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El extraño ahogamiento de Casimiro

domingo 05 de noviembre de 2023 | 3:52hs.
El extraño ahogamiento de Casimiro
El extraño ahogamiento de Casimiro

Casimiro quedóse largo tiempo abstraído en la gaya lámina de su libro de texto, que representaba el fondo del mar, un verde claro, cruzado por el argenteo de peces grandes y pequeños que nadaban en todas direcciones, entre algas y fantásticas plantas submarinas, de un verde oscuro y maravilloso, como jamás había visto.

Mientras la profesora, una muchacha morena, larguirucha y con un defecto en la vista, que la hacía continuamente parpadear, de pie frente a un amplio cartelón, en que aparecían dibujadas las distintas especies de peces, iba señalándolos con un largo puntero, a la vez que explicaba sus principales características, la imaginación exaltada de Casimiro se sumergía en el fondo azul y frío de aquel mar pintado en la lámina de su libro. Sentía ligeros escalofríos por todo el cuerpo, como si su tierna piel fuese ceñida por la frialdad del agua.

-El pez espada, que lleva en la mandíbula superior una especie de espada, y de allí procede su nombre -decía la voz aguda de la maestra.

Casimiro entretanto pensaba en los buzos, seres fabulosos, por los cuales experimentaba una atracción y admiración sin límites. Eran hombres que al hundirse en el agua se transformaban en peces, y andaban entre estos y hablaban con ellos un lenguaje desconocido para los humanos.

Casimiro oyó pronunciar su nombre, como en sueños, tal como cuando lo despertaban por las mañanas. Alzó la mirada, que tenía el reflejo verde del mar, y parecía llena de algas, y dijo con voz apagada:

-Los buzos son peces humanos. Toda la clase se echó a reír, hubo cuchicheos y algunos niños sonrieron irónicamente y con suficiencia de hombres. La profesora se quedó con el puntero en el aire, indecisa entre darle una reprimenda a ese alumno distraído o proseguir la lección. Al fin, lo amonestó suavemente. Tenía una gran debilidad por ese muchacho de aspecto enfermizo, desatento siempre, que cuando se le preguntaba algo salía contestando otra cosa.

-Usted, Casimiro, está muy distraído, y si no pone más atención, tendré que castigarlo.

Casimiro escuchó muy serio la advertencia de la maestra, prometiéndose a sí mismo no distraerse más. Cruzó los brazos y fijó la mirada en el cartelón cubierto de peces. Pero sólo escuchó las primeras letras de la maestra porque insensiblemente su imaginación lo arrastró entre aquellos peces de todo tamaño y de aspecto a cual más extraño y quimérico. La fantasía de Casimiro, a manera de otro pez, describía círculos alrededor de un plateado y airoso tiburón que, con su enorme cuerpo, ocupaba gran parte del cuartel. ¡Qué espanto el que sentiría el buzo tras la ventanilla de su cabezota de acero, viendo rondarle aquel feroz animal! Pero, ¿qué pensaría el tiburón de aquel nuevo pez, cubierto de una piel tan rara, y que no se parecía a ninguno de los que él conocía?

Casimiro apartó la vista del cartelón, y volvió a posarla en la lámina de su libro. Todos aquellos peces no le producían placer al mirarlos, sino curiosidad. En cambio, le fascinaba ese pedazo verdeante del mar, lleno de plantas de formas caprichosas, en que la ligera arena de su fondo le traía el recuerdo del lecho limpio de algunos arroyos, en que solía mojar sus pies descalzos.

Pero lo subió a la superficie del fondo de sus sueños submarinos, el llamado de la maestra. Casimiro sobresaltóse, y permaneció un rato con los ojos entornados, como si le costase acostumbrarse a la luz solar. Era tan tenue y difusa aquella luz del fondo del mar.

-Dígame usted, Casimiro -le preguntó la maestra, señalándolo con el puntero-, ¿por qué los peces no se ahogan como nosotros debajo del agua? Casimiro se levantó todo turbado de su asiento y tras titubear un rato, contestó:

-No se ahogan porque están en su tierra.

La maestra hizo un gesto de impaciencia, y oyendo algunas risitas aisladas, preludio de una risa general, golpeó con el puntero en la tarima, exigiendo silencio, y luego volvió a preguntar, como si no hubiese oído bien:

-¿Qué dice?

-Sí, señorita, en su tierra insistió Casimiro.

Una explosión de risas y burlas conmovió a toda la clase. Gritos, chillidos, silbidos, bolitas de papel que surcaban el espacio en todas direcciones. Casimiro sintió en el cuello la picadura de una munición, lanzada con una cerbatana. A duras penas la maestra consiguió apaciguar la bullanga y poner orden de nuevo. Una vez que la clase se hubo calmado, le dijo a Casimiro que se pusiese en un rincón, cara a la pared, y así lo tuvo hasta el final de la clase. Durante todo el tiempo que Casimiro estuvo de plantón, su mente se fingió las más extravagantes y extraordinarias aventuras submarinas. Y se prometió a sí mismo, cuando fuese mayor, y pudiera hacer su santa voluntad, ponerse dentro de una escafandra, y vivir en el fondo de los mares, entre los peces y las misteriosas plantas acuáticas.

