sido infeliz hasta morir. Gracias Julio Ramírez, sé que fuiste el único en aquel momento que levantó la voz para impedir esa aberración.

¡Hasta el próximo viernes!

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