El enigmático e inolvidable Consistorio del Gay Saber

lunes 30 de julio de 2012 | 2:00hs.
Al abordar la azarosa vida del cuentista uruguayo uno tropieza con aquella primera actividad literaria desplegada fugazmente en el Consistorio del Gay Saber. Y se pregunta ¿qué era aquello? ¿por qué se le puso ese nombre? ¿quiénes lo acompañaron en la tarea de formarlo? Es sabido: los poetas suelen agruparse; (recuérdese Boedo y Florida, de los años 20 en Buenos Aires, o Trilce, de los ‘80 en Posadas, y aquel otro mucho más conocido a través del cine, La sociedad de los poetas muertos) y en ese marco de agrupamiento, en el “900 uruguayo”, como se recuerda aquel período (1900-1901), Quiroga y sus amigos formaron el Consistorio. Su raro nombre homenajeaba a una antigua logia de trovadores del medioevo: el Consistorio de la Gaya Ciencia, de 1323.
Consistorio (reunión que el Papa celebra con los cardenales) y “Gaya Ciencia”, nombre dado a la Poesía como metáfora de “feliz ciencia”. Luego, convirtiendo el adjetivo calificativo femenino “gaya”, en masculino, se formó el término “gay”, adaptándolo al sinónimo de ciencia: el saber.
El anecdotario de aquel grupo, poco difundido en estas latitudes, mereció la convocatoria del escritor uruguayo Carlos Echinope, quien desde el hermano país contribuye a descifrarlo.

Bitácora del Consistorio

Explicó Echinope, citando a Fernández Saldaña (integrante del Consistorio): “1901. El Consistorio se pasó a los cuartos de altos de la calle Cerrito Nº 113, dos piezas interiores; una bien grande y una chica. Allí los visitó Lugones, que vivió y durmió en el cuarto de los muchachos, y hubo entonces “tenidas (tertulias literarias) de amaneceres”. Al irse, Lugones olvidó un saco de montaña verde con que después se abrigó “Cyrano” (apodo de Federico Ferrando, otro integrante)”.

Rarezas, accidente y final
“En 1902, anoticia Echinope citando al propio Quiroga: ‘Recuerdo así habernos encontrado una tarde, en marcial terceto, Herrera y Reissig (integrante) con sus guantes nuevos y sus botines antagónicos de siempre; Roberto de las Carreras (integrante) con un orioncillo verde cotorra, y yo con un sombrero boher. Teníamos entonces veinte años, bien frescos’.
El 5 de marzo Ferrando se prepara para batirse a duelo con el poeta Guzmán Papini y Zás. Quiroga examina el arma de su amigo y se le escapa accidentalmente un disparo que mata a Ferrando. Se demostró su inocencia, pero Quiroga partió a Buenos Aires. El Consistorio, con doble ausencia, se disuelve.
Habían integrado el irreverente cenáculo: Quiroga; Julio Jaureche, Alberto Brignole, Asdrúbal Delgado, José María Fernández Saldaña y Federico Ferrando, el malogrado poeta.

El poema de Ferrando
Un mutuo entendimiento debió incidir para que, al regreso de París, a principios de 1900, Quiroga y Ferrando convirtieran un cuarto de pensión de la calle 25 de Mayo 118 en el Consistorio del Gay Saber, uno fue “el gran Pontífice”, el otro “el Arcediano”. La lúdica convocatoria unió hábitos bohemios, y la arrogancia juvenil de reírse del mundo con un intento evidente de ejercitarse en el simbolismo francés y el modernismo dariano.
El esnobismo y las posturas aristocráticas lograban que cada reunión fuera vivida como un episodio de fábula esotérica, (con rituales que incluían vino, haschich, y el estruendo de una trompa de cuartel), con la simultánea fabricación de textos transgresores que procuraban desarticular los convencionalismos de la lírica tradicional. Producto de esa iconoclastia es el primer libro de Quiroga, Los arrecifes de coral, y el poema de Ferrando “Encuentro con el marinero” del que Letras reproduce un fragmento.
“Marinero célebre, que lo serás un día/ ¿Por qué sobre el muelle envuelves tu ropa?/ ¿Es que vas para Europa/ O tomarás el vapor que lleva a Alejandría?/ Aún no sabes el punto, eso se adivina/ En tus ojos celestes, que están casi obscuros/ Hay en ellos un llanto/

