2017-02-27
Las cataratas de la Victoria
“… Nos queda la catarata. El brevísimo apunte que hemos hecho de ella corresponde a su aspecto exterior, vista desde la distancia mínima de mil metros. Densas nubes de agua vaporizada velan la caída de las aguas. Según la presión atmosférica y el grado de humedad, los vapores ascienden a veces en ralos cendales que en breve se desvanecen. Algunos arcos iris desvanecidos coloran aquí y allá la neblina. Esta es la visión externa y lejana, volvemos a repetirlo, de las cataratas del Iguazú, y es la que percibe el turista desde el belvedere consagrado por el uso. Cosa muy distinta es afrontarlas a su mismo pie, y es allí donde únicamente se adquiere el sentimiento de las grandes caídas de agua. Ignoro qué modificaciones ha sufrido hoy el paisaje circundante y si se ha facilitado el acceso al pie de las cascadas. Tal vez sí.
En el abismo
“Pero cuando hace veintiséis años Leopoldo Lugones y yo conocimos la catarata de la Victoria, no hallamos otro modo de descender al cráter que lanzarnos a la ventura en compañía de no pocos peñascos sueltos. Los bloques de basalto del fondo, adonde caímos por fin, estaban cubiertos de un musgo sumamente grueso y áspero a la vez cubierto literalmente de ciempiés. Diez minutos antes, allá arriba, las cataratas, su albor y su iris esplendían al sol radiante de un día singularmente calmo y dulce. En el fondo de la hoya, ahora, todo era un infierno de lluvia, bramidos y viento huracanado. El estruendo del agua, apenas sensible en el plano superior, adquiría allí una intensidad fragorosa que sacudía los cuerpos y hacía entrechocar los dientes. Las rachas de viento y agua despedidas por los saltos se retorcían al encontrarse en remolinos que azotaban como látigos. No reinaba allí la noche, pero tampoco aquella luz diluviana era la del día. Helados de frío, cegados por el agua, chorreantes y lastimados, avanzábamos sobre un dédalo de piedras semisumergidas, cada una de las cuales exigía un salto e imponía una brusca caída de rodillas so pena de desaparecer en el agua insondable que corría entre aquéllas con velocidad de vértigo. Un paisaje de la era primaria, rugiente de agua, huracán y fuerzas desencadenadas era lo que la gran catarata ocultaba al apacible turista del plano superior. Y no estábamos sino al pie de los pequeños saltos".
Las escalerillas
"En el informe que sobre su viaje a la región elevó Lugones, creo que aconsejaba la aplicación de escalerillas de hierro a la muralla, con el objeto de facilitar el acceso hasta el fondo del cráter. Si se han colocado por fin, lo ignoro. Al regresar aquel día, náufragos y maltratados de nuestra exploración, se nos dijo que éramos los primeros en haber alcanzado hasta allá. De cualquier modo, satisface el alma haber adquirido en aquel caos de otras épocas el verdadero sentimiento de las cataratas”.
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