El hombre de las tres A

domingo 24 de marzo de 2024 | 3:50hs.
El hombre de las tres A
El hombre de las tres A

El hombre aquel, alto y flaco, caminaba pegado a las paredes de las casas, que albeaban en la semioscuridad de las calles de Asunción, sin otra claridad que la muy leve de la noche tropical. Desde un mes atrás, Asunción se había quedado sin luz frente a las fuerzas revolucionarias, que la atacaban por los suburbios, porfiando por penetrar en ella. Una noche se habían parado los motores de la central eléctrica que suministraba luz a la ciudad. Posiblemente uno más entre los tantos sabotajes tramados por los agentes revolucionarios y los terroristas infiltrados en la ciudad.

Oprimía a Asunción esa noche un silencio denso y sofocante, un silencio amenazador de tormenta pronta a estallar. Sólo se oían de raro en raro rápidas ráfagas de ametralladoras y uno que otro tiro aislado de fusil. Apagados estos ruidos el silencio interrumpido por breves segundos se hundía en un silencio más profundo aún.

El hombre aquel caminaba sin hacer ruido como si estuviera descalzo o calzase alpargatas. Por momentos era una sombra más entre otras sombras. Veíase que caminaba vigilante y cauteloso. Al llegar a las esquinas, antes de cruzarlas con paso rápido miraba hacia todos lados. De repente, a mitad de cuadra, se detuvo. Sus oídos aguzados, tan nerviosos y atentos, que daban la impresión de que las orejas se l e levantaban como las de un perro en acecho, oyeron los pasos de una persona; luego, esos pasos le sonaron como de varias personas. Pero acto seguido, rectificó su primera impresión. Un transeúnte solitario venía en dirección contraria a la suya. Hundióse prestamente en el ángulo de una puerta. "Si viene por la vereda de enfrente, escondido aquí no me verá. Pero si pasa por esta vereda...". Y metió la mano bajo la campera apretando fuertemente el revólver que llevaba en la cintura. La sombra del desconocido se humanizaba cada vez más con los golpes que daba con el taco de sus zapatos en las losas de la vereda. "Tendré que matarlo al menor ademán que haga, si no me matará él a mí". Y puso el dedo índice en el gatillo. La silueta, cada vez más visible, se detuvo unos metros antes. Era un suboficial. Se adivinaba el uniforme verde oliva. El suboficial tardó unos segundos, que al que aguardaba le parecieron largos minutos, en meter la llave en la cerradura de la puerta de calle ante la cual se había detenido. Se oyó el chirrido de la puerta al abrirse. Cuando ésta se hubo cerrado, el hombre aquel respiró largo, como si le hubiesen quitado una mordaza de la boca. Su mano estremecida por la tensión nerviosa dejó de apretar el cabo del revólver. Aguardó unos minutos, y cuando el silencio de nuevo se hizo completo, prosiguió su camino.

Toda esa mañana se había combatido duramente y sin tregua en los alrededores de Asunción. Algunas pequeñas fuerzas de las avanzadas revolucionarias habían logrado penetrar osadamente hasta más allá de los suburbios, aunque no habían podido afianzarse por los violentos contraataques de las tropas leales, los que en ciertos lugares fueron tan intensos que se llegó a la lucha cuerpo a cuerpo.

El hombre aquel iba pensando en los sangrientos combates de esa mañana, y el silencio tan dramático que reinaba ahora, como si la mayoría de los combatientes hubiese muerto y sólo algunos pocos sobrevivientes continuasen manejando aquellos fusiles que sonaban de cuando en cuando en la noche.