Aquel día, por ser sábado, las clases terminaban temprano. Casimiro tuvo una ocurrencia. Irse a bañar al "pasito", ese famoso y delgado brazo de agua, que le sale a la bahía cerca del puerto de la ciudad. Se juntó con dos compañeros, que sabían nadar muy bien, y que, como acostumbraban pasarse largas horas en las aguas del “pasito”, conocían los lugares peligrosos, que se emboscan bajo la superficie tranquila. Era la primera vez que Casimiro cometía esa travesura. Nunca había estado allí. En las varias ocasiones que sus amigos lo habían querido llevar se rehusó a ir, amedrentado por la leyenda que rodeaba a ese riachuelo y por lo que se refería acerca de ahogados y desaparecidos misteriosamente bajo sus aguas. La vista de la lámina lo había impulsado a ir a aquel paraje, lo que para él constituía temible y extraordinaria aventura. Cuando Casimiro y sus compañeros llegaron al "pasito" era casi mediodía. Estos, habituados como estaban, se desnudaron rápidamente y se lanzaron al agua. Aquél, más tímido y novato en esas andanzas, se desvistió más despacio y con gesto acobardado. A él no le atraía el placer del baño, sino contemplar con sus propios ojos ese mundo de plantas y animales extraños que habitan en el fondo del agua.

Mientras los dos amigos de Casimiro se alejaban de la orilla, Casimiro penetró en el agua con precaución, despacio, tanteando con los pies el fondo, para no caer en un pozo. Luego se volvió dándole las espaldas, para que no lo viesen cuando se apretaba la nariz con la mano y se zambullía cerrando los ojos. Pero enseguida volvió a sacar la cabeza fuera del agua, respirando con ansiedad. "Casi me ahogo", pensó temeroso. Afligíale sobremanera que no pudiese abrir los ojos cuando estaba sumergido, para extasiarse con las rarezas que allí se ocultaban. Tenía la idea que estando bajo el agua con los ojos abiertos, éstos se le llenarían de agua y se quedaría ciego.

Se le aproximó uno de los compañeros, y le animó a zambullirse, diciéndole que no le pasaría nada.

-Abrí los ojos cuando estés abajo. No te va a pasar nada.

La presencia de su compañero y sus palabras, le hicieron perder en parte el miedo, y se dispuso a zambullirse por segunda vez. Gran hilaridad causó a su compañero verle cogerse la nariz con el índice y el pulgar de la mano derecha, como con una pinza. Casimiro sumergióse cauteloso.

Entonces, el compañero, por gastarle una broma, le aferró la cabeza entre las piernas, a modo de tenaza, impidiéndole moverse. Lo tuvo así un breve tiempo, que a Casimiro le pareció un siglo. El que lo sujetaba sentía, bajo sus piernas, los forcejeos y sacudidas que daba Casimiro que, cuando salió a la superficie, abría la boca de a palmo y agitaba los brazos con desesperación. Y si su compañero no lo sostiene, vuelve a hundirse otra vez.

Sus amigos se desternillaban de risa ante sus gesticulaciones y movimientos grotescos. Pero la cosa había sido más que una broma. Casimiro no sólo se había pegado un gran susto, sino que había tragado una buena cantidad de agua. Poco faltó para que perdiese el conocimiento. Cuando consiguió recobrarse un tanto, y percibir el peligro que había corrido -así al menos lo creía él-, sufrió una crisis nerviosa, seguida de sollozos.

Entretanto, sus compañeros, que empezaron a dejar de tomar la cosa a risa, llevaron a Casimiro a la orilla. Media hora larga se la pasó echado de bruces, sacudido por un llanto convulso. Y se hubiera quedado allí quién sabe cuánto tiempo, si sus compañeros no se empeñaban en tranquilizarlo, obligándole a levantarse casi a la fuerza. Lo único que dijo Casimiro una vez de pie, con tono de reproche, fue: "El susto que sentí... Ahora ya sé lo que es ahogarse". El chapuzón le había afectado profundamente.

La tardanza que puso Casimiro en volver a casa, en contra de lo acostumbrado, produjo en sus padres gran inquietud e intranquilidad. Como pasaba el tiempo, y el muchacho no llegaba, preguntaron por teléfono a la escuela. De allí, por supuesto, le contestaron que hacía más de una hora que había salido. Preparábanse ya para ir en su busca, cuando entró Casimiro cabizcaído, con la mirada mustia, con los labios de cera y muy pálido.

-¿Dónde estuviste?-preguntóle el padre,

Con los ojos puestos en el suelo, Casimiro disponíase a responder, cuando irrumpió una hermana suya, la cual al par que le revolvía el pelo con la mano, gritó: -Se ha estado bañando. Tiene todo el pelo mojado,

-¿Dónde estuviste? -le repitió la madre.

