Uruguay, el mito de la sangre charrúa

viernes 13 de julio de 2018 | 5:00hs.
Alfredo Poenitz

Por Alfredo Poenitz Historiador


El tema del aporte guaraní a la formación de la sociedad uruguaya incomoda a la tradicional historiografía de ese país que considera que fue formado exclusivamente con la inmigración europea, “que han venido de los barcos”. Al mismo tiempo sostienen el argumento de las raíces charrúas de la región. La mayoría de los uruguayos, entonces, desconocen la influencia que los guaraníes tuvieron en los orígenes de esa sociedad rioplatense.
En las últimas décadas, varios historiadores se han preocupado por desmitificar el origen charrúa del Uruguay. Los más representativos son Oscar Padrón Favre, Rodolfo González Rissoto, Ana Ribeiro y aún Alberto Methol Ferré.
Hacia fines del siglo XVII, la población de Misiones representaba el 54% del total de habitantes de las provincias rioplatenses.  El principal recurso alimenticio para semejante población era el ganado vacuno que se había multiplicado prodigiosamente en la Banda Oriental, conocida entonces como la Vaquería del Mar. Para aprovisionar a sus pueblos, los jesuitas enviaban cada tanto, al sur de la Banda Oriental a grupos de  troperos guaraníes que efectuaban gigantescas arreadas de vacunos hacia el norte. Cada una de aquellas excursiones dejaba más guaraníes radicados en la Banda Oriental.
España se valió repetidamente de los guaraníes de las Misiones Jesuíticas para combatir a portugueses y charrúas. Por ejemplo: miles de guaraníes llegaron reiteradas veces para desalojar a los portugueses de la Colonia del Sacramento. En 1702 el gobierno español de Buenos Aires echó mano de 2000 guaraníes para enfrentar a los charrúas en la sangrienta batalla del Yi, un choque que duró cinco días. Luego, entre 1724 y 1726, otros 2.000 guaraníes llegaron para levantar la naciente ciudad de Montevideo.
Pero el número de familias de origen guaraní que se fueron radicando en la campaña oriental aumentó considerablemente a partir de 1750, cuando comenzó la decadencia del sistema misionero. Ese año, a través del Tratado de Madrid, España acordó entregar a Portugal parte de las Misiones a cambio de Colonia. Los guaraníes se resistieron al acuerdo lo que derivó en la llamada “Guerra Guaranítica”. Muchas familias escaparon en ese momento hacia la Banda Oriental.
El proceso de llegada de guaraníes a la Banda Oriental aumentó aún más en 1767, cuando España expulsó a los jesuitas. El sacerdote alemán Martin Dobrizhoffer dejó constancia que 15.000 guaraníes “se dispersaron en los campos más remotos sobre el Uruguay, para tener pronto su alimento, porque allí abunda el ganado”.
Finalmente, existen otros dos momentos importantes en que grandes masas indígenas llegaron a la Banda Oriental. En 1820, cuando Artigas fue vencido y buscó refugio en Paraguay, 4.000 guaraníes y mestizos, que eran su último apoyo en Corrientes, Entre Ríos y Misiones, cruzaron a refugiarse en la Banda Oriental. Y en 1828, cuando Rivera reconquistó las Misiones Orientales, entre 4.000 y 10.000 guaraníes ingresaron con él al actual territorio uruguayo fundando Bella Unión a orillas del Cuareim.
González Rissoto indica que cerca de 30.000 guaraníes estaban registrados en los libros parroquiales hacia 1851 en el Uruguay, en tanto que en esos mismos registros el número de indios charrúas no llegaba a 100. Los guaraníes, por otro lado, se mestizaron con la población criolla, mientras que los charrúas nunca aceptaron la religión cristiana ni  tampoco mezclarse con los blancos como tampoco las pautas de conducta y trabajo que traían los europeos. En cambio, los guaraníes llegados de las Misiones habían aceptado la fe católica, formaban familias monogámicas, dominaban las técnicas agrícolas y ganaderas del campo y habían aprendido los oficios manuales del mundo rural. Estaban en condiciones ideales de asimilarse sin problemas a la sociedad hispano-criolla, especialmente del campo.
Como en casi toda la región rioplatense donde se dispersó la población guaraní, en el Uruguay, una de las más visibles herencias de dicha etnia está en los nombres de casi todos los accidentes geográficos, como Aiguá, que quiere decir manantiales, o Batoví, que significa seno de mujer. Casi todos los ríos del país tienen un nombre que deriva de una voz guaraní: Arapey, Cebollatí, Cuareim, Daymán, Queguay, Tacuarembó, Tacuarí, Yi. Por supuesto, Uruguay también es un nombre guaraní.
¿Cómo pudo suceder, entonces, que un país que lleva nombre guaraní, olvidara el aporte de estos indios? La mayoría de los investigadores, especialmente aquellos ya nombrados en este artículo, indicaron que existió un deliberado olvido, ya sea para remarcar la “pureza blanca” del Uruguay o para apoyar la creación de un mito charrúa.
Padrón Favre explica que en el auge de los nacionalismos de fines del siglo XIX, en América Latina cada país trataba de tener un indio propio. Ahí apareció el azteca como símbolo de México, a pesar de que en ese país vivieron y viven otra gran cantidad de pueblos indios; el guaraní quedó identificado sólo con Paraguay; y en Uruguay apareció el charrúa como símbolo. El charrúa fue elegido, según este historiador, por una razón muy simple: porque ya estaban muertos. Desde 1760, con el gobierno de Andonaegui de Buenos Aires fueron muchas y variadas las expediciones militares para eliminar al charrúa. Hacia fines del siglo XIX ya prácticamente habían desaparecido de la sociedad uruguaya. Por ello es que los liberales pro-europeos que gobernaron ese país entonces se enorgullecían con la idea de que si los únicos indios de Uruguay habían desaparecido, constituía un país homogéneamente blanco, el único de América. Y como estaban muertos, reivindicar a los charrúas no tenía ningún efecto social.
Ana Ribeiro, por su parte, considera que en 1930 se construyó en Uruguay “el imaginario de un país joven, poderoso, blanco y orgulloso. Estaba claro que no se podía ser blanco y magnífico si se tenía un antepasado indio. Entonces ahí aparecieron los charrúas: el indio indómito, ejemplo de heroísmo y valentía, un pasado muy lejano que no manchaba la pureza blanca del nuevo país ni ofrecía ningún peligro: como estaban todos muertos, podían ser elevados a la categoría de emblema, de mito”.