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domingo 26 de julio de 2020 | 0:30hs.
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Rosita Escalada Salvo Escritora

Primero se escuchó como un piar sordo, un cuchicheo casi, un secretear en la calidez del nido. Luego el rumor fue creciendo a medida que la luz se filtraba, débil, fresquita y luego con más intensidad dando tonos amarillodorados a las hojas, a los troncos. Iba a ser un día límpido, tranquilo. Un día de visitas.

La primera en recordarlo fue la tía Engracia, con su tono de voz cascado. Luego el tío Miguel, que dijo quién sabe! Tal vez este año no vengan. Pero siempre vienen, terció el abuelo, que nunca decía nada. ¡Sí, van a venir, cómo se les ocurre que se olvidarán del aniversario! Exclamó la abuela.

Es que en un año pasan tantas cosas...volvió a dudar el tío Miguel. Acuérdense de Juancito, quién lo hubiera dicho. Fue en la Nochebuena, agregó dolido el abuelo. Déjense de recuerdos tristes, increpó la abuela. Y preparémonos, que a lo mejor llegan dentro de un rato.

La luz fue penetrando la espesura de la selva, haciendo el aire más tibio, luego cálido y húmedo. Un vaho de hojarasca dormida. Un aletear continuo. Y la piedra centenaria, enhiesta, con alguna lagartija sinuosa. Alguien con ojos distintos hubiera descubierto un jardín, donde lianas y helechos se entrecruzaban con enormes güembés y ortigas gigantes.  Plantas rastreras moradas alfombraban el suelo, trepaban sobre panteones, nichos, tumbas, borrando señales, inscripciones, vestigios.

 A media mañana el tío Miguel dijo con voz grave: pues no vendrán. Le dolía la ilusión de los dos viejos, pero mejor decepcionarlos ahora. Un año de espera es mucho, aún cuando ya no cuente el tiempo.

 -¿Por qué no? esta vez fue Mario, el que vino de Italia y a quien la gente considerara un loco, el que apuntó: todavía es temprano. Y rememoró: ella era la única que se deleitaba con mis ocurrencias; tomaba mi mano y pedía ver los enjambres. No tenía miedo. Y las abejas saben cuando alguien las teme. La miel corría por las comisuras de sus labios pequeños y en los ojos tenía una eterna sonrisa. Sí; era la única que no dudaba de mis relatos; la única para quien el viejo baúl guardaba secretos y encantos. Al menos ella, va a venir. Sí; va a venir...





 A pleno mediodía las voces se confundían, todas en semi tono. Y un olor denso, rancio, de velas de sebo, llenaba el ambiente. Los pasos retumbaban, iban, volvían indecisos, quedaban un tiempo demorados y se alejaban definitivamente.

No eran ellos. Los hubieran reconocido.

 Les dije que no crearan falsas expectativas, volvió a insistir el tío Miguel, quien secretamente se estremecía con cada ruido, con cada motor que llegaba y se silenciaba. Es que habrán dejado la visita para la tarde; les queda lejos, ahora. Antes vivían en el pueblo. Era la abuela que quería convencerse.

 Antes, cuando vivían... Hay cosas que mejor no recordar. Y no es por ingratitud. Cada uno tiene trazado su camino y su destino. Creemos que la elección es nuestra, pero todo es como debe ser. Una araña teje en las alturas, o en las profundidades, el sendero que transitaremos. Pero de eso, sólo nos enteramos después.

 A la hora de la siesta cantaron dos guacamayos. Un tucán fosforescente deleitó la vista de la gente, posado en lo más alto; estuvo como en exposición largos minutos, se dejó sacar fotos y luego emprendió airoso un vuelo sin retorno. Por ser el día que era, además de los deudos, unos pocos turistas recorrían el lugar, circundado de ruinas.

 La hora pesó en la humedad y la modorra, invitando a la meditación en el silencio profundo del monte.

 La voz del abuelo sonó con amargura: ya no vendrán. Quizás nunca más vuelvan. Quién sabe si se acuerdan de nosotros... Y bueno; es lógico. Algún día habría de suceder, suspiró la abuela. Estamos condenados a la soledad; es parte de nuestra situación; pero, por lo menos, se hacía llevadera sabiendo que todos los años ellos vendrían. La última vez lo noté carrasposo a Julián; no me gustó nada ese chillido en el pecho. Y mi hermana tenía un color muy pálido. ¡Tal vez... no! De ser así, nos hubiéramos enterado enseguida, dijo el abuelo. Es que no siempre la comunicación es fácil. A la tía Engracia la encontramos pronto, pero con Juancito  ¡cuánto pasó!

Aunque sea ella vendrá. Es joven, reflexionó Mario, y siempre nos tuvo un afecto especial. Tal vez se demoró en el camino. Las rutas, en un día como hoy, están muy transitadas...Me hubiera gustado escucharla, tiene la voz tan alegre; me trae reminiscencias de cuando yo era...

El sol, en esos lugares, se oculta rápido. Y entonces las sombras comienzan a alargarse, a confundirse con espíritus de leyendas. A crear supersticiones en el alma crédula de la gente.

Casi nadie se anima a permanecer en esos sitios; menos si por ahí, casualmente grita el ataja caminos.

- Creí que no llegábamos. Es tarde, pero aún tenemos algo de luz natural. Entremos.

- La verdad es que me da miedo.

-  ¿Miedo de qué? Ni siquiera hay víboras por acá.

-  ¿Te acordás cuáles eran? Siempre nos cuesta encontrarlos, y más con esta penumbra.

- Era por aquí. Sí, debe de ser‚ ésta.  ¡Qué descuidado todo! Al menos la Municipalidad hubiera mandado machetear y limpiar el terreno!

- Aquí está la otra. Y las otras. Unidos, como lo estuvieron en vida.

-¡Qué lástima, se partió la losa! También, con los años que tienen...

- Tío Mario, ¿te acordás cuando me llevabas a ver a las abejas?  Y me dabas miel en los panales? Nunca más volví a comer miel de panal... ¿Y tu baúl de Italia? ¡cuántos secretos! Juancito, ¿por qué la noche de Navidad?  ¡Qué disgusto, qué dolor, para tu padre! Jamás volvió a tocar la guitarra, que tanto le gustaba. Es que le dieron la noticia en plena fiesta. No debiste hacerlo. Ya sé que tenías razón, que no te comprendía, que un joven tiene otras aspiraciones, y que la chacra... En fin, a qué lamentarlo ahora... Tía Engracia...nadie como Usted para las tortas fritas, los días de lluvia. Tenían un sabor tan especial; un sabor a infancia. A veces intento hacerlas, pero no me salen, ni con grasa de cerdo. Será la mano, como dicen.

- Me quedan estas velas, para los abuelos. Y apurate, que se hace noche.

-¿Sabés? Tengo la sensación de que nos estuvieron esperando... No me puedo ir todavía...

El monte, la selva, ya son una masa oscura. Algún leve aleteo pesado hace pensar en los murciélagos, únicos transeúntes de la noche.

 En la luz oscilante de cabitos de vela aún encendidas se encandilan las mariposas surgidas de quién sabe dónde, que inevitablemente queman sus alas y caen, como adornos, sobre las viejas tumbas del antiguo cementerio jesuítico de Santa Ana, ya casi olvidado por todos y sólo visitado por alguno que otro deudo en el Día de los Muertos.

El relato es parte del libro Los  Lunes Lentejas Editorial Universitaria de Misiones 2001.