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Cesário

domingo 04 de febrero de 2024 | 3:50hs.
Cesário
Cesário

(En su memoria –y precario recuerdo– 

Antes de iniciar la lectura, queridos magistrados, he de sugerirles que musicalicen estas páginas con Suspirium - Thom Yorke)

Ahora, en este preciso momento no puedo pensar mucho en eso ni hablar en voz alta, no sea cosa que se despierte y ustedes se den cuenta de que la hecatombe siempre se está por desatar. Después de ese día no logré liberarme del enajenamiento nunca más. 

Es difícil calcular el tiempo en el pueblo, entre lo árido y llano. Según recuerdo, llegué sin darme cuenta, y ahí la vi. La reconocí al instante cuando el olor nauseabundo de sus dientes sin lavar ingresó por mis fosas nasales violentando cada fibra. Ya de antes ese aroma tan particular estaba ligado a la infancia primera, donde la madre daba de comer a sus hijos, mis hermanos  - desaparecidos - y yo. Ellos se fueron en búsqueda de un futuro mejor ya de grandes, pero aún no llegan y la espera se dilata y mi madre se hace polvo mientras aguarda. Intentó dar lo mejor de sí en los primeros años, asumo que lo ha logrado, pero yo tengo míseras de recuerdos por lo demás dolorosos y prefiero no recordar porque hacerlo me agrede y pesa. 

Mi madre seguía siendo la misma porquería de siempre. Ruin, roñosa, corroída de rencor, no había con qué darle. Pues yo mamé lo peor de ella, la agarré cansada y harta. Mi padre nos había abandonado cuando yo tenía meses -según contaban ellos- y ella habrá dejado de tener ganas, me dio lo que tenía, eso lo sé. 

Unos meses después de que yo cumpliese 13 recuerdo a Herminda, quien en ese momento se convirtió rápidamente en mi segunda madre y pareja de la mía. No la culpo. Hermina tenía su encanto, también me gustaba, fantaseaba con ella, cosa que solo ustedes saben ahora. Pero con los años, mamá y ella dejaron de lavar las prendas de sus clientes que venían en búsqueda de aliviar su mal, tampoco hacían sus recetas ni juegos, y su trato se volvió áspero -cosa que no sorprende, pues es lo que suele suceder con los vínculos humanos-. 

La cuestión es que Herminda fue un punto clave en nuestra historia familiar, en la mía,  le enseñó a mamá todo lo que ella supo hacer después, y despertó esa cosa que ahora nos susurra en la nuca. Mamá aprendió sobre rituales, sacrificios, ofrendas con ella. Herminda le dio todos sus saberes acerca de la cultura guaraní y sobre todo del payé. 

Vuelvo a este presente y la veo ahí, y por todo lo vivido no puedo verla con cariño, pero no es su culpa, sino de la vida que tuvo y de su mal lenguaje. 

-Volviste no más, desgraciado-, me saludó sin siquiera moverse de su sillón grisáceo y enmohecido. Ahí no más, el recuerdo del olor del arroz con leche ingresó en mi torrente sanguíneo y recordé cómo la creencia de esa cosa se impregnó en la piel de aquella a la que tanto quise. 

Este lugar ahora enmohecido fue mi hogar durante unos cuantos años. Después me fui a estudiar, pero ante el fracaso me dediqué a escribir y algunas cosas, por pura suerte, llegaron a buenas manos, cobraba un sueldo bastante bueno que me permitió acceder a otras realidades, el mundo del saber se abrió ante mis ojos y desde ahí no pude parar. 

El pensamiento me agarra distraído y vuelvo a pensar en aquella. Estuve enamorado de Uxia desde la noche en que la vi toda descuajeringada en el bar cutre al que solía ir. Cada jueves frecuentaba ese lugar con Armenio, mi ex editor, primer jefe y amigo, que en paz siga descansando el buen hombre. Ella, por su parte, no me distinguió. Siempre me dijo que yo era uno más del montón. Nunca le recriminé. Si esa era su visión y creencia, para qué intentar cambiarlas. El punto es que yo la amé. Fue la persona a la que más amé en esta vida calamitosa que llevo con arrastre. 

Queridos magistrados, verán ustedes que no siempre he sido éste. Por supuesto que antes era un joven lleno de júbilo, extasiado con nada más que la vida misma. Pero, como sabrán los que me conocen, empecé a saber más y más, hasta que la sed de conocimiento no llegó sino a la decrepitud. Me sé humano. De ahí supongo el declive. 

