Una princesa en Loreto

domingo 21 de junio de 2020 | 4:30hs.
Una princesa en Loreto
Una princesa en Loreto

Por Roberto Maack Escritor

Se nota la calidad del vaso. Aunque esté roto y le falte un pedazo. Parece de cristal. De un cristal antiguo y delicado. Con terminaciones y grabados bien trabajados. Está expuesto, junto a otras antigüedades, en el museo de las reducciones jesuíticas de Loreto, en Misiones. Desentona con los vestigios de vasijas y hierros devorados por el tiempo que se reparten en los otros exhibidores. Estos acumulan siglos; el vaso parece haberse caído del primer barco de pasajeros que surcó el Paraná en busca de las Cataratas del Iguazú. Pero ahí está, disputándole protagonismo a los utensilios que usaron los guaraníes en las reducciones cuatro siglos atrás.
Vladislao Vera se anotó en la carrera de Guía de Turismo empujado por los relatos que se contaban en su familia. Su abuelo había sido baqueano de río y tenía muchas anécdotas. De chico sabía que quería trabajar de eso. Primero pensó en estudiar algún profesorado, pero apenas se abrió la carrera de Turismo, no lo dudó. Su primer trabajo fue en la reducción de Loreto. Y el vaso de cristal expuesto ahí, su primer misterio.
¿Y esto? -preguntó cuando el encargado le estaba mostrando el museo, lo que sería su nuevo empleo.
-Lo que ves, un vaso que se encontró en la última excavación, allá cerca de la Casa de los Padres.
- ¿Será de los jesuitas? Parece bastante más reciente -insistió el joven-.
- Dicen que sí, que era parte de los utensilios de los padres. O por lo menos eso decimos acá a los turistas que preguntan. Pero a mí me parece que no tiene tantos años. En el pueblo hay una vieja anécdota de una princesa polaca que anduvo por acá a principio del siglo. Es un vaso muy fino. A lo mejor era de ella.
Vladislao había escuchado la misma leyenda de la princesa polaca pero en su pueblo donde estaba la otra reducción, la de San Ignacio miní, la que estaba mejor conservada.
La versión más conocida, recogida incluso por algunos historiadores, era que una princesa polaca anduvo por estos lugares hace muchos años. Se decía que andaba buscando tierras para quedarse. El pueblo de Wanda (Vladislao tenía una tía que se llamaba así), que queda a cincuenta kilómetros de las Cataratas del Iguazú, lleva ese nombre en homenaje a la princesa polaca.
En San Ignacio, de donde era la familia de Vladislao, el relato popular agregaba detalles. Lo primero, que la princesa era muy bella. Que llegó en un vapor -un buque de esos que tenían unas ruedas o paletas a los costados- con una corte de acompañantes y custodia. El barco estuvo unos días en la costa del pueblo por un problema que tuvo con las piedras al pasar por el estrecho canal del Teyú Cuaré. Y que ancló para la reparación. Lo segundo que se aseguraba en San Ignacio era que la princesa había tenido un romance con un joven lugareño, el baqueano que venía navegando con ellos desde Corrientes. Y que esos días que el barco estuvo anclado la princesa aprovechó para conocer lo que quedaba de los pueblos jesuitas. Así recorrió San Ignacio, Santa Ana y Loreto con la guía del joven baqueano.
Vladislao imaginó a la princesa caminando de la mano del joven lugareño por las ruinas de Loreto, y la vio sentarse sobre alguna de las piedras centenarias debajo de la sombra de los árboles. ¿Habrán bebido algunos tragos de Cointreau, ese licor tan fino, típico de la intelectualidad parisina de época en esos vasos tan delicados?
Sintió que algo muy fuerte y personal lo atraía en esta historia y decidió salir a completarla. Un día tomó el vaso de la vitrina, lo envolvió con varias páginas de diario para que no se rompiera, y viajó a Posadas convencido de que en una cristalería tal vez podrían ayudarlo. Así fue. La dueña del local le confirmó que, por el diseño y la calidad, debía ser de la primera década del año 1900. No antes. Y le dio un dato más: era cristal de Bohemia. La pieza, entonces, había sido fabricada en Europa a principios de siglo XX. Y los padres jesuitas fueron desalojados de la región en el año 1767. Primera parte del misterio resuelto, no era de los jesuitas.
