Trilogía de Carapé

domingo 16 de agosto de 2020 | 0:30hs.
Trilogía de Carapé
Trilogía de Carapé

Por Rodolfo Nicolás Capaccio

“¡Nuestro Padre Ñamandú Verdadero, el Primero!
(…) en medio de las ciudades y pueblos de los extranjeros,
hemos de andar rebuscándonos, para que aquellos a quienes
hicimos descender tengan con qué alimentarse…” Oración “Esfuerzo”, a los Ñamandú Recoe. Plegaria de los mbyá-guaraní de Misiones.


El despertar
Carapé, el pequeño mbyá-guaraní, abre los ojos, y mira el follaje. Está contra el cuerpo de su madre, entredormido, y trata de retener por delante el calor que irradian esa cadera enjuta y esos omóplatos salientes. Se abraza a esa tibieza porque sabe que a su espalda se extiende la total desprotección del mundo. Adherido al pezón está su hermano más pequeño, que no camina todavía. Carapé hubiese querido sorber en la noche del otro pecho, pero, como ya camina, su madre reserva lo poco que almacenan esos odres flácidos para el recién nacido.

En la madrugada sintió frío, y ahora emerge de un mal sueño con deseos de seguir amodorrado. Junto con él, puntual, se despierta también el hambre, una inseparable compañía que habita en su estómago desde que naciera. Pese a su corta edad, Carapé ya sabe que ese es el momento más difícil, el trance en que debe entretenerlo para que no comience a desplegar sus uñas y recordarle que es también una parte inseparable de su ser.

Muy arriba las hojas danzan con la brisa mañanera y los pequeños ojos orientales de Carapé las siguen, entretenidos, en su movimiento, porque de esa forma, a medida que se concentra en las que se recortan nítidas contra el cielo azul, y en las más cercanas que están quietas porque la brisa no llega a removerlas, va sorteando el difícil trance mañanero en que no tiene nada que llevarse a la boca.

Su madre ha comenzado a moverse y Carapé se pega a sus ropas para no perder ni un poco del calor que lo ayudó a superar la noche. No es la primera vez que duermen bajo los árboles, de hecho los mbyás-guaraní han dormido en la selva desde siempre, son gente del monte y del río, habituados a tenderse en derredor de los fogones, rodeados por la impenetrable oscuridad de la floresta, tachonada de ojos amarillos y de insectos fosforescentes. Pero ahora amanece y aunque el sueño le pesa en los ojos, Carapé, con los párpados entrecerrados, se concentra en el baile de las hojas más altas hasta que, como teme, su madre comienza a incorporarse.

Ella primero se sienta y desde esa posición recoge la escasa ropa con que se protegieran los tres del frío de la noche. Luego se pone de pie y en su lengua lo insta a levantarse tomándolo de un brazo, mientras con el otro sostiene las mantas viejas y sucias que son todas sus pertenencias y sin que el más pequeño, en todas esas maniobras, suelte el pezón que aprieta entre su boca. Las hojas siguen moviéndose en lo alto, pero Carapé deja de contemplarlas, invadido ahora por el murmullo de voces que a su alrededor hablan un idioma incomprensible. La mañana avanza y con ella el trajín de la ciudad. La plaza donde han dormido está a esa hora transitada por gente presurosa que va a los bancos, a las oficinas. Los comercios levantan sus persianas, los bares exhalan sus aromas mañaneros y es preciso salir a pedir para poder sobrevivir un día más.