Subió por Brasil y dobló por Cerro Corá. Estaba ya a un paso de la casa a la que iba. "No tengo que llamar a la puerta, sino en la ventana. Si toco directamente en la puerta puede abrirme otra persona, que no sea la que me espera y caer en una emboscada". Se aproximó a la casa. Era de aspecto común, con una puerta sobre la calle, y dos ventanas del lado derecho de aquella. Golpeó con la mano en una de las ventanas, la más alejada de la puerta. Era una precaución más que tomaba. Se entreabrió una hoja. "Debo preguntar por Eusebio Pintos" -se dijo. "¿Quién es?" -preguntó una voz desde adentro. Y en lugar de responder, el desconocido preguntó a su vez: "¿Hablo con Pintos?" "Sí, con Pintos" -le contestó la voz. "Será el mismo. No me estaré metiendo en una trampa. Porque este Pintos bien pudiera no ser el verdadero Pintos". Metió la mano en la cintura y sacó a medias el revólver. "Si me disparan, yo también tiraré". Se acercó a la puerta de calle. Vio que estaba entreabierta. Alguien lo esperaba detrás de ella. Se oía el movimiento de un cuerpo. "Me atacarán... me atacarán...". Repitió estas palabras como si dijese uno, dos, tres con los ojos cerrados; y entró en el zaguán dispuesto a todo, como si penetrase en una cámara de ejecución. Sintió como si se le quietase un peso de encima del pecho cuando oyó una voz que le decía en la oscuridad con tono cordial:

-Parece que ha venido corriendo por la forma en que respira.

El desconocido rápidamente se quitó la mano de la cintura.

-Para llegar hasta aquí he tenido que dar un largo rodeo. En la ciudad sin luz varias calles me parecieron en un primer momento desconocidas. Es notable cómo las calles cambian y resultan distintas en la oscuridad. Temía encontrarme con alguna patrulla. Andan por todas partes. La ciudad está muy vigilada.

-Cuidado con los escalones. Aquí hay una escalera de cuatro peldaños -advirtió Pintos al notar que su visitante tropezaba con el primer escalón-. Sígame. En la galería tenemos la claridad del patio.

Después de cruzar el zaguán, salieron a una galería, que daba a un patio interior embaldosado con tres espacios libres de tierra, en que estaban plantadas unas palmeras.

En la galería, frente a Pintos, el visitante le tendió la mano.

-¿Zoilo Aguilera? -preguntó Pintos.

-Sí, Zoilo Aguilera -respondió el otro.

A Pintos le pareció que Aguilera titubeaba al pronunciar su nombre, como si no estuviera seguro de que así fuese. Entretanto, Aguilera pensaba que Pintos aún no le había dicho su nombre de pila, y para probarlo preguntó: -Usted es Ernesto Pintos.

-No -replicó rápido Pintos-. Eusebio. Soy Eusebio Pintos.

Se lo dijo fuerte y claro como para que el otro se le grabara bien en la memoria.

Pero esa equivocación intencionada de Aguilera despertó la desconfianza de Pintos sobre si aquél podía ser el verdadero agente que tenía que visitarlo. Para sus adentros resolvió vigilarlo y estar alerta. Cuando le dieron esa misión en el Comando Revolucionario sólo le dijeron que una persona llamada Zoilo Aguilera, mandado por Rogelio Ayala, que dirigía en Asunción el Servicio Secreto Revolucionario, debía entregarle documentos y planos del Estado Mayor Gubernista.

-Sígame... Vamos al comedor -dijo Pintos al par que se encaminaba hacia una puerta que se abría sobre la galería.- Allí podremos estar más cómodos y encender una luz, sin que se filtre por las ventanas de la calle.

Pintos entró primero. La habitación estaba muy oscura. Aguilera se quedó parado en el umbral esperando que Pintos encendiese alguna luz. "Este hombre podría no ser Eusebio Pintos. En el camino podrían haber secuestrado al verdadero Pintos y sustituirlo por otro. No tengo ningún dato para individualizarlo. Lo único que me dijeron es que debía encontrarlo en esta casa", se decía Aguilera mientras esperaba.

Pintos encendió una vela, que estaba colocada en una palmatoria encima de la mesa.

-Entre -invitó el otro.

Aguilera entró en el comedor. Era una estancia grande, con una mesa larga en el centro. A cada lado de ambas cabeceras de la mesa, contra la pared, había un aparador. De una de las paredes que quedaba libre colgaba un gran espejo. Los muebles eran de madera oscura, y parecían más oscuros aún por la poca luz.