¿Es que no estás contento con esa faja roja/ Que tu cintura ciñe y que fue comprada/ En un país absurdo, del cual no te acuerdas nada?/ ¿O es que ya está floja/ Y la llevas solamente por andar de parada?/ Marinero incomprensible, tú que fuiste contento/ Y que al barlovento/ Y que al sotavento/ Cantabas una canción en menos de un momento/ Tú que en Madagascar tenías en una choza/ A una mujer que era, a más de buena, hermosa/ Y con ella reías, cuando la luna negra/ Dejaba oscuro el bosque, la plena mar y el puerto/ Y en verdad parecía que Dios había muerto/ Dí, inmóvil marinero/ ¿Es que ya tu barco no corre ligero?/

¿Por qué lloras marinero tan perfecto/ Y produces en mí tan lastimoso efecto?/ Y el marinero, que tenía las manos/ Blancas, como el cabello que tienen los hombres canos/ Calmó su llanto, que estaba casi escaso/
Y dijo el marinero, y movía su pie/ Y me decía vos en el lugar de usté/ “Yo he visto los ciclones y he visto las tormentas/ Que empiezan de mañana y siguen al otro día/ Y he visto un sol extraño, con una marcha lenta/ Remontarse en el aire, muy cerca de Turquía/ He visto un barco viejo navegar velozmente/ Admirando al capitán y a toda la demás gente/ He visto un obispo inglés tomar pasaje  a bordo/ Y estuve en un país donde el rey era sordo/Yo tuve una semana que velar sin dormir/ A un maltés prisionero que pretendía huir/ Y en las noches obscuras, y en las noches de luna/ Estaba sobre el puente con mi capa aceituna/ Contento con un hombre que tiene un padre bueno/ Y tiene una madre buena y tiene un hermano bueno/ Pero un día fue en mí el cariño de amor/ Que ha dejado en mi alma el cariño del dolor/ Y la mujer que engañó al pobre marinero/ Partió un día del mes del cual dicen Enero/ En un barco que estaba sucio y con mala gente/ Y me dejó, señor, triste, infeliz y pálido/ Como están las personas de los países cálidos”/ Y el marinero hermoso tornaba á llorar/ Como un niño á quien su madre deseara castigar/ -“¿Por qué, le dijo, no tornáis al vapor/ Donde evidentemente estaréis mucho mejor?”/ Y él lloraba de nuevo tan desoladamente/ Que parecía un niño a quien le arrancan un diente/ -“¡Ay señor, es que yo para agradar á la mujer/ Que me engañó después, y esto parece ayer/ Le traía del buque los hermosos objetos/ Con que el buen capitán miraba las estrellas/ Y la mujer se fue, y entre sus amuletos/ Los objetos llevóse, como siempre hacen ellas/

Entonces yo, empeñado en solucionar/ Aquella pena del marinero singular/ Me fui con él, que estaba con un semblante apático/ A la casa vistosa de un mercader asiático/ Que tiene la sabiduría de un hombre numismático/ Compré un gran catalejo/ De los que hacen ver bien al más desdichado viejo/ Y el marinero cogiólo, y miró en el cristal/ Diciendo que no había visto anteojo tan cabal/ Y mirando en el aire, que no tenía nada/ Saltaba como un chico, y apuntó hacia la rada/ Y añadía, riendo y mostrando los dientes:/ -“¡Oh, que anteojo evidente; oh, que anteojo evidente”/ Y el bigote de seda se tiraba el buen hombre/ Y de tan conmovido no podía hablar más/ Yo le pregunté cual sería su nombre/ Y me dijo su nombre, que no recuerdo más.

Por Javier Arguindegui