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Olinda

domingo 03 de diciembre de 2023 | 3:52hs.
Olinda
Olinda

Romero fumaba su cuarto cigarrillo y miraba pensativamente el vaso de caña dorada, que tenía frente a sí. Todavía pensaba, en que no era posible que hubiera cambiado tanto, ni que la muerte de su madre lo dejara tan desamparado y tan cobarde... Era como si fuera un niño que se hubiera perdido en una aglomeración de gentes extrañas... ¡Antes de eso, era tan prepotente y tan seguro de sí!... Como de un sueño se acordaba del día en que murió su madre; el entierro y las cosas que siguieron... Los parientes y las gentes que lo compadecían por fórmula, mientras él sentía un dolor tan intenso y una sensación de desamparo tan grande, que tenía ganas de morirse también... Y los amigos que lo acompañaban, pero que no entendían su desesperación... ¿Cómo podían saber que al morirse su madre, él perdía toda su seguridad?... Eran unos insensibles y habían tenido la suerte de criarse huérfanos de un cariño tan absorbente, como el que ahora lo dejaba solo y desorientado...

Empezó por huirle a los amigos. No podía soportar ni el cinismo de Mazzanedo, ni la petulancia envenenada de García. Felizmente el gordinflón de Alava, estaba lejos y no tenía mucho interés en volverlo a encontrar... Sus hermanos que estuvieron unos días, le dijeron que siguiera estudiando en Santa Fe, pero él sabía que eso era imposible. Además; ¿para qué?... No le interesaba ser picapleitos, ni preocuparse ni de sus propios problemas... ¡Sólo la bebida le daba ánimos!... El alcohol le hacía sentirse él mismo y se agarró desesperadamente a él...

Y después, lo de la Olinda... Una de las noches en que vagaba semi embriagado, sin saber qué hacer y con el temor de irse a dormir, la encontró en una de las callejas que desembocan en la Bajada Vieja. El encuentro los sorprendió a ambos y la mujer, sin hablar, lo miró como un perro humilde... Él le habló y sintió por ella la misma conmiseración que sentía de sí mismo... Y terminó acompañándola de regreso a su rancho, donde durmió... Desde entonces ese era su refugio y la mujer cuidaba de él, como de su hombre...

Pocas veces andaba por el centro. Una vez entró en el Tokio a tomar unas copas y debió soportar la falsa alegría de varios conocidos, que se sentaron a su mesa y bebieron a sus expensas. En cuanto pudo zafarse, pagó y salió como quien sale huyendo, en dirección al río y pasó dos horas sentado en la barranca, viendo reflejarse las nubes en la ancha corriente... ¡En realidad tenía miedo!; y era su timidez, disimulada con el disfraz de sus desplantes anteriores, que había salido a la superficie, aflorando en su verdadera personalidad. La muerte de la madre lo había dejado como si estuviera desnudo... Seguía llevando armas por la fuerza de la costumbre, pero ya no le daban sensación de seguridad como antes, sino más bien de temor...

Se sirvió otra copa. Olinda había salido a hacer la compra para la comida... Solo, escondido y con el calor de la caña en el estómago, se sentía casi bien!... Si pudiera volver a ser el de antes y andar por el mundo con el pecho afuera y la cabeza erguida y desafiante!... Pero no había caso, su voluntad había desaparecido...

Ya era la segunda vez que veía pasar a esa vieja bruja, esa mañana... Le pareció que lo miraba con insistencia y que cuando lo vio, sus ojos adquirieron un brillo extraño. Todavía, cuando se alejaba sujetando con sus manos sarmentosas los riñones doloridos, se dio vuelta varias veces... ¿Quién sería y qué querría?... Poco después la olvidó y recordó la noche, que en esta misma pieza, mientras se vestía fumando un cigarrillo, recibió la puñalada que le hizo caer de rodillas...

Sin querer, sentía cierta admiración por la astucia del mestizo... Se había deslizado adentro del rancho, sin que ni él ni Olinda, hubieran sospechado su presencia... ¡Ni un felino hubiera atacado con tanto sigilo!... ¡Pero al final qué porquería!... ¿Qué es lo que estaba haciendo en este rancho inmundo?... Y esta porquería, tenía seguramente la culpa de todo lo que le pasaba... Si no hubiera sido por la puñalada que le pegaran, quién sabe el tiempo que hubiera vivido doña Ángela!... Y quién sabe si él no hubiera seguido siendo el de antes...

Tomó otra copa. Ya su mente estaba nublándose y miraba el humo del cigarrillo, divirtiéndole sus contorsiones... Se olvidó completamente de todos sus problemas y se sintió bien. Canturreaba repitiendo una melodía popular que se le había pegado insistentemente en el oído... En eso entró Olinda y él la encontró bonita, como una flor silvestre, con su pelo negro alisado en un pequeño rodete, que daba a su piel un color moreno, con claridad de bronce... Se levantó y cuando la mujer de espaldas, dejaba la pequeña cesta de las provisiones, la abrazó mientras farfullaba palabras tiernas... Ella se reía sintiendo cosquillas y él la apretujaba, mientras por sobre la bruma del alcohol que le oscurecía la mente, se veía a sí mismo, descendiendo, rebajándose hasta un nivel animal, cuyas satisfacciones eran la caña y hembras de ínfima categoría, como ésta que suspiraba entre sus brazos...

 

Juan Mariano Areu Crespo

 

Capítulo XXII de la novela Bajada Vieja. Areu Crespo fue pintor, grabador, escritor y escribano. Nació el 20 de mayo de 1909 en Totana, Murcia, España y falleció en Buenos Aires el 2 de febrero de 1989

Ilustración: Bajada vieja, pintura de Zygmunt Kowalski.

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