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Como el café: dulce, negro y caliente

lunes 03 de enero de 2022 | 6:00hs.

Por Ramón Claudio Chávez Ex juez federal

Las fiestas de fin de año nos invitan a reflexionar, a pensar las cosas que pasaron, las que nos pasaron, y en cierto modo, a olvidar lo positivo para detenernos en la catástrofe.

Nos pasó a la Raela y a mí en medio de tantas cosas lindas vividas durante nuestra colorida relación.

Quizás sin darnos cuenta, nuestras charlas y risas pasaban a cierto color ocre de la melancolía, que uno no sabe bien a qué se debe o cómo explicarla.

En ese tiempo ella estaba insatisfecha de ciertos logros que podrían ser pequeños, pero eran importantes.

Yo no la vi venir, pensaba que era algo pasajero, que tendría que ver con otras cosas, quizás de su casa, o de su lógica expectativa de progresar.

Como suele decirse, el noviazgo ingresó “en una meseta” que había cambiado el nivel mágico de alegría que ella les brindaba a las salidas, las ocurrencias y a las relaciones afectivas tan cargadas de abrazos, caricias y besos interminables.

Analizando la crisis, pensé que podría existir un tercero en discordia, ella lo negó categóricamente e insistió que quizás era el momento de “tomarnos un tiempo”. Me dijo que había días que quería marcharse del pueblo, buscar nuevos horizontes, aunque no sabía bien por qué sentía eso.

Muchas veces noté ese dejo de melancolía y pensé que podría ser el responsable de ese estado, se lo pregunté y ella me respondió que yo no tenía nada que ver con eso.

Acordamos no vernos por un tiempo, tres meses o algo así. Esos tres meses fueron como tres años y cualquiera sabe que esas licencias transitorias pueden convertirse en definitivas.

Como no íbamos a viajar me tomé la mitad de la licencia en el Banco y continué trabajando, esperando que mi ilusión hacia Raela tome el camino que debía tomar.

Con algunos amigos nos íbamos al Chimiray los domingos y evitaba la discoteca o los bailes para no cruzarme con ella.

Me había dicho que yo no era la causa del problema, la solución no dependía exclusivamente de mí, no quería tampoco meterme en una decisión que debía adoptar ella en forma independiente.

Raela y su capacidad para relacionarse: se reunía con un grupo de amigas de su generación, entre ellas descendientes de polacas y ucranianas, con las que compartía momentos de ocio. Con Catalina y María tuvo más empatía, pero el grupo era bastante amplio.

El grupo de inmigrantes polacos y ucranianos se asentó en el Sur de la provincia, donde laboraban la tierra y conservaban sus tradiciones.

Los otros inmigrantes, alemanes, suecos, finlandeses, suizos, prefirieron la zona Centro o Norte de la provincia, pero no todos eran agricultores, algunos se dedicaron con éxito al comercio o al trabajo industrial.

Era muy común que los padres eligieran las parejas de sus hijos, tratando siempre de que el candidato/a sea de la misma raza.

Los descendientes no compartían esa mirada y esto era un tema de disputa familiar, que muchas veces terminaba mal.

Era común que los colonos expresaran “es mejor que nuestros hijos se casen con ‘nuestra gente’”.

Pasaron los carnavales y se hizo un baile en el club Unión, vino un grupo importante y me fui. El club estaba repleto, las mesas y sillas ocupadas, así que había que pararse en los rincones o circular por los pasillos. Caminando veo venir a Raela, bella, con un vestido escotado que resaltaba su atrapante figura.

Era inevitable cruzarnos, la miro a los ojos y le digo simplemente:

–¡Hola!

–¡Negro querido! -y me abrazó fuerte un tiempo largo-. ¡Cuánto te extrañé!

–¡Yo también! -le dije.

No me soltó la mano en toda la noche, se la veía rebosante de alegría, era la Raela de siempre.

Bailamos, nos reímos, tomamos, me presentó a sus nuevas amigas y les dijo que no iba a regresar con ellas.

Después del baile me dijo:

–Quiero que tengamos la mejor noche de amor.

Me pareció prudente saber cómo transitó ese tiempo de distancia, cómo acomodó sus pensamientos que nos alejaron.

–Fue simple, Gordo. Hablamos mucho con Catalina. Ella tenía un quilombo enorme en su casa, su padre quería que se case con un vecino, descendiente de la colectividad. La polaca no quería y como tiene mucho carácter, enfrentó a sus viejos: “Déjenme elegir a mí y si no quieren, yo me voy de casa. Para mí el hombre que me gusta debe ser como el café: dulce, negro y caliente”.

Le dijeron de todo, pero finalmente, ante la muestra de carácter, tuvieron que aceptar su decisión.

-Yo pienso exactamente lo mismo, Negro -me dice Raela.

-Amor, no sé si soy tan dulce y más que negro, soy marrón glasé.

–¡Sos re dulce y también sos negro!

“Como el café: dulce, negro y caliente”.

La cortamos acá porque estamos dentro del horario de protección al menor.

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