Gracias a Nicolás Maduro

domingo 09 de junio de 2019 | 6:00hs.
Gonzalo Peltzer

Por Gonzalo Peltzergpeltzer@elterritorio.com.ar

No hay nombre más absurdo para un país bastante grande que el diminutivo, para colmo despectivo, de una ciudad de Europa. Resulta que don Américo Vespucio viajaba en la expedición de Alonso de Ojeda –la segunda que anduvo por las costas de la Guajira después de Colón– y cerca de Maracaibo vio unas casas de indígenas construidas sobre palafitos que le recordaron a Venecia (Venezia en italiano). El diminutivo de Venezia es Venezziola y así lo repetía en la expedición y en sus escritos. Debía ser bastante cargoso, tanto que Alonso de Ojeda terminó poniéndole Venezuela a lo que Vespucio llamaba Venezziola. No fue el único nombre que le debemos a don Américo: todo el continente –y sobre todo los Estados Unidos– lleva su nombre gracias a que era uno de los pocos letrados que se animaban al océano (en el renacimiento los florentinos eran bastante más cultos que los castellanos). Cosas de la historia, que así se escribe. ¿Quién iba a pensar que la identidad de un país quedaría plasmada por la impresión al paso de un marinero florentino?
No podemos conocer de antemano las consecuencias que, con el transcurrir de los años, tendrán los acontecimientos que estamos viviendo hoy en el mundo. El calentamiento global, las epidemias, el avance del integrismo islámico, internet, las peculiares migraciones del siglo XX y lo que va del XXI… Basta con presenciar un mundial de fútbol que gana Francia con jugadores como Kanté, Sissoko, Mbappé, Pogbá o Umtiti.
Las migraciones han cambiado ya varias veces la historia de Europa: los bárbaros sobre el imperio romano; los escandinavos, anglos y normandos en las islas británicas; los moros en España y el sur de Italia o los turcos en Grecia y parte de los Balcanes. Europa está cambiando su fisonomía étnica como la cambió el esclavismo o los mexicanos en los Estados Unidos, pero antes fue la colonización europea en todo el continente americano, desde Bering al Beagle. Esas mismas migraciones provocan muros, guerras, negocios y hasta cambios profundos en la política. Despiertan a la vez nacionalismos latentes y broncas evidentes de Francisco ante el egoísmo endogámico de los que quieren ser puros.
Si hay una constante de las migraciones es que son imparables; son el resultado de grandes desniveles de la economía política (o de la política económica), en las distintas regiones de un mundo desigual. Y esta claro, por lo menos para una parte importante de nosotros, que no queda otra que aceptar la realidad de estos cambios sociales capaces de transformar la identidad de naciones enteras. Hoy, muy a pesar de la cultura supremacista anglosajona, se habla castellano en todos los Estados Unidos; hay negros en todas las selecciones menos en la Argentina y mezquitas en todas las ciudades europeas. En cada barrio de nuestras ciudades hay un supermercado chino y un senegalés nos vende anteojos en cada vereda del país. A favor de las migraciones hay que anotar las fortalezas de la polinización cruzada en contra de la endogamia sobrecargada; será por eso que a los rubios les gustan las morochas y a las morenas les gustan los blanquitos y no digamos nada de éxito de los pelirrojos, ellas y ellos en los lugares donde son minoría.
La noticia de esta semana es que han alcanzado la cifra de cuatro millones los venezolanos que han dejado su país de 30 millones, para empezar una vida nueva más allá de sus fronteras. En toda la Argentina, pero sobre todo en Buenos Aires, cada día se nota más la presencia de venezolanos capaces de abrirse camino donde a los argentinos solo se nos ocurre protestar. ¿Qué influencia tendrán con el tiempo los inmigrantes venezolanos, chinos o senegaleses en la Argentina? No me cabe duda de que será tanto o más positiva que la de los millones que llegaron a nuestro país despoblado de fines del siglo XIX y principios del XX.
Hoy basta con disfrutar de la amabilidad contagiosa de los venezolanos que sirven en los restaurantes, manejan taxis o atienden en un negocio cualquiera. Quizá sea esto lo que convierta definitivamente a la Argentina en una nación de gente educada y trabajadora. Y habrá que agradecérselo a Américo Vespucio, pero también a Nicolás Maduro.