Ychyry

domingo 23 de agosto de 2020 | 1:30hs.
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Vasco Baigorri

Había llegado el tiempo en que los varones dejan de jugar con las niñas y estas empiezan a preocuparse con seriedad profesional de su aspecto.

Era la edad de las sensaciones y los interrogantes eternos de la vida.

Pasaron riéndose muy fuerte y a los empujones, por la calle ancha de tierra que bordea al pueblo, con esa alegría contagiosa de muchachos en vacaciones, que -como gallos- precisan mostrar sus incipientes plumas.

Lo vieron, sentado en la galería sombreada de la casa de madera, estudiando.

-Eh! dejá los libros un rato, falta para marzo, vamos al arroyo. ¡Dale!!!, gritaron mientras le hacían señas y morisquetas.

- No puedo, la tía…

- Vení, no te achiques, un rato nomás. Para refrescar la siesta.

-Bue, voy. Dijo cerrando el libro casi con una cachetada y salió corriendo para juntarse con los amigos sumándose al entrevero de risas, gritos y abrazos.

El tereré quedó suspendido en el aire, la escena pareció congelarse. Las tres se miraron con la picardía asomándoseles juguetona en los ojos.

-¿Vamos? dijo una, el “No” de la respuesta sonó muy poco convincente y con el segundo “Vamos”, menos interrogante que imperativo, se pararon. Conocían, como todos los del lugar, otro camino para llegar al arroyo. Más largo sí, pero otro.

Sus ropas livianas de verano dejaban ver esos cuerpos desarrollándose sin pedir permiso.

Ya estaban buscando la huellita que las vacas de Don Pedro hicieron para llegar al agua más arriba de donde se estarían bañando. Querían verlos, espiarlos desde no muy lejos. La ansiedad las estaba ganando. Una cosa son los hermanos chiquitos y otra estos que no eran ni chiquitos ni sus hermanos. No sentían necesidad de disimular entre ellas, se conocían desde hacía mucho y habían hablado demasiado, confesándose amores y dudas.

- Volvemos enseguida, ¿eh? Un ratito nomás. Dijo la que puso en palabras el deseo de sus amigas.

- ¿Qué pasa si nos descubren mironeando?

- No nos van a ver, respondió la tercera mientras apuraba el paso. Pero si no te callás nos van a escuchar.

Un mogote de takuarembó fue el escondite elegido. Apartaron un poco, con suavidad, las finas cañas para poder ver. Apenas unos veinte metros las separaban de ellos que se tiraban agua, unos a otros, sin cansarse de reír y gritar. La excitación de la travesura las hacia tomarse de las manos, verlos desnudos sin correr riesgos era mucho más de lo que podían esperar.

Siempre le pareció simpático, agradable, lindo, no sabía porque, pero ahora se moría por verlo salir de esa corriente que lo acariciaba. Tenía una sensación distinta en el vientre y la boca seca.

Nunca salió del agua, solo pudo ver, en un momento, sus nalgas bien formadas, resaltando blancas en contraste con la espalda oscurecida por el sol. Justo cuando parecía que él iba a darse vuelta sintió el tirón en el brazo.

-¡Vamos ahora! La urgieron sus amigas. Al mirar de nuevo hacia el arroyo vio que ya estaba nadando. Se levantó y volvieron riéndose de la diablura y de los comentarios que entre las tres cotorreaban mientras se juraban no contárselo a nadie, ni al cura, “Nunca Jamás”.

No fue solo esa noche, sino muchas más, que su mano acompañó el recuerdo de aquel cuerpo deseado y mil fantasías se pasearon por sus sueños adolescentes.

Pasó marzo y él no volvió; la vida y la facultad se lo tragaron para siempre.

Los veinte años la encontraron en pareja y una siesta fresca de un caluroso verano, mientras los cuerpos descansaban de una amorosa batalla, sintió que la mano de su compañero bajaba de los pechos a su vientre, mientras le preguntaba “¿En qué pensás?”

-Nada, me acordaba del arroyo nomás.

Relato inédito, forma parte del libro de próxima edición “Olivares en los basurales de Quilmes”. Vasco Baigorri, es licenciado en Periodismo.