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El Paíto de Rosita

miércoles 16 de junio de 2021 | 6:00hs.

Salí a caminar por el sector de los alrededores de la chacra 45, pues resido en calle Lavalle casi pasaje Labat. Zona rebautizada Residencial General San Martín por ordenanza municipal, nombre desconocido para los vecinos posadeños porque siempre fue el barrio de la cancha Atlético, club ubicado, precisamente, en el centro barrial. A nuestro frente tiene lugar la chacra 46, asentamiento del legendario Tajamar, por años barrio olvidado de calles de tierra, pasadizos intrincados y cunetas insalubres por derrames de letrinas, cuyas aguas servidas corrían libremente a cauce descubierto inundando el ambiente de mal olor y mosquerío, motivo repugnante por el cual la infección e infestaciones estaban a la orden del día. Suerte que las aguas escurridas se desagotaban en la laguna que daba nombre al barrio y allí se estancaba sin ningún tipo de filtraciones, de lo contrario, el arroyo Itá, qué tiempo se hubiera contaminado.

Todo el Tajamar empezó a cambiar para bien cuando el Bicho Luján como intendente de Posadas, acompañado de la infatigable diputada provincial Pinocha Freire, llegó al barrio una mañana de año 1974 con un decreto que disponía la titularidad del terreno a quienes habitaban en sitio fiscal perteneciente al municipio. Con el tiempo, algunos de los favorecidos vendieron el lote y emigraron; otros se quedaron y trataron de arreglar de alguna manera su morada; los nuevos edificaron chalet o edificios de alto de manera que hoy, el barrio, exhibe orgulloso nuevas construcciones: la Epet Nº1, el jardín de infantes y el salón de ejercicios del IPS, enmarcado con las remozadas cuatro avenidas que realzan su contorno (Corrientes, Tacuarí, Lavalle y Centenario). Más acá, en el tiempo, llegó el adoquinado de sus calles, las cloacas y el buen alumbrado público que lo elevaron definitivamente como barrio residencial.

Pues bien, desandando el recorrido me topé en una esquina con dos chiquilinas atendiendo un puesto improvisado de ventas de ropas y libros usados. Oh sorpresa, encontré un viejo ejemplar de Paíto, el renombrado libro escrito por la dúctil pluma de Rosita Escalada Salvo. Siempre imaginé que se trataba de una lectura destinada a los alumnos de la primaria; al leerlo comprendí mi prejuicio e ignorancia, pues trata de una novela de ternura inconmensurable en escenarios actuales e idos de nuestra querida Posadas.

Convengamos, el ser humano, desde principio de los tiempos, está cargado de prejuicios; entendido como la opinión negativa que formamos sobre algo o alguien de manera anticipada y sin el debido conocimiento. Es prejuzgar en sentido lato. Y La ignorancia, frecuente en políticos de este tiempo, no es más que la ausencia de conocimiento de manera que limita el pensamiento y nos lleva a cometer errores. Me pasó con la novela de Rosita; su cautivante relato invita a rememorar tiempo de niñez como etapas vividas y observadas en perspectivas. Recuerda los huecos de casitas humildes de las barrancas del Paraná más allá del Parque Japonés, recovecos donde Mandioquín mascullando salía en busca de conchabo sin que nadie supiera si rezaba o maldecía, seguido por sus perros marca calle.

Paíto es el niño que no conoció a su padre ni a su madre y se fue a vivir al Chaquito con el abuelo, barrio de casuchas de madera construidas de uno y otro lado de las vías férreas y bordeada por la laguna San José y el río. Aguas que en las crecientes impiadosas todo lo inundaba y todos debían abandonar a refugios municipales. También el natatorio en tiempo de calor y de la pesca para llenar la olla, de lo contrario, el pobrerío de la extrema pobreza debía rebuscarse entre los desperdicios de basurales. La novela hizo recordar, entre otros recuerdos, la vieja Placita de aquel mercado de avenida Roque Pérez en cuyo frente, en la fábrica de cigarros, doña Pancha era inigualable en el armado del tabaco. Tuvo suerte Paíto porque un turco de alma caritativa lo apadrinó y le dio trabajo para que vendiera diarios como canillita; fue su encuentro con las letras porque nunca fue a la escuela. Ya más grande el corazón le dio un brinco por una niña rubia de los alrededores. Y, al final, como tantos chicos pobres del interior del país, Paíto emigró a Buenos Aires en busca de mejor destino.

La novela, como resumiera la mendocina Valenzuela Pérez, “es una historia individual que refleja la historia colectiva y exhibe lo escindido de la condición humana. Sus gestas son la voz de los débiles, de los desposeídos, de los que sienten el humillante orden de un mundo que descansa sobre la fuerza del mandamás, del poder del gobierno mal administrado, del poder del dinero. Pero la chispita de amor que recibe el protagonista en su azarosa vida, desde su nacimiento, produce la apertura hacia el otro y la búsqueda de su propia superación como individuo. La vulnerabilidad de los derechos del niño degradado desde su origen; y una tierna caridad, lucecita encendida en la tiniebla y cuidada por la ternura de personas providenciales: el abuelo, el turco, la noviecita”.

La novela expone la tremenda fragilidad de los derechos del niño, hoy más que nunca avasallados. Unicef revela que el 30% de los chicos argentinos son pobres. Ocho millones de seres humanos que sufren esta despiadada humillación. Y sus padres, lumpen de los marginados sociales, se debaten entre el límite de conseguir trabajo o delinquir. El crudo diagnóstico de la UCA indica que actualmente, de cuatro chicos que se sientan a una mesa, solo uno come todos los días.

Sin embargo, hay políticos que siguen con la manía de aplicar el recauchutaje como ciencia y no usan la inteligencia de cómo solucionar esta tremenda ignominia; a la inversa, agrandan la grieta ideológica sin atisbo de menguar problema tan denigrante, o cuando menos tratar de discutir soluciones mejoradoras que la seriedad requiere. Y sin importarles el sufrimiento de los otros, ya están pensando alegremente en las próximas elecciones haciendo cálculos de probabilidades. Así nos va.

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