Un pensamiento me trae al más acá, pues me veo interrumpido ante el grito de alguien que asumo conocido. ¡Cesário!, oí esa voz inconfundible, y reconocí la silueta escuálida y amarillenta de Rafael, mi amigo de la infancia, quien siempre supo que este nombre me pesa, pues ¿cómo alguien que se llama Cesário puede disfrutar de la vida?, es así que a mi temprana edad sospeché –y medio que comprendí- que la pesadumbre se la debo a la persona que eligió mi nombre y me dio esta vida y no otra.

Las manos de Rafael, ásperas por el trabajo, rozaron las mías, suaves por los libros y el esfuerzo mental.

-¿Qué te trae por estos lados, querido Cesário?. Habrán pasado más de unos cuántos años desde la última vez que me has dejado acá tirado. ¿Por qué no me llevaste?, ¿Por qué Uxia, por qué, por qué?. 

Recordé cuánto me irritaba el uso excesivo que Rafael hacía de la interrogación, como si yo fuese capaz de responder.

-Pasaron los años, Cesário. Los chicos acá me llaman Pocavida, podés creer, ¿por qué será? 

Rafael manejaba la misma ironía que yo, quizás porque ambos fuimos criados bajo el grumo de esta vida. Vi sus canas, su rostro escondido debajo de los pliegues gruesos de aquella piel que alguna vez fue joven. Lo peor eran sus ojos tan hundidos, como si una miseria que no tiene nombre se los empujara más adentro. Yo temía porque en él veía mi reflejo. ¡Lo terrible del reconocimiento!, pensé mientras fumábamos -sin saber- el último cigarro juntos, pues a la mañana siguiente me notificaron de su estado de letargo tras intoxicarse con no sé qué comida en mal estado. A Pocavida le hicieron un payé, escuché que decían en el pueblo cuando salí a buscar hojas para mi máquina de escribir. 

Ahí empezó todo.  

Narro desde una lucidez que nunca antes había logrado, lamenté tantos años de sabiduría, de búsqueda del saber, horas de lectura, tanto para nada. Si todo estaba acá no más. 

Para ello debo empezar por el asunto que me trae por estos pagos.  Uxia era tan  rara como su nombre, tampoco se inventaron las palabras para designar su personalidad. Se mudó conmigo cuando apenas llevábamos unas semanas de romance, pues el ardor de nuestras pieles era insoportable. 

Nuestra diversión era bien simple, uno de los dos se sentaba a leer y el otro escuchaba atentamente, devorando las palabras esperando ansioso al debate sobre diversos temas que nos interesaban. Con el pasar de los meses, ella despertó una profunda curiosidad sobre payés, macumba, hechizos, personas que quedaban atrapadas, enajenadas de sí por un payé, o por alternativas que unos curanderos le daban para apaciguar un mal o depresión. 

Justo cuando planeábamos formar una familia. Todo tan súbito. Se me forma un nudo en la garganta de impotencia y dolor. 

Había notado que Uxia estaba ahora también ensimismada como los tipos que ella estudiaba y que habían sido víctimas de los payé. Una noche la encontré bailando desnuda apenas iluminada por la luz de las velas rojas y negras entre un hedor dulce, yendo y viniendo con prendas ajenas de hombres a los que ella supuestamente salvó gracias a sus poderes. Yo también soy curandera, decía, y yo me reía de su ignorancia, y de todas formas la quería en su inocencia frente a un mundo amplio y vasto de conocimiento, mundo que para ella estaba vedado ante esos rituales que ni ella ni nadie eran capaces de comprender. 


Recuerdo como si fuera ayer, aquella tarde en la que “limpió” a una mujer de una especie de engualicho. Desde su oficina se escuchaban gritos graves, eructos nauseabundos que llegaban hasta nuestra sala. De tan solo recordarlo prefiero olvidar. Una vez terminada la sesión - como decía ella- volvió a casa ida en un enojo descomunal. 

- Tengo que liberar  las prendas de esta mujer, o ha de morir encerrada en dios sabe qué clase de payé. – Se lamentaba, a veces, no poder salvar a todos, pues así de grande era la calamidad. 

Ese estado en ella duró meses, hasta que el payé se hizo más suyo que de aquella mujer a la que Uxia salvó de una hecatombe indecible. 