-Yo estoy en contacto con Rogelio Ayala por medio del "mitaí" ' que me trae la comida. ¿Lo conoce usted? - preguntó Pintos.

-Sí, mucho. Estoy a sus órdenes. Es un jefe ideal. Es hábil y astuto. Da gusto obedecerle.

-¿Le costó mucho llegar hasta aquí? -preguntó Aguilera mientras se fijaba en un plato con un pedazo de sopa paraguaya, y en otro con restos de comida que había sobre la mesa. Y sin esperar la respuesta, añadió-: Debe haberle costado mucho. Si dentro de la ciudad es difícil moverse, cómo no será pasar por entre las líneas de las fuerzas leales.

-Muy difícil -respondió Pintos, mientras pensaba: ¿Por qué me dice leales?". Un revolucionario no diría "leales". Y enseguida añadió-: Desde Luque hasta aquí, que no es lejos, puse un día y una noche. Pero prácticamente durante casi todo el día estuve escondido. Andaba de noche.

-¿Escondido? ¿Dónde? -preguntó Aguilera con extrañeza.

-En el monte, a orillas de la carretera -respondió Pintos con tranquilidad.

Mientras hablaba Pintos, Aguilera no le quietaba la vista de encima, estudiando cada uno de sus gestos como para descubrir la verdad en ese rostro cerrado e impenetrable. Notó que cuando hablaba, Pintos hacía una mueca con la boca, que volvía equívocas sus palabras, aunque no fuera ésa su intención.

-¿Está contento con la cocina de Rogelio Ayala? - preguntó Aguilera señalando con un movimiento de cabeza los platos sobre la mesa. Y sonrió.

Pintos alzóse de hombros, y luego dijo:

-¿Por qué tardó usted tanto, Aguilera? Cuando me dieron esta misión, me dijeron que era cuestión de llegar y volver a partir, y que yo le encontraría a usted ya en la casa. Hace una semana que estoy, esperando, y si no fuera por Ayala que cada vez que me manda comida con Polí me hace decir que espere un día más, yo me hubiera ido.

-Hubo dificultades para sacar esos documentos. Su misión es esperar aquí hasta que se los entreguen. Si era necesario esperar semanas, tenía que hacerlo.

A Pintos le irritaba el tono superior y autoritario con que Aguilera le hablaba, y ya harto resolvió decir lo que hasta entones por astucia había callado. Y preguntó levantándose de su asiento, dispuesto a defenderse y atacar si era necesario al que se hacía pasar por Aguilera. -Dígame, ¿por qué me dijo usted que es Aguilera cuando no es? A mí me dijeron en el Comando que el que me entregaría los documentos era un tipo bajo y fornido, y usted es delgado y alto. Hay alguna diferencia.

-Es verdad. No hay ningún engaño. Aguilera no pudo venir a último momento, y Rogelio Ayala me mandó a mí. Vengo con su autorización. Lea este papel -y el supuesto Aguilera sacó un papel que pasó a Pintos.

Este lo tomó aproximándose a la luz de la vela. Leyó: "Confíe en el portador de la presente. Se llama Prudencio Avalos. Va en sustitución de Aguilera-. Rogelio Ayala". Miró bien la firma. Se leía claramente el nombre.

"No me había equivocado. Algo pasa aquí que no está claro del todo. ¿Por qué desde el primer momento este tipo no se presentó como quien era? ¿No será un agente del servicio de contraespionaje del gobierno? ¿No estará Ayala jugando un doble papel en este asunto?". Mientras todas estas preguntas se le pasaban por la mente, Pintos se sentó en la cabecera de la mesa. Avalos se sentó a un costado, después de quitarse la campera, que colgó del respaldo de una silla. La llama de la vela cabeceaba continuamente al recibir la brisa que entraba a través de la galería por la puerta entreabierta. Pintos abrió la boca para hablar cuando un lejano tableteo de ametralladoras lo dejó con la primera palabra sin pronunciar.

-Ahora suenan lejos. Pero depende del viento. Hay momentos en que oigo los disparos como si tirasen aquí a la vuelta -dijo Pintos-. El viento juguetea con ese sonido.

