Un dorado, una esperanza
Por Guillermo Reyna Allan
Sus manos callosas recogieron la “lineada” y con cierto desasosiego observó que nada había “picado”. Reencarnó el anzuelo y, casi impaciente, lanzó lo más lejos posible la plomada. Pensó que así nomás era su vida. Tirando, recogiendo y volviendo a tirar. La mayoría de las veces volvía con la canasta vacía. No había peces, no había esperanzas.
Comenzaban a pesarle los años y eso que recién había llegado a los 60. ¿O eran 65? Ya ni se acordaba.
Sus ojos recorrían espacios. Miraban la costa y volvían al río. Se depositaban en un viejo jacarandá y, con avidez, trataban de otear más allá. Un sauce por allí; un cedro caído, y el monte que se agrandaba y oscurecía.
Tanta soledad agudizó sus sentidos. El olor a humo, seguro venía de alguna chacra cercana, le recordaba momentos felices. Su mamá haciendo el pan casero, su papá afilando el hacha, y ellos, la gurisada, revoloteando de aquí para allá. Jugando con los perros y arrojando lejos la pelota de trapo para que estos la devolvieran a sus manos.
El canto de un “pitogüé” lo devolvió a la realidad. La tanza estaba quieta, sin movimientos que denotaran cercanía del pez que buscaba.
Entornó los ojos, se acomodó el sombrero, y se iba a entregar al sueño cuando sintió el tirón. Rápido de reflejos dejó que la línea se extendiera. ¡Te tengo!, dijo, y lo vio. El salto del dorado, contorneándose en el aire antes de zambullirse otra vez lo sorprendió una vez más.
Majestuoso, el pez daba pelea. Las manos del pescador recuperaban la línea y volvían a darle metros.
Lo iba trayendo de a poco. Tenía que tenerlo a menos de un metro de la canoa para engancharlo.
Pero, ¡no podía!, el dorado iba de un lado a otro; saltaba, agitaba su cola y daba piruetas en el aire moviendo permanentemente su cabeza. Trataba desesperadamente sacar de su boca del anzuelo que lo llevaba, inexorablemente, a su destino final.
La pelea entre el hombre y su presa se hizo extensa. Ambos, cansados, se tomaban un respiro y recomenzaban la “batalla”. Así, una y otra vez, por muchos minutos. Quizás horas.
Con sus manos sangrantes el pescador se dio cuenta que el éxito se acercaba. Vuelta tras vuelta, la tanza y el anzuelo le traían a ese dorado que sería motivo de charla en la ronda de mate “enchamigada”.
¡Ahí está…ahora sí!, se dijo, mientras tomó el bichero para terminar con la faena y subir el pez al bote.
Lo tenía a mano. Tiró con fuerza la línea y lo vio. Allí estaba su presa. Ya no era pez, ahora iba a ser pescado. El animal con un último esfuerzo intentó, una vez más, salvar su vida y pareció entregarse a su final.
El hombre detuvo sus ansias. Tomó al dorado; lo subió a la canoa y, con alguna lágrima en los ojos evitó el sapucay triunfante. Casi con cariño, sacó el anzuelo de la boca lastimada y devolvió el pez al río. Éste, como reconociendo el gesto del hombre, dio tres vueltas semi sumergido en derredor del bote. Pegó un salto más y se alejó con destino indefinido.
El pescador se dejó caer. Exhausto. No sabía si maldecirse o bendecirse. Una sonrisa se dibujó en su rostro y pensó: “¿Valía la pena matar a tan increíble criatura?”. La pelea del animal, aunque instintiva, le dejó una gran lección. Rendirse no era su destino. Morir peleándole a la vida le daba motivo para seguir.
Comenzó a remar. La costa se hacía amiga. Llegó, juntó sus “petates” y, tras acomodar el bote, enfiló rumbo al rancho.
Caminó tarareando: “El viejo río que va…cruzando el amanecer..”. La música de El Mensú le hizo compañía una vez más. Elevó la mirada al cielo, agradeció a Dios y a la Virgencita de Itatí y tuvo un último pensamiento para ese dorado que, de alguna manera, le devolvió la esperanza.