Regresó la reliquia al museo decidido a seguir tirando el hilo de la historia. El origen europeo y la fecha de fabricación eran datos importantes. Vladislao recordaba también que en la familia el abuelo (ya fallecido) era el que contaba la anécdota como si la hubiera vivido. La abuela, que se había casado muy joven, estaba algo sorda pero seguro recordaría algún detalle más de aquella historia.
Decidió postergar la visita para más adelante. Antes necesitaba más información. Fue a la biblioteca del pueblo a leer sobre la monarquía polaca. Así se enteró que Luis Andrés Poniatowski Dagmar Szydłowski, o Luis Andrés I de Polonia fue el primer monarca polaco del siglo XX y reinó hasta su muerte en 1954.
Hijo del entonces príncipe Vladislao de Polonia, se convirtió en el heredero de su abuelo tras la muerte de su padre en 1876. Cuando su abuelo Estanislao III murió en 1890 accedió al trono con 20 años, tiene el récord del reinado más largo en la historia moderna de Polonia con 64 años en el trono.
Entre 1940 y 1946 cuando Polonia fue ocupada por los nazis, Luis Andrés I se exilió en San Petersburgo, después se trasladó a Helsinki con toda su familia hasta el final de la guerra. Tuvo tres hijos: Stanislao, Vladislao y Wanda.
En un suplemento sobre inmigrantes del diario local averiguó también sobre los polacos que se habían instalado en Misiones. Llegaron en dos corrientes. Una antes del año 1900, que se afincó en las localidades de Apóstoles y Azara. La segunda corriente fundó los pueblos de Wanda y Colonia Polana. Es decir que en Polonia sabían de la existencia de estas tierras, de hecho, los inmigrantes habían llegado con apoyo de su gobierno.
La historia de la princesa en Misiones empezaba a tomar forma en la imaginación de Vladislao. Le quedaba averiguar datos sobre el joven baqueano de río. Tal vez en eso su abuela le podía ayudar.
Arregló en ir a verla ese domingo que iba a estar la tía Wanda para ayudar en la conversación. Es que su tono de voz era muy bajo, una contrariedad en su trabajo de guía, y a la abuela le costaba entenderlo. Llegó para la hora del mate a la tarde con el vaso que lo desvelaba envuelto en una toalla. Las dos mujeres esperaban intrigadas. Vladislao fue directamente al punto. Contó en qué andaba, puso el recipiente sobre la mesita y compartió todo lo que había averiguado.
La abuela se esforzó en entender cada detalle, preguntó varias veces, y después habló. Dijo que el abuelo vivía en el río, de un barco a otro, que se pasaba semanas y semanas lejos de la casa. Que conoció mucha gente, pero la anécdota que repetía siempre era la de la princesa polaca. Incluso le había puesto nombres de origen polaco a sus hijos, como la tía Wanda, y por herencia, él mismo, Vladislao. Pero nada más que eso.
La historia parecía terminar allí para decepción del guía de turismo. Guardó el vaso para regresarlo al museo y cuando se preparaba para despedirse, la abuela pareció recordar algo más.
- Esperá, le dijo. Fue hacia adentro de la casa y volvió con algo en las manos.
-Esto era de tu abuelo. El vaso que tenés ahí me hizo acordar. Tu abuelo lo guardaba como un tesoro, decía que era un regalo de una familia que vino de Europa y que conoció en su trabajo de baqueano de río.
Vladislao agarró el envoltorio con mucho cuidado. Parecía seda, un viejo pañuelo de seda. Lo apoyó en la mesa y lo abrió despacio. El cristal estaba muy bien conservado, los grabados eran iguales a los del vaso hallado en Loreto. Una repentina emoción lo invadió. Volvió a sentarse. Tomó el vaso roto y lo puso al lado. Los vasos de Bohemia, separados en las ruinas de Loreto tantos años atrás, volvían a juntarse.

El relato es parte del libro La clave Zipoli (2019)