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La cremería

domingo 05 de noviembre de 2023 | 3:50hs.
La cremería
La cremería

Don Catalino Sureda, según como se levantara, caminaba para un lado o para el otro.

Vivía justo en la curva doble, allí donde el camino espiralea en ese.

Unas cuantas gallinas, una decena de patos, dos lecheras y un sulky para ir a comprar la provista, era todo lo que tenía en la vida. Lo otro se lo llevó el vino, solía decir amargada su mujer. Por suerte, las gallinas empollaban todo el tiempo, aunque cada tanto aparecía un pollito aplastado por las ruedas de una camioneta que, en la curva doble, no aminoraba la marcha.

A la curva de don Catalino Sureda la llamaban, La Cremería. En los tiempos de bonanza, cuando aún había aliento para el campo, alguien puso una fabriquita. Sacaban crema y hacían quesos para vender en la ciudad cercana. Ahora, sólo quedaban los despojos: vidrios rotos, puertas sacadas de cuajo y el techo que amenazaba levantarse con cada tormenta. Allí vivía don Sureda. Y su mujer. En una libreta de almacenero, cuadrada y sucia, ella llevaba la cuenta de los días que no se hablaban. Cada mañana lo primero que hacía era abrir la libreta, poner la fecha y luego una cruz. Así, día tras día, ya llevaba contados más de treinta años. Fue después de la partida del último hijo, cuando se quedaron solos. Ella tenía las manos cuarteadas de hacer el tambo, mañana y tarde. Pero no fue por el tambo, fue porque ninguno de los hijos quiso quedarse y seguir viendo cómo volvía maltrecho, don Sureda. Para el este, a poco de andar, le quedaba el bolicho. El pueblo estaba más lejos: quizá a tres leguas. Allí se dirigía las tardes de verano, esas que son largas y entran en la noche, inacabables.

A la mañana para un lado, a la tarde para el otro, cada estación, sin importar las heladas o el sol del norte, lo encontraba caminando. Ni siquiera el ataque, en la mitad de la vida, lo frenó a don Sureda.

-El vino le estalló en la cabeza -le decía su mujer a los pollos cuando él salía con el bastón.

Andaba con dificultad. Con un sombrerito de paja espantaba los mosquitos. Iba a buscar su vino todos los días. A veces, el encargado de El Colonial, lo levantaba de la banquina ya entrada la noche. Don Sureda era un bulto oscuro rodeado por el viento.

La Cremería comenzó a funcionar y él a changuear por el pago. Entró como peón. No le mezquinaba al trabajo y le quitaba horas al sueño para poder adelantar, decía. Su mayor ambición era levantar una casita y así juntarse y esperar a los hijos. Había venido de lejos: algunos pensaban que del norte, pero él aseguraba que de la provincia de Córdoba. Cuando el vino lo tomaba, contaba una historia deshilachada a la que nadie prestaba atención: el viejo usaba el látigo para los quince. La mama se escondía con los changuitos debajo de la mesa. La tapábamos, hacíamos una rueda a su alrededor. Cuando el látigo me hizo esto, me fui. Se corría el pelo hacia el costado y mostraba una cicatriz larga y abultada que seguía hacia el cuello.

Qué habrá sido de ellos, balbuceaba. Luego perdía los ojos a través de la ventana y no decía una palabra más, aunque se le siguiera la conversación.

Trajo a la novia a La Cremería e hicieron proyectos. La muchacha era guapa. La casita de una pieza, fogón a leña y excusado al fondo, pronto tendría dos habitaciones y baño adentro. Ella también hacía el tambo preñada, o después, con el crío a cuestas. Cuando vino el segundo ya tenían cocina y heladera a kerosene. Pero el tercero nació muerto. Era varón y Sureda lo esperaba con ansias. No quiero más chancletas, le decía a su mujer, cuando nazca el varoncito, vos en la casa y él me ayudará en el tambo. Y hablaba todo el tiempo del que iba a nacer. La llevó al hospital y allí esperó. Cuando el médico salió a anoticiarlo, lo miró fijo y se fue al bolicho del pueblo.