Tantos días aquí solo que cuando oigo las detonaciones me parece que no estoy tan solo. Me distraen. Es como si me trajesen un mensaje de vida, aunque se estén matando.

Avalos entretanto se inclinó hacia la silla donde había colgado la campera, y extrajo de un bolsillo interior de ésta un sobre largo que puso sobre la mesa.

-Hace mucho calor. Voy a abrir más esa puerta-dijo Avalos y se levantó.

Pintos se opuso. Podían ver la luz del "cantón" de una casa vecina y tirar en dirección de la luz.

-Aquí cerca, en una casa de tres pisos, en la azotea, han puesto un "cantón". Yo desde el patio los veo. Están tirando continuamente a los patios vecinos. El oficial tiene unos anteojos de larga vista, y se lo pasa bicheando.

-Pero ¿pueden ver esta luz desde tan lejos? - preguntó Avalos.

Pintos le contestó que la luz directamente no podían verla. Pero sí la claridad de la luz en la puerta abierta. En la noche, y sobre todo con la ciudad a oscuras, cualquier luz, por pequeña que sea, brilla como un faro.

-Aquí en este sobre -dijo Avalos empujando el sobre hasta ponerlo al alcance de la mano de Pintos- están los planos y documentos del Estado Mayor. Hay que entregarlos sin falta.

Pintos echó una mirada al sobre sin tocarlo, como si contemplase una araña venenosa. Luego, levantó la vista y la fijó en la cara angulosa y severa de Avalos. A la luz mortecina de la vela, los rasgos íntimos de ese rostro se perdían entre sombras. Lo miró a los ojos. Era difícil descubrir algo en esas pupilas en las que la llama de la vela se reflejaba con unos puntitos brillantes. Pintos pensó que Avalos lo miraba detrás de esos ojos con otra mirada que él no podía descubrir. Volvió a asediarle la duda de que no estaba ante Avalos, como tampoco ante Aguilera. No era Avalos. Tenía que ser otro. Podría saberlo enseguida con sólo ponerle el revólver en el pecho. Pero pensó que más le convenía seguir la comedia hasta el final, haciéndole creer que no sospechaba nada. Después, se vería quién engañaba a quién.

-Pero yo ¿cuándo salgo de aquí? -preguntó Pintos con la sensación de que estaba metido en una trampa-. Supondrá que no es divertido estar aquí encerrado semanas y semanas.

-Yo he leído la otra vez en una revista que un sabio francés permaneció tres meses en el fondo de una cueva, varios metros bajo tierra. Más fácil es estar encerrado unas semanas en la superficie de la tierra -dijo Avalos riendo-. Nadie se muere por eso.

-Tal vez no se muera, pero tal vez uno puede volverse loco.

-Polí con la próxima vianda le traerá las indicaciones en un papel sobre el momento en que debe usted salir de aquí, y el camino que debe seguir.

-Pero según las instrucciones que me dieron en el Servicio Secreto Revolucionario, usted al darme los documentos debía indicarme de inmediato la forma de salir, y en cambio, ahora me dice que debo esperar otro aviso. Pero ¿cuánto tiempo voy a tener que estar aquí encerrado todavía? -preguntó Pintos sin poder disimular su desconfianza.

-Tal vez una semana. Eso no puedo fijarlo yo. Es Ayala quien tiene que decidirlo. Las instrucciones vendrán dentro del pan que le trae Polí, escondido entre la miga-dijo Avalos levantándose y tomando la campera-. Me voy.

Pintos pensó nuevamente que Avalos no era sino un espía al servicio del gobierno, y que si lo amenazaba con el revólver tal vez consiguiese descubrir su verdadera identidad y el juego en que estaba metido. Se le ocurrió ir a buscar el revólver que había dejado en el dormitorio.

-Un momento, voy a buscar la linterna -dijo e hizo un movimiento como para dirigirse a la pieza contigua. Pero Avalos lo tomó fuertemente de un brazo. Sus dedos huesudos penetraron en la carne de Pintos como garfios, hasta lastimarlo. Ese hombre tenía una fuerza hercúlea y unas manos que parecían estar hechas de madera.