Las horas del día
Carapé, su madre y el pequeño hermano se detienen sobre el césped de un bulevar después de haber caminado toda la mañana. El pequeño no llora nunca, porque sabe que no debe desperdiciar las fuerzas y porque el pezón no debe perder nunca contacto con sus labios. Siempre que descansan necesitan sentir la tierra y la hierba bajo sus plantas desnudas, desgastadas por el asfalto de las calles. Sus cuerpos sienten la añoranza de lo agreste, pero saben que deben seguir caminando en la ciudad. Su tierra, lejos, pertenece a otros dueños y el monte donde nacieran ya no existe, convertido en tablones, en muebles, en puertas y ventanas, en tierra arrasada, en suelo expuesto a las lluvias y al sol después de haber permanecido por siglos en la verde penumbra. Los pequeños retazos de monte que subsisten no pueden brindarles más sustento y por eso han venido a este otro enmarañado mundo de tránsito y de edificios regido por códigos que no conocen. En lo que fue su monte apenas son recuerdo los animales para cazar y los frutos que se recogían, de modo que han reemplazado aquella vida de toda la vida por esta nueva de mendigar en las esquinas.

Durante toda la mañana Carapé se ha visto junto a su madre y el pequeño bulto del hermano reflejado en los escaparates. Sus menguados cuerpos han transitado por entre todo lo que se ofrece sin que puedan comprar y se han superpuesto con el de maniquíes vestidos con ropa que jamás usarán. Las tres siluetas han navegado tatuadas por cardúmenes de zapatillas y zapatos de todas las marcas y los alimentos de las vidrieras los han recorrido con destellos de cremas y luces de mensajes que no saben leer.

Luego, en el cruce de dos avenidas, cien veces Carapé ha descendido a la calzada cada vez que el semáforo detiene el tránsito y cien veces ha visto su pequeñez reflejada en la bruñida puerta de los automóviles. De vez en cuando una moneda ha refulgido en su palma y ha corrido a traspasarla a manos de su madre. Carapé no lo sabe, pero él es más desposeído entre todos los pobres. A su lado otros niños compiten por obtener limosnas, vestidos de payasos, haciendo destrezas con naranjas en juegos malabares pero dueños al menos, en toda su miseria, de una lengua que los demás comprenden.

Ahora es pasado el mediodía y bajo una sombra el trío se dispone a comer de su magra cosecha: restos de medialunas abandonadas en las mesas, un pan que les han dado, media botella de gaseosa sin gas. Las monedas debe guardarlas la madre a la espera de que regrese su hombre.

Carapé lleva trozos de pan a su boca sin sentirle sabor al alimento. La madre disuelve también aquella harina con sus encías desdentadas y el pequeño insiste en sorber el pezón. Nada de lo que comen tiene gusto, ni aroma, que son cualidades que perciben los que comen sin saber qué es el hambre. Tampoco lo hacen con voracidad, que es propio de los que comen a menudo y a quienes cuando les falta el alimento los asalta un hambre perentorio. La de ellos es una ausencia histórica de la comida, una carencia heredada que les permite ingerir sin ninguna ansiedad, y aquello que mastican es algo que sus cuerpos resumidos transmutan de inmediato en la energía que les permitirá seguir sobreviviendo.

A la sombra de un árbol se han sentado a comer como si no comieran, con la antigua paciencia que les impone la desnutrición. La ciudad está quieta durante las horas de la siesta y lo ingerido durante ese reposo le servirá a Carapé para tender la mano por la tarde, cuando pasadas las horas de calor agobiante vuelva el tránsito a congestionarse en los semáforos. Allí, de nuevo tendrá que bajar a la calle a competir con los que han aprendido a llamar la atención. Pero es tan pequeño que ni siquiera puede llevar, como otros hacen, sus hermanos dormidos en brazos apelando al antiguo recurso de la lástima. Estará solo, con su madre cerca que amamanta al hermano y él, en esa escena, será apenas dueño de una pequeña llavecita copiada a los blancos, la única herramienta con la que logra, a veces, algún resultado. La única fórmula que logra hacerlo visible entre la monstruosa coraza de la indiferencia. Tras su mano extendida hacia las ventanilla de los automóviles será la frase, dicha en su media lengua: “¿Tené una monenita?”