Tomaba siempre unas copitas a la noche, sobre todo los domingos. Pero nunca como esa vez. La culpa es de las heladas y de esta porfiada que sigue maneando las vacas al amanecer, murmuraba y pedía otro vino.

Ella enterró sola al bebé. Una vecina la ayudó con los críos y con el tambo.

Allí empezó. De tanto en tanto. Semana por medio. Cada vez que iba al pueblo. Mandados al bolicho. Pretextos para llegar al bar.

Después vino el varón y luego otro, pero a don Sureda ya no le importaba y sólo hablaba del muertito.

Un día el patrón liquidó el tambo. Le dijo, Ya no se puede trabajar, Catalino, vendo el campo, las vacas, todo; me empleo en la ciudad, con mis suegros. Te dejo unas lecheras y el sitio por si querés quedarte. No vale nada, a quién se lo voy a ofrecer. Te lo cambio por lo que te debo. No puedo indemnizarte.

Don Sureda se quedó viviendo en La Cremería. La casita se le fue apocando mientras él seguía yendo, mañana y tarde, hacia un lado o hacia el otro, y quedaba de noche en la banquina. Soñaba que había caído en un pozo profundo y húmedo, que el viento lo rodeaba y a veces la oscuridad se convertía en una niebla blanquecina. Volvía a ser pequeño. Su madre lo acunaba y los hermanos corrían alrededor de la mesa.

Si pasaba el encargado de El Colonial, lo llevaba de vuelta a La Cremería. Su mujer gruñía, lo ponía en el catre y salía a insultar a los perros.

Cuando la inundación barrió con lo poco que había en la casa, se corrieron al tinglado de La Cremería. La mujer le arrimó algunas chapas y tapó lo agujeros con bolsas. Criaba pollos sobre una pequeña loma, hacía la quinta, vendía leche y huevos en el pueblo. Se acostumbró a renegar con los bichos y a hablar con ellos. Cuando increpaba a los hijos lo hacía como si hablara con Sureda; pero a él no lo miraba. Los hijos partieron y ella no le dirigió más la palabra.

-No tiene mala bebida -decían los vecinos-, sólo chupa y recuerda.

A veces, cuando un camión dejaba el aire compacto y febril como un telón de polvo, don Sureda aparecía como un fantasma saliendo de la nube de tierra. Otras, hacía dedo, y algún desconocido que buscaba charla por un rato lo acercaba hacia el caserío.

El ataque le dio una madrugada. Su mujer reparó en que no se levantaba y fue a verlo. Parecía muerto, pero abría un ojo y decía unas palabras que ella no podía entender. Creyó que era el fin pero se equivocó. Todavía faltaban muchos años. Contrariamente a lo que dijeron los médicos, se recuperó pronto.

-Le dará otro ataque. Ni hay que gastarse -se dirigía la mujer a los hijos-. Sureda siempre contraría.

Volvió con un bastoncito y la promesa de cuidarse.

Pero enseguida rumbeó al este. Y cuando las fuerzas lo ayudaron, hizo las leguas hacia el pueblo.

Tampoco pensaban que moriría en su cama, y que una noche cerrada, bien en sus cabales, llamaría a su mujer.

El viento golpeaba las chapas desencajadas y aullaba entre las tipas. Se acomodó a medias en el catre y pidió que le pasara más cobijas. Ella, de pie, lo miraba desde la puerta. Dijo:

-Hace tanto frío- y empezó a hablar: de su padre, del látigo, de sus hermanos, de cuánto había extrañado a su madre y cuánto había sufrido la partida de los hijos, y de cómo la había querido, perdón le pidió, que lo perdonase. Ella seguía parada y se recostó contra la pared.

Después: que por favor le dijese siquiera una palabra para no irse sin escuchar su voz.

Ella lo miró largamente.

-Por favor —murmuró.

La mujer no se movió de su sitio durante un largo rato. Luego se acercó y le cerró los ojos.

 

Patricia Severín

El relato es parte del libro Mamá quiere ver las rosas y otros cuentos, editorial Contexto. Severín tiene publicado además Helada Negra (2016), Muda (2018), La Tigra (2018), entre otros.

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