Casimiro levantó la cabeza lanzando a su hermana una mirada suplicante, y luego dejóse caer, desfalleciente y silencioso, en un sillón.

-¿Qué te pasa? -volvió a preguntar la madre azorada. Y corrió a tocarle la frente, para ver si tenía fiebre. Y la madre se afligió, porque aquella frente ardía. Casimiro retuvo la mano de su madre, apretándola fuerte, sin pronunciar palabra.

-¡Vos estás enfermo!

Como si no le hablasen a él, Casimiro siguió triste y ausente, con la mirada perdida en el vacío. Pareciera estar contemplando algo que estaba más allá de las paredes que le rodeaban. Su boca infantil abríase con soñadora sonrisa. Oía lo que pasaba a su alrededor, lo veía todo; pero apagadamente, como se oyen y ven las cosas a través del agua. Sus padres, su hermana, se le aparecían borrosos, empañados, con las líneas del cuerpo ondulantes y acuosas. Casimiro sentíase ya sumergido en el fondo de su maravilla submarina, entre grandes y curiosas plantas, y peces verdes, azules y argentados. Para permanecer en el fondo del agua no necesitaba escafandra, ni ninguna otra suerte de protección. Sólo le molestaba un poco, haciéndole cosquillas, el agua que le penetraba por la nariz. En los labios sentía su frescor, como si los aproximase a los bordes de un vaso de agua.

Entre la madre y el padre lo ayudaron a levantarse y lo llevaron a la cama. Le tomaron la temperatura, y el termómetro señaló treinta y ocho grados. Llenos de zozobra, llamaron a un médico. Éste examinó detenidamente a Casimiro, extendió una receta con su lapicero de oro, y con una sonrisa rutinaria y profesional en los labios, tranquilizó a los padres diagnosticando una ligera fiebre causada por trastornos intestinales. La verdad es que el médico no había podido dar con el origen de la rara enfermedad. Se despidió, prometiendo volver por la noche.

Casimiro seguía viendo a los que le rodeaban; pero cada vez en forma más turbia y vaga. Lo que apenas podía era oírlos, con los oídos llenos de agua como los tenía. Su madre le preguntó varias veces cómo se sentía; él se limitaba a contestarle moviendo la cabeza.

Poco después le cogió un gran frío, comenzando a tiritar y a castañearle los dientes. Le arroparon con dos gruesas frazadas; pero fue inútil. Aunque Casimiro se cubrió los ojos, pronto el agua empapó las frazadas, y sintió tanto frío como antes. El agua que, poco a poco, le penetraba, con ligeros cosquilleos, por las narices, íbale llenando el cuerpo, como a una vasija. La sentía a la altura del pecho, en el mismo lugar que le había llegado cuando estuvo en el "pasito", aunque esta vez era por dentro. Tenía la sensación de que una vez que su cuerpo se colmase de agua ésta se le escaparía hacia fuera por la boca, por los oídos, por la nariz, confundiéndose con aquélla en la cual se encontraba sumergido. Entonces, ya sería en todo semejante a un pez, pudiendo ir de aquí para allá, bajar, subir, caracolear a su antojo, y permanecer en suspenso en mitad del agua, moviendo levemente las aletas y accionando el timón de la cola. Ni siquiera se estremecería de frío, como ahora.

Hacia el atardecer le aumentó la temperatura, empezando a delirar, en voz alta. Farfullaba de peces, de algas, de pulpos y espadas, de agua y buzos. Sus padres, angustiados, no quisieron esperar hasta que volviese el médico, y lo llamaron por teléfono.

-Doctor, ¡este chico se muere! -exclamó la madre, con los ojos arrasados por las lágrimas al entrar el médico. Aunque no entendía nada de enfermedades, su instinto de madre le decía que Casimiro estaba muy grave.

En ese mismo momento, Casimiro se llevó la mano derecha a la nariz, apretándole fuertemente con el índice y el pulgar, como había hecho en el "pasito", y gritó:

—¡Me ahogo!... ¡Denme una escafandra!...

Todos quedaron perplejos y acongojados al oír esos gritos angustiosos y ese pedido tan extraño. El médico corrió hacia el lecho, e intentó separarle la mano de la nariz. Pero fue inútil, porque ni bien Casimiro se desasía de las manos del médico, tomaba a apretársela mientras seguía clamando por una escafandra.

Y así expiró Casimiro, desvariando, murmurando desatinos, pronunciando palabras ininteligibles, e interrumpiéndose a cada momento para decir que se ahogaba; que le dieran una escafandra; que el agua estaba muy fría.

 

Gabriel Casaccia 

El cuento es parte del libro El pozo y otros cuentos. Casaccia (Asunción 1907/Buenos Aires 1980) es considerado el padre de la literatura paraguaya. De adolescente estudió en el Colegio Nacional de Posadas y residió en esta ciudad desde 1935 y hasta 1951. Su novela Los Exiliados está ambientada en la capital misionera y se cree que La Babosa, su obra cumbre, fue escrita en Misiones.

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