Ancianidad: exclusión o inclusión

sábado 12 de octubre de 2019 | 6:00hs.
José Miérez

Por José Miérez Gerontólogo

Comunidad misionera: hacia fines del siglo XX la prolongación de la vida y la disminución de la mortalidad han hecho que mucha gente viva muchos más años y la denominada tercera edad se volvió casi tan larga como las otras dos.
Según la Primera Asamblea Mundial del Envejecimiento en Viena, 1982, se considera anciano a toda persona mayor de 60 años de edad. Pero sabemos que para muchos gerontólogos la edad cronológica no es un criterio valido, porque el proceso de envejecimiento no es idéntico para todas las personas; hay grandes diferencias según el género, el nivel socioeconómico, el nivel educativo, el contexto ecológico-social, el estilo de vida y el impacto de los acontecimientos históricos sociales que afectan el curso de la biografía personal.
Quienes se dediquen a la construcción de establecimientos para albergar a los ancianos deben basarse en el programa médico, para poder tener el programa de uso y el programa arquitectónico.
Sobre las habitaciones individuales y dobles, la experiencia nos ha indicado que debe sacrificarse la individualidad para alojarse compartiendo la convivencia y tienen que ser de tres o cuatro camas de internación, porque el duelo, cuando fallece uno de los compañeros, se soporta mejor en esa convivencia.
Desde la segunda mitad de la vida activa y en toda la pasiva, soportamos un acoso social por el mero transcurrir de tiempo, más allá de las capacidades individuales.
Había una vez un anciano feliz, era reconocido, su voz se escuchaba con atención, sus consejos eran apreciados por los jóvenes, su mirada lo abarcaba todo, se sentía orgulloso de haber vivido y lo único que le interesaba era sembrar felicidad en aquellos que debían continuar la historia de los hombres.
La vejez es visualizada por nuestra sociedad como una situación vital inevitable y sujeta a un doble discurso. Por una parte, una larga vida es algo deseado y esperado en términos de que nadie desea morirse mañana o antes de tiempo; por otra, se teme a la vejez, a sus consecuencias, al deterioro físico y social que el imaginario social atribuye a los años. Ese doble discurso se expresa asimismo en el conflicto entre la imagen del anciano, consejero respetado y fuerte en su experiencia, y la realidad cotidiana en donde la vejez sufre sistemática discriminación en términos de integración social, que incluye tanto el campo laboral como el familiar o el del esparcimiento.
Señala un estudioso del tema, Claudio García Pintos, que el problema fundamental no es tanto el envejecimiento del individuo sino el envejecimiento de la cultura, es decir una cultura que no está a tono con el perfil de la vejez del momento y se sigue manejando con criterios obsoletos, desactualizados y desajustados a la necesidad de los mayores de 60 años.
En el libro Historia de la medicina, de Lain Entralgo, un estudioso es bien nacido, bien formado, cuando nombra la fuente de datos, donde obtuvo la información.
Hablar hoy de la ancianidad es como evocar un cuento de tiempos idos. Lamentablemente hemos perdido el respeto por nuestros mayores, ya no están presentes en nuestros hogares, han sido excluidos y recluidos a una soledad poblada de aullidos interiores.
Existe también un camino distinto: muchas familias cuidan a sus mayores, los integran y los hacen sentir valiosos. Muchos mayores y ancianos saben cuál es su rol, conservan el buen humor, se ríen de sí mismos, opinan sin imponer sus ideas, evitan cargosear con sus achaques y olvidos. La presencia serena de los abuelos es un remanso de paz para las familias jóvenes, el cuidar a los nietos (hoy más que antes por las dificultades laborales) es una escuela de ternura. La sonrisa de un anciano vale más que el oro y la plata que puedan dejar a sus herederos. En una reunión familiar la opinión de los mayores es valorada cuando es dicha con humildad, sin escándalo, mansamente.
Del libro Oraciones para personas mayores, de Ernesto Giobando: “De la vida no podemos jubilarnos. Pero de otras actividades sí, y hasta es conveniente, sano. En una sociedad donde la medida es el hacer y el tener, el ocio y el tiempo libre es mala conducta. Aprender a retirarme a tiempo es prudencia y sensatez. Hay muchos que no saben renunciar, dar un paso al costado. Siguen contado su dinero, acariciando su billetera, programando inversiones a veinte años… Y pensar que la vida pasa por otro lado, la verdadera vida, la sobreabundante vida. Pienso en tu vida, Señor Jesús, te fuiste en la plenitud de tu edad. Dijiste a tus Apóstoles: “Es necesario que yo me vaya”. También dijiste: “Si el grano no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere da mucho fruto”. Te retiraste a tu Iglesia creció. Te fuiste y descendió el Espíritu Santo para santificar el mundo. No estuviste apegado ni a las cosas, ni a la fama, ni a los milagros impresionantes que hiciste. Te sentiste peregrino y en verdad lo fuiste. Enséñame, Señor, a retirarme a tiempo. Que los demás no sientan el fastidio de mis apegos desordenados. Otros serán más inteligentes que yo. Otros harán las cosas mejor que yo. Otros aportaran ideas nuevas que revolucionaran al mundo. Retirarme a tiempo es parte de la vida, pero no me retiro de la vida. Todavía tengo mucho por hacer, quizá lo que nunca hice. Aprenderé nuevas recetas de comidas. Visitare museos para redescubrir la belleza de la creación. Estudiare idiomas o computación. Haré más viajes, si tengo los medios, y si no, caminare un poco más, veré los techos de las casas, la forma de los árboles, escuchare de nuevo el canto de los pájaros. Tendré más tiempo para escuchar una sinfonía o mi canción preferida, leeré tantos libros que quedaron para mañana. Aprovechare para estar con mis seres queridos, poniéndoles el oído para resarcir tantos apuros y justificaciones. Retirarme de las cosas que me ocasionaron tantos dolores de cabeza, no es renuncia, sino premio. Enséñame, Señor, a retirarme. Enséñame, Señor, a descubrir todo lo que me falta para ser feliz y hacer feliz a los demás. Amén”.
Finalmente, los viejos están más cerca de Dios. Aumenta en ellos el deseo de la oración y los frutos de esta dimensión espiritual son la sabiduría y la alegría interior.