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La corrupción no es exclusividad de nadie

domingo 19 de junio de 2016 | 6:00hs.
Está de moda la corrupción y hay que reconocer que no sólo en nuestro país. Aquí se aplicaría cabalmente el proverbio mal de muchos, consuelo de tontos: si nuestros vecinos también son corruptos será que no es tan grave la cosa. Pero no es así. El dicho es sabio justamente en la última palabra: sólo los tontos se conforman con la maldad cuando hay mucha.
Lo que quiero decir es que la cantidad no hace a la calidad de la corrupción. Puede ser que robarse casi nueve millones de dólares de todos los argentinos provoque males terribles a muchas personas, sobre todo si pensamos en lo que se pudo hacer con ese dinero en materia sanitaria o de educación, pero por la magia del efecto mariposa nunca vamos a saber si fue mas dañino el robo de mil millones al Estado que el de un chicle en el maxiquiosco de la esquina.
Es tan corrupto el que se queda con un vuelto por descuido del cliente como el que entierra millones de dólares en el jardín de un convento. Es tan corrupto el que lava dinero robado al pueblo como el que te pregunta si necesitás la factura. Es tan corrupto el que amaña licitaciones con sobreprecios del 200 por ciento como el que se alegra porque en el supermercado no le cobraron el dulce de membrillo. Es tan corrupto el que pide retornos para adjudicar una obra como el que se ofrece a darlos si se la adjudican y como el que se cuela en la fila del trencito a Encarnación. Es tan corrupto el que hace política con dinero sucio como el que miente los golpes en el golf. Es tan corrupto el referí que se hace el zonzo con la mano del jugador peruano como el conductor que se mete media cuadra contramano para ahorrarse 350 metros. La corrupción no es exclusividad de nadie: se corrompen los pobres y los ricos, los de derecha y los de izquierda, los varones y las mujeres, los viejos y los jóvenes...
¡Pero entonces somos todos corruptos! No señor, y le voy a explicar por qué. Bueno, mejor que lo explique Francisco, que para eso es Papa y lo sabe decir mejor que nadie.
Desde hace muchos años Jorge Bergoglio hace una distinción que asombró al mundo cuando la empezó a decir como Papa: “Pecadores sí, corruptos no”, porque son cosas bien distintas y lo que distingue a uno del otro es el perdón. El corrupto es un pecador que no se arrepiente, que se instala en el mal y no siente ningún remordimiento ni necesidad de pedir perdón por el mal que ha causado. Un pecador, en cambio, es quien se da cuenta de que ha hecho algo malo, por grave que sea, pero se arrepiente y pide perdón. Si tiene fe, sabe que hay que pedir perdón primero a Dios, que siempre perdona. Y si no tiene fe le voy avisando que la justicia humana es bastante injusta y también inclemente al lado de la divina y la diferencia entre una y otra es que a Dios no le podemos escapar.
Pero al Estado no le importa si usted cree o no cree en Dios; tiene sus leyes que son iguales para todos y su modo de hacerlas cumplir. Si el delito cometido afecta a otras personas, de carne y hueso o jurídicas, el delincuente tiene obligación de restituir lo robado o el mal que provocó. Las penas que impone la ley tienen ese objetivo, pero además pretenden que quien comete un delito no lo repita y a veces para lograrlo nos mete en la cárcel (en la Argentina las cárceles son para seguridad de todos y no para castigo de nadie).
La misma palabra corrupción significa que algo ya está podrido y no tiene arreglo. El corrupto se establece en el mal y no piensa ni volver, ni arrepentirse ni pedir perdón a nadie. Ha decidido hacer el mal sin escrúpulos y sin que se le mueva un pelo. No le importa su fama y es capaz de fregarse en la de su familia y en sus amigos. Los demás conocen su conducta y el Club de los Corruptos le entrega un carnet que certifica su condición vitalicia. Ya todos saben que hace trampa, que acepta coimas, que exige retornos y que entierra el efectivo. Lo saben sus compinches, pero también los funcionarios, los empresarios, los jueces y hasta las monjitas y los obispos que no preguntan de dónde viene la plata. Muchos se tientan con su canto de sirena que hace rico al más pobre en dos segundos, siempre que se anime a cruzar la delgada línea verde dólar. En poco tiempo le sale cara de corrupto y empieza a llamar imbéciles a los honestos. Se cree el más vivo, rápido, sabelotodo y triunfador y piensa que está rodeado de esos tarados, lentos, pavotes y perdedores de cuarta que son los honestos.
Hay un modo de distinguir a un corrupto sin importar la calidad o cantidad de sus delitos. El corrupto nunca acepta que hizo algo mal y siempre redobla la apuesta… hasta que lo agarran tirando millones de dólares por encima de la pared del convento.

Por Gonzalo Peltzer
gpeltzer@elterritorio.com.ar