La noche otra vez
Carapé está de nuevo en la plaza y siente que sólo bajo los árboles encuentra protección, aún bajo esos disciplinados árboles de la ciudad, en algún recóndito lugar de su memoria pervive el recuerdo de un follaje que fue lo primero que vieron sus ojos. Su madre ha buscado el mismo sitio de la noche anterior para tender las mantas, bajo a unas gruesas ramas que dejan pasar desde lo alto destellos de mercurio del alumbrado público.

A medida que transcurren las horas la plaza se transforma. Quienes la transitaran al atardecer han desaparecido y cada sitio lo ocupa un grupo humano que es dueño del lugar a medida que avanza la noche. Carapé los observa curioso y hasta se aleja de su madre para poder mirarlos con detenimiento. Cerca están unos jóvenes de largas rastas y brazos tatuados, con aros y collares que exhiben sobre unas mantas sus artesanías; más allá una madre obesa con varios niños que recorren las inmediaciones bajo su mirada interpelando a los transeúntes; en un banco unos muchachos cantan y tocan la guitarra. Carapé quisiera acercarse, pero la voz de su madre, en guaraní, lo retiene tal como si estuviese sujeto con una cuerda en la cintura.

Ella se ha recostado con el más pequeño y sin otra cosa por hacer, Carapé se tiende a su lado mientras lo envuelven las voces y ruidos de la ciudad nocturna. Lo que consiguieran para comer lo han acabado antes de que la noche se cerrara y habrá que esperar la mañana para salir de nuevo a mendigar. Carapé escucha de tanto en tanto la succión de su hermano, pero sabe que su turno de mamar ya pasó y ahora aquella escasa leche apenas alcanza para que el más pequeño tenga alguna chance si logra un día poner las plantas sobre el suelo. La madre lo sabe mejor, porque ya le tocó desprender de los pechos los cuerpecitos fríos y rígidos de otros dos que no llegaron a ponerse en pie.

Los tres se disponen a dormir con sus estómagos vacíos. Sienten que el hambre está allí, acurrucado en ellos, y todo lo que deben lograr es quedarse dormidos para disolverlo con el sueño.

Como el follaje es ahora una sombra compacta Carapé no ve si las hojas se mueven, de modo que para entretenerse sigue el vuelo de los insectos en derredor de las farolas.

En el transcurso de la noche los tres se irán arrimando para darse calor, aunque la madre no entre nunca en un sueño profundo, atenta siempre por si algo pudiera suceder.

Hacia la medianoche los muchachos de las rastas recogerán del suelo las artesanías que han estado exhibiendo, la madre con su mendicante bandada nocturna se marchará también y por último lo harán los muchachos del canto y la guitarra. Todos dejarán la plaza llevándose algún proyecto para el otro día, y el día vendrá, puntual, con sus transeúntes, la agitación del trámite, las entrevistas, las diligencias y las decisiones. Para Carapé, con su madre y su hermano, la esperanza se resume en esperar que aclare. Pero aún falta mucho para el amanecer. Los tres ahora, más el hambre replicado en cada uno, se han dormido, y sus cuerpos no tendrán más recurso que ir echando mano de sí mismos para estirar la vida. La madre, muy joven, ha perdido los dientes uno a uno, Carapé no logrará crecer mucho más de su estatura y el más pequeño intuye en su inconsciencia que si retira la boca del pezón está perdido.

Por fin llegará la luz y el hambre habrá de despertarse primero que los pájaros. La madre palpará al pequeño para sentir que aún late, y Carapé, pegado a su cuerpo, volverá a mirar en lo alto la danza de las hojas, inmóvil, para distraer la fierecilla agazapada que a esa hora le hace sus reclamos.

Pero ahora están durmiendo. La madre, en algún momento, abrirá los ojos en la penumbra de la plaza y palpará a los hijos. Comprobará que al menos esta noche no hace demasiado frío, y con eso ya le parecerá que tiene suficiente.

Mención Honorífica, 2008, en el Concurso de Narrativa: “Des - Contar el Hambre” organizado por la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación)