Reivindicación de la argentinidad del tango

miércoles 14 de julio de 2010 | 0:00hs.
Ernesto Sábato cumplió el 24 de junio, 99 años y este número, de alto significado simbólico, lo convierte en el escritor vivo más importante de América, condición logicamente impulsada por su vasta obra. Y su obra, paradójicamente, no es simbólica, sino corpórea, como él suele referirse a las cosas concretas. En 1963 publicó Tango discusión y clave. Entre sus páginas refuta, con su clásica lucidez, al escritor Carlos Ibarguren, en materia de argentinidades.
Los millones de inmigrantes, dice Sábato, que se precipitaron sobre este país en menos de cien años, no sólo engendraron dos atributos del nuevo argentino que son el resentimiento y la tristeza sino que prepararon el advenimiento del fenómeno más original del Plata: el tango.
Este baile ha sido sucesivamente reprobado, ensalzado, satirizado y analizado, pero Enrique Santos Discépolo, su creador máximo da  la definición más entrañable y exacta: Es un pensamiento triste que se baila.
Carlos Ibarguren afirma que el tango no es argentino, que es simplemente un producto híbrido del arrabal porteño. Esta afirmación no define correctamente al tango pero lo define bien a Carlos Ibarguren. Es claro: tan doloroso fue para el gringo soportar el rencor del criollo como para este ver a su patria invadida por gente extraña, entrando a saco en su territorio y haciendo a menudo lo que André Gide dice que la gente hace en los hoteles; limpiándose los zapatos con las cortinas.
Pero los sentimientos genuinos no son una garantía de razonamientos genuinos sino, más bien, un motivo de cuarentena; un marido engañado no es la persona en mejores condiciones para juzgar los méritos del amante de su mujer.
Cuando Ibarguren sostiene que el tango no es argentino y sí, un mero producto del mestizaje, está diciendo una considerable parte de verdad, pero está deformando el resto por la pasión que lo perturba.
Porque si es cierto que el tango es un producto del hibridaje, es falso que no sea argentino ya que para bien y para mal no hay pueblos platónicamente puros y la Argentina de hoy es el resultado -muchas veces calamitoso, es verdad-    de sucesivas invasiones, empezando por la que llevó a cabo la familia de Carlos Ibarguren a quien, qué duda cabe, los Cafucurá deben mirar como a un intruso y cuyas opiniones deben considerar como típicas de un pampeano improvisado.
Negar la argentinidad del tango es acto tan patéticamente suicida como negar la existencia de Buenos Aires. La tesis autista de Ibarguren aboliría de un saque al puerto de nuestra Capital, sus rascacielos, la industria nacional, sus toros de raza y su poderío cerealista.
Tampoco habría Gobierno, ya que nuestros presidentes y gobernadores tienen la inclinación a ser meros hijos de italianos o vascos o productos tan híbridos como el propio tango. Pero qué digo: ni siquiera el nacionalismo soportaría la hecatombe, pues habría que sacrificar a los Scalabrini y los Mosconi.