-No se moleste, Pintos. Se ve muy bien sin linterna. -Y luego de un breve silencio, en que lo miró profunda e intencionadamente a los ojos, agregó-: Resérvela. Podría hacerle falta a usted.

Y a Pintos le pareció que la cara aquella se distendía con la misma sonrisa ambigua y burlona que creyó ver dos o tres veces en esa noche.

Pintos sintióse dominado por la impotencia y la angustia. Se iba aquel hombre sin llegar a saber si era un amigo o un enemigo. Ya estaba descendiendo los cuatro escalones del zaguán. Un segundo más y estaría en la calle. ¿Qué hacer? Los papeles que encerraba ese sobre ¿qué eran? Eran documentos auténticos, o unas burdas falsificaciones. O quizá algo peor aún. Informes y datos falsos para hacer fracasar la revolución.

Sin notarlo, Pintos le había tomado respeto y temor a Avalos. Lo sentía superior a él e intuía que era dueño absoluto de sí mismo, acostumbrado a no titubear y hacerse obedecer. Tenía voz y ademanes de jefe.

Cuando la puerta de calle se cerró tras Avalos, Pintos tuvo la impresión que se cerraba tras un enigma que nunca más tendría la ocasión de descifrar. Se marchaba el posible Prudencio Avalos que hubiera podido decirle quién era Zoilo Aguilera, o el Zoilo Aguilera que sabía quién era Prudencio Avalos.

Enseguida que Avalos partió apoderóse de Pintos la duda y el miedo. Estaba cogido en una trampa, y hasta pensaba que el mismo Rogelio Ayala podía ser el artífice de ella. Sus sospechas y dudas se agigantaron cuando rompió el sobre lacrado que había dejado Avalos, y que no estaba autorizado a abrirlo y se encontró con unos documentos en un idioma que desconocía. Posiblemente en lenguaje cifrado. Los planos eran un verdadero laberinto de rayas y más rayas que se entrecruzaban en todo sentido. Seguramente que el Servicio Secreto del Comando Revolucionario tendría los medios para sacar algo en limpio de toda esa mezcolanza y galimatías de letras y rayas. Por más que miró y remiró esos documentos no pudo entender nada, a pesar de que las letras eran las de nuestro alfabeto.

Al día siguiente vino Polí con la vianda, que día por medio le mandaba Rogelio Ayala. Era Polí un muchacho como de quince años, moreno, espigado, vivaz, de grandes ojos negros. Traía la vianda en un recipiente de hojalata improvisado para tal objeto, y que antes había servido para otros menesteres.

Pintos hizo pasar a Polí al comedor. Mientras vaciaba el contenido del recipiente, se puso a conversar con el muchacho. Le preguntó si conocía a Zoilo Aguilera.

Polí le dijo que sí, y hasta agregó que venía a menudo a conversar con don Rogelio.

-Y ¿Avalos? ¿No conocés a un tipo que se llama Prudencio Avalos?

Polí quedóse pensativo un rato. Parecía que buscaba ubicarlo entre las caras que había visto en casa de Avala. Pero no. Aquel nombre no le sonaba.

Entretanto, Pintos desmenuzó el pan buscando el papel que debía traer las instrucciones. Pero no halló nada. Entonces allí mismo, sin dejar de notar el peligro a que exponía a la revolución, resolvió mandarle una nota a Rogelio Ayala advirtiéndole que estaban siendo juguetes de los agentes del contraespionaje del gobierno. "Rogelio Ayala: necesito instrucciones precisas. He sido visitado por una persona que no es el Zoilo Aguilera que debió venir, y que en medio de la visita me entregó un papel firmado por usted, y que para mí es falso, en que me lo presentaba como una persona de nombre Prudencio Avalos. Espero su aclaración. Pintos."

Todo esto lo escribió rápidamente en un pedazo de papel.

-Polí, llevá con cuidado este papel -dijo a la vez que le entregaba la nota-. Si encontrás una patrulla, te lo tragás antes que mostrarlo.

-A mí las patrullas me dejan pasar. No me hacen caso. Al venir me encontré con dos, y no me preguntaron nada -replicó Polí guardando el pedazo de papel en el pecho, dentro de la camisa.

