Hidrofobia y eutanasia animal

miércoles 30 de junio de 2021 | 6:00hs.

Cuenta en sus memorias Juan Domingo Perón que su abuelo médico fue diputado por el partido de Bartolomé Mitre, presidente del Consejo Nacional de Higiene, equivalente al Ministerio de Salud de hoy, y que anduvo hasta en la guerra con el Paraguay. Se hizo muy famoso, no por aquellos cargos, sino por ser el primero que usó en la Argentina la vacuna antirrábica humana y como profilaxis en los perros, eliminando a los vagabundos.

Los recientes casos de hidrofobia con muertes registradas, uno en humano y otro en un can en la provincia de Buenos Aires, deben poner en alerta el sistema de salud en pueblos y ciudades que han relajado los controles y vacunaciones de esta enfermedad mortal que no tiene cura.

A mediados del siglo pasado se reportaban cientos de perros infectos, infinidad de personas mordidas y las víctimas que fallecían con dolorosas parálisis espasmódicas, sin que perdieran sus facultades mentales.

A fines de los años 50, el doctor Espíndola, veterinario de Corrientes, la contrajo y supo describir los síntomas mientras soportaba los padecimientos que terminaron con su vida. Los últimos enfundado en chaleco de fuerza y rodeado de sus amigos quienes le asistían al réquiem de despedida. Se contagió atendiendo un bovino atragantado con una naranja que le impedía respirar. A los pocos días muere el animal sin diagnóstico causal ni haberse tomado las medidas precautorias post mortem que en zona de rabia se impone. Pasado un mes, tras abrir el grifo de la canilla, sintió que el chorro del agua reverberando la luz del día atravesaba su vista como pequeñas descargas eléctricas dificultando la visión. Repitió el acto sintiendo la misma sensación. Notable, el rechazo al brillo del agua en movimiento fue el primer síntoma que le indicó que había contraído hidrofobia. Personalmente, el último caso de rabia canina que observé fue en el Lazareto Municipal, después de la erradicación nunca más, salvo la forma paresiante en bovinos.

La lucha en el municipio posadeño comenzó a mediados de los sesenta en adhesión al programa nacional. Consecuentemente, la comuna recibe del Instituto Malbrán una jaula perrera y las dosis de vacunas para iniciar la campaña de inoculación. En el vivero municipal, de la avenida 115, se construye el lazareto adonde iban a parar los perros capturados. Los que no eran retirados a los diez días se los sacrificaba a efectos de mantener un equilibrio en la población canina. Como modalidad, se dio inicio a la vacunación en anillo desde la periferia al centro de la ciudad fijando puestos permanentes.

Tras años de vacunación se pudo establecer que la población canina alcanzaba en 1984 los 14 mil animales, promediando 12 mil canes inoculados que representaba el 80% de cobertura, cantidad óptima para mantener una ciudad libre del mal. Sistema de vacunación que permitió individualizar mascotas y propietarios barrio por barrio. Tanto, que los enlazadores al capturar un perro sabían de antemano si era vagabundo o tenía dueño.

En 1979, el Foro Nacional de expertos en lucha contra la rabia decide continuar con la vacunación masiva, la captura y sacrificio de canes sin dueños, operativo al que la comuna posadeña adhirió. 

Pero los tiempos, hoy, han cambiado y la pregunta que indefectiblemente debe contestarse: ¿Cuándo el hombre racional debe determinar el control de las especies irracionales? La contestación debe partir de la premisa de que todo animal tiene derecho a la vida y al bienestar, tanto físico como sicológico dentro del espacio o hábitat donde se desarrolla. El límite lo debe dar la supervivencia del género humano y su protección. Ésta va desde la concepción de Epicuro, quien decía: “El fin del hombre queda reducido a lograr la felicidad posible en este mundo. Consiste en evitar el dolor, que es el único mal, y conseguir la mayor cantidad de placer, que es el único bien. Todos los seres vivientes buscan los placeres y huyen de los dolores”. Murió a los 73 años aguantando dolencias crónicas del riñón por el placer de vivir. En el otro extremo, Sócrates, acusado de asebeia, fue condenado a morir bebiendo cicuta. Pudo salvar su vida eligiendo el destierro o huyendo de Atenas. Pero significaba abjurar de sus ideas éticas y prefirió beberla. Al morir encarga que sacrifiquen un gallo al dios Esculapio, “por el placer de sacarle de esta vida dolorosa”. Entre medio de estos extremos, el hombre debe decidir cuándo terminar con la vida de otras especies mediante la eutanasia.

El profesor Leopoldo Estol, especialista de bienestar animal y presidente de la Asociación Latinoamericana de BA, define: “La eutanasia, en el aspecto estrictamente veterinario, debe considerarse matanza humanitaria”. Es cuando se elimina a un animal por su propio bien con el fin de aliviar dolor, acortar el sufrimiento de una enfermedad incurable, incluso por demanda alimenticia (faena en frigorífico). Ya que lo matamos con métodos que los “animales humanos” consideramos de no infringir un dolor adicional o un sufrimiento excesivo e innecesario al sujeto.

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