Después de casi tres meses atrapada en un enmudecimiento nunca antes visto por mí, una mañana cocinó y comió el arroz con leche que luego se transformó en el alimento de ese algo que se engendró en ella y nunca más salió de sí dejándola en un estado que no puedo designar con exactitud, sus ojos marrones se hundieron para siempre en un más allá que desconozco, su piel más blanquecina que nunca perdió elasticidad y emanaba un hedor insoportablemente pútrido, acompañado de eructos que –al parecer- provenían de su alma. 

Temía mirar sus ojos y perderme yo también en esa negrura tan espesa que no tenía fondo. Una tarde, parecía que Uxia retornó en sí, se levantó de la cama que ya no compartíamos, bañó su cuerpo nefasto, encendió esas velas negras y rojas, y se quedó ahí por horas. Mi intento de acercarme fue inútil. 

Súbitamente, oí un golpe que provenía de la habitación donde atendía a sus clientes, vi las cartas, las velas, el hedor, sus ropas embebidas en no sé qué sustancia, muñecos, payé, le decía ella. 

Ahí la vi, iluminada por las velas, desnuda, frágil, aferrada a la copa de vidrio, Uxia había estado bebiendo el ácido muriático que teníamos para limpiar las paredes corroídas por el paso del tiempo. 

Presencié adolorido los restos de su cuerpo que se desintegraba lentamente mientras ella aún seguía con un soplo de vida. Adentro de tu madre. Anotó con extrema dificultad en una hoja hasta que su último suspiro pútrido se la llevó para siempre. Los médicos intentaron de todo, ningún lavado de estómago fue suficiente para salvarla. Ese algo se le impregnó y silenció el infierno que Uxia encarnó durante meses tras ese alimento que algún curandero le había encomendado para salvarse. 

Adentro de tu madre paseó como una voz que se repite incansablemente en mi fibra interior –inconsciente-  desde que Uxia se fue. Es así que, no por voluntad propia, sino por necesidad, he de volver al rancho materno. Es momento de hacerle frente a lo que es. 

Tengo el asunto pendiente. Escribí en la máquina de escribir mientras deliberaba qué hacer en este pueblo. Qué hacer con este sentimiento, con esta tirria  absoluta que siento por todo desde que el arroz con leche ingresó en el torrente sanguíneo de la persona que amo. Irónico que aquel fue el primer alimento que comí de mi madre. Sonreí satíricamente ante el pensamiento que devino en un posible reconocimiento. 

Esto no es mera casualidad. Concluí, sentado en la misma silla antiquísima e incómoda en la cocina húmeda y gris de mi infancia, y ahí no más vi los ojos de mi madre que ahora son tan de ella como míos. El reconocimiento es fatal. Ruin. Ahora que sé, ya no quiero. Deseo poder cerrar los ojos, pero me es imposible, empiezo a sentir el cuerpo que se me adormece, es muy parecido al efecto del ácido cuando corroe en las paredes. No será que acaso yo también… empiezo a temer y esa carcajada tan cercana, materna, lo termina de confirmar. 

No puedo controlar el cuerpo, caigo y me noto en la misma cama de la niñez, la pesadez no me deja moverme, mi madre se acerca sin prisa, distingo sus manos pálidas y flacas con las uñas largas y sucias, escucho los utensilios de cocina batiéndose, ese sonido tan familiar, tan mío. El olor particular de la leche hirviendo con un leve aroma a canela, más allá el arroz que se cuece en la misma olla curtida de siempre como solo ella sabe hacerlo. Empiezo a recordar las llamadas de Uxia a mi madre, las visitas entre ellas, su complicidad y los celos de mi madre frente a la devoción que yo sentía por Uxia. 

El nudo en la garganta se dilata. Temo por mí, por ellos, por ustedes que ahora sabrán lo que yo. 

El mal siempre está más acá que allá, m’hijo, es nuestro. Sonríe grande, y plácida me da de comer, mientras no quiero, pero debo. Vos quisiste negarte ante lo que ya existe antes de que nazcas, pero, no señor, de ese no podés salvarte. Está predestinado M´hijo. Comé, Cesario. Comé que así yo me libero. Yo tampoco quería saber tanto de payé, pero es lo heredado. Sonríe, me abre la boca, la cuchara fría ingresa y nunca más pude liberarme de aquel sabor pútrido que me asquea y enajena y en este que ahora debo ser y no otro. 

 

Mara Luft

 

Inédito. Mara Luft, es profesora de Letras. Blog de la autora: Rizoma.

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