Pintos lo acompañó hasta la puerta de calle, y allí lo despidió poniéndole una mano sobre la cabeza a la vez que le decía:

-Decíle a don Rogelio que me conteste enseguida. Sos un mitaí valiente.

Cerró la puerta enseguida. Fue al comedor, y a la luz vacilante de la vela, que hacía saltar las sombras en las paredes como si fueran truculentas figuras fantasmagóricas, mordisqueó una de las empanadas que le acababa de dejar Polí. Pero no la terminó. Cada día tenía menos apetito. Si seguía perdiendo en forma tan rápida el apetito, acabaría por vivir sin comer.

Esa noche apenas pudo dormir. A cada momento lo despertaban el tableteo de las ametralladoras y explosiones intermitentes. Se veía que los retenes no descansaban y permanecían alertas. De uno de los frentes parecía esperarse un ataque. Hacia la medianoche se levantó de golpe, con el revólver en la mano. Creyó oír pasos en la galería. Ya era la tercera noche que sufría ese espejismo, fruto de su angustia y del largo encierro. Pero en el patio todo era silencio y tranquilidad. Cuando oía los pasos y se levantaba tenía la idea que se encontraría con Avalos.

Al día siguiente, Pintos se lo pasó caminando de un lado para otro. La desesperación y el temor comenzaban a hacer presa en él. Si Polí no le traía una contestación de Ayala estaba resuelto a partir fuese como fuese, sin instrucciones, a la buena de Dios. Pero no se quedaría un segundo más en esa casa que era para él como una jaula, lleno de incertidumbre y sintiéndose juguete de fuerzas desconocidas.

Hacia el atardecer, oyó que llamaban a la puerta.

Corrió a abrirla. Era Polí. Pintos lo recibió con tanto alborozo que poco faltó para que lo abrazase. Hacía recordar a esos perros encerrados que reciben la vuelta del dueño dando saltos.

Pintos arrancó la vianda de manos de Polí y se fue a la galería. Allí sacó el pan, y hurgando entre la miga, encontró un papelito enrollado. Lo desdobló y a la media luz del atardecer leyó: "Esté tranquilo. El papel que le mostró Avalos estaba escrito por mí. Avalos me merece tanta confianza como Aguilera. Usted debe seguir esperando instrucciones". El papel no llevaba firma ninguna.

¿De quién era ese papel sin firma? ¿Seguir esperando? No era posible. Pintos sentíase víctima de un juego que intuía, pero que no sabía a dónde conducía. Había terminado por sospechar de todos, hasta del mismo Rogelio Ayala, el hombre clave, y que tenía en sus manos el tejemaneje de este asunto. Necesitaba verlo personalmente y hablar con él corriendo cualquier riesgo. Cuando Polí, que esperaba a su lado, le dijo que tenía que volver porque ya estaba oscureciendo y era peligroso andar de noche por las calles, le contestó:

-Esperame, Polí, me pongo el saco y los zapatos y me voy contigo.

-Pero don Rogelio me recomendó que no saliera con vos, porque a vos te andan persiguiendo para matarte, y si me ven con vos las patrullas me van a tirar a mí también -le replicó Polí todo asustado.

-Yo te voy a seguir de lejos. No te va a pasar nada. Esperame.

Entró en el dormitorio. Se calzó rápidamente los zapatos, pues andaba descalzo, se puso el revólver en el cinto y se vistió una campera.

-Vamos -dijo saliendo del dormitorio mientras se corría el cierre relámpago de la campera-. Vos camina delante de mí, y yo te voy a seguir a cierta distancia.

Pintos abrió la puerta de calle con cuidado. Antes de salir, asomó la cabeza y miró hacia todos lados. La calle en toda su extensión aparecía desierta.

-Salí -dijo Pintos, haciéndose a un lado para dejarlo pasar a Polí.

