Sushi

domingo 12 de abril de 2020 | 1:30hs.
Sushi
Sushi

Por Javier Chemes Escritor

Nunca me gustó que me dijeran lo que tengo que hacer. Claro, uno se va adaptando, ¿no? Y de a poco, como la tapa de la mermelada que se resiste a abrirse hasta que le ponemos la punta del cuchillo entre el borde de vidrio y la latita de la tapa, haciendo leve palanca, pf, entra aire, descomprimiendo el vacío del interior y el dulzor que olemos nos inunda de saliva la boca y nos preparamos para que ese sabor intenso nos deleite con la mezcla que se forma entre el pan y la manteca en generosa untuosidad que, a la vez que nos empieza a satisfacer, simultáneamente, requiere de otro bocado y otro más enseguida. Luego de un momento y todavía masticando lo que queda de la primera tostada, comenzamos a untar nuevamente manteca primero y mermelada después, siempre con un poquito de agua en la boca, como si de otro modo no fuera posible degustar nada, o algo, que para el caso, como tácita comparación o quizás analogía, es lo mismo, instalándonos en el devenir en el mismo instante de su acontecimiento. El té,negro pero de un curioso rojo intenso, con azúcar, aunque poca, disuelve el bocado entre sabores que se metabolizarán en sangre, en parte de nuestro cuerpo, en esa colonia de pequeñísimos elementos vitales llamadas células que nos sostienen desintegrándose en oxígeno. (Esta paradoja de la existencia humana lo tiene desconcertado desde hace tiempo. Que el mismo oxígeno necesario para vivir sea el que oxida aniquilando a cada una de las