Dejó Pintos que el chico caminase unos metros y luego lo siguió a una distancia prudente, como para no perderlo de vista y a la vez tener tiempo de esconderse en algún portal si aparecía una patrulla. Era ya noche. Pero a la leve claridad nocturna, Pintos distinguía bastante bien la silueta de su guía ocasional. No se sentía muy seguro de la obediencia de Polí, y por momentos le inquietaba el temor de que saliera corriendo y lo dejase solo en medio de la noche, en aquellas calles desconocidas. De vez en cuando se cruzaban con uno o a lo más dos transeúntes juntos, porque era prohibida la reunión de más de dos personas. Las patrullas no lo permitían y tenían orden de tirar sobre ellas. También cruzaba a toda velocidad algún automóvil, pero pocas veces y cuanto más se alejaban del centro, veíanse menos vehículos. La ciudad semejaba una ciudad de muertos. Las casas cerradas. "Aquí me pueden pegar un tiro de cualquier esquina y dejarme tendido en la calle como a un perro" -pensó Pintos.

Habrían caminado como media hora, cuando Pintos vio que Polí se detenía frente a un pequeño portón de hierro. Pintos corrió para alcanzarlo. Del portoncito se subía por una escalera de mampostería de diez gradas a una pequeña terraza embaldosada en parte, y en parte de tierra con algunos rosales secos. Sobre la terraza se abría una puerta de entrada a la primera pieza de la casa, que en ese momento estaba abierta e iluminada. Del interior partían gritos y lamentaciones. Polí todo asustado entró sin acordarse de Pintos. Este lo siguió y cruzó la primera pieza, que por la mesa y sillones que allí había era algo así como comedor y sala a la vez. Al penetrar Pintos en la pieza contigua se encontró con un cuadro terrible e inesperado. Tendido en la cama boca arriba, en camisa y con pantalones, estaba un hombre. De una herida del pecho le manaba un hilo de sangre. Pintos se acercó, el hombre ese era Prudencio Avalos. El mismo que dos días atrás había estado a verlo y le había entregado los documentos. ¿Qué hacía Avalos en la casa de Ayala? A su lado, arrodillada junto a la cama, una mujer como de cincuenta años lloraba y acariciaba una de las manos del muerto. Alumbraba la pieza una lámpara de querosene colocada encima de la mesa de luz. Al principio, en su aflicción, la mujer aquella no se dio cuenta de la llegada de Polí, pero cuando lo vio, se puso a decirle: "Lo han asesinado..., lo han matado...".

-Pero Rogelio Ayala, ¿dónde está? preguntó Pintos. -Este es don Rogelio -dijo la mujer. Y luego quedó callada, sorprendida de la presencia de ese extraño en la casa.

Polí le explicó a su madre quién era Pintos. La mujer que era la madre de Polí y criada de don Rogelio se dio cuenta enseguida que Pintos era la persona para quien preparaba la vianda que le llevaba su hijo.

-¿Cuándo lo mataron?

Entonces la mujer contó, usando en gran parte el guaraní, que a poco de salir Polí con la vianda, pues parecía que estuvieran afuera esperando su salida, dos desconocidos llamaron a la puerta que daba a la terraza diciendo que querían hablar con Rogelio Ayala. Este, que estaba en la pieza contigua y que oyó que lo buscaban, le gritó a la mujer: "No los dejes entrar. Vienen a matarme". Pero los dos desconocidos ya le habían dado un empujón a la mujer, y corriendo a la pieza donde estaba don Rogelio, entraron en el momento en que éste se preparaba para tirarles con su revólver. Al recibir la primera puñalada en el pecho, don Rogelio gritó: "Están equivocados. Yo no soy el que buscan. Yo soy Rogelio Ayala". "Nosotros no lo buscamos a Rogelio Ayala. Lo matamos a Prudencio Avalos por traidor" -le contestó el otro asesino a la vez que le daba una cuchillada por la espalda. Y la mujer no pudo terminar de hablar echándose a llorar por su querido patrón a la vez que se lamentaba de la desgraciada equivocación de los dos desconocidos que habían matado a su patrón tomándolo por otro. Creían que mataban a Prudencio Avalos cuando en realidad mataban a Rogelio Ayala.

-Se equivocaron, señor. Lo confundieron con otro. "Aguilera, Ayala, Avalos, ¿cuál era el nombre real y al servicio de qué bando había estado ese hombre que yacía allí, y que era el agente secreto de más confianza de los revolucionarios? ¿Lo había matado gente del gobierno en venganza, o de la propia revolución al descubrir que actuaba en un doble carácter?". Desde ese momento, don Rogelio pasó a ser para Pintos el hombre de las tres A, letra con la cual empezaba cada uno de los nombres supuestos que usaba.

Pintos comprendió que era peligroso para él seguir en la ciudad. Su vida corría peligro. Tal vez después del hombre de las tres A, la próxima víctima sería él. Debía tratar de alcanzar las líneas revolucionarias cuanto antes, o esconderse en otro lugar que no fuese la casa en que había estado hasta entonces. Pero antes tenía que volver a la casa para recoger los documentos que había dejado allí y que debía entregar al Servicio de Inteligencia del Comando Revolucionario para que constatasen si eran fraguados o auténticos. Pero como no podía volver solo, porque desconocía el camino, dijo:

-Polí, ¿me podés acompañar hasta la casa? Si voy solo me voy a perder.

Polí, que estaba impresionado con la vista del cadáver, aceptó enseguida con tal de salir de allí, aunque a su madre no le gustó. Era peligroso andar por la ciudad en la noche. Pero en el estado de ánimo en que se encontraba, no puso mayores reparos. Antes de despedirse, Pintos le preguntó:

-¿Vos conocés la casa de ese amigo de don Rogelio que se llama Zoilo Aguilera?

La mujer no la conocía, pero sabía que quedaba por el lado del Barrio Obrero. Ayer tan luego Zoilo Aguilera había estado con don Rogelio, y después de conversar largo rato, salieron juntos.

-Y a Prudencio Avalos, ¿lo conocés?

La mujer no lo había visto nunca. La primera y única vez que oyó pronunciar ese nombre fue esa noche por uno de los asesinos.

Por las mismas calles que a la ida, Pintos y Polí se dirigieron a la casa. Durante el trayecto Pintos pensaba que esa persona que se haría llamar Zoilo Aguilera y cuyo verdadero nombre podía no ser ése, no sólo había intervenido activamente en este asunto de los documentos, sino que estaba complicado en el asesinato del hombre de las tres A, y algo tenía que ver con esos nombres tras los que se ocultaba la verdadera identidad del muerto. Quizá ahora anduviese también detrás de él. Tenía, pues, que recoger los documentos y huir sin perder un segundo. A pocos pasos de la casa, se detuvo y poniéndole una mano sobre el hombro a Polí, le dijo:

-Gracias, Polí. Tal vez algún día volvamos a vernos. -Y como dos días antes, volvió a repetir-: Sos un mitaí valiente.

Polí sintió que aquella mano puesta sobre su hombro temblaba.

No había caminado cinco pasos el muchacho cuando oyó a sus espaldas el ruido de la puerta de calle al abrirla Pintos, y casi al mismo tiempo el sonido de tres detonaciones. Se volvió lleno de terror y alcanzó a ver que Pintos daba unos pasos, trataba de apoyarse en la pared de la casa y caía en medio de la vereda. Entonces, dos hombres, dos bultos, salieron de la casa, se inclinaron sobre Pintos y tomándolo de los brazos arrastraron su cuerpo por la vereda hasta meterlo en la casa. Durante unos segundos, paralizado por el pánico, Polí se quedó mirando la calle desierta, perdida en la oscuridad, silenciosa, como si nada hubiese pasado en ella, como si todo lo visto fuese el fruto de una alucinación. Y acto seguido, salió corriendo desesperadamente como enloquecido.

 

Gabriel Casaccia

 

Del libro El pozo y otros cuentos. Casaccia (Asunción 1907/Buenos Aires 1980) es considerado el padre de la literatura paraguaya. De adolescente estudió en el Colegio Nacional de Posadas y residió en esta ciudad desde 1935 y hasta 1951. Su novela Los Exiliados está ambientada en la capital misionera y se cree que La Babosa, su obra cumbre, fue escrita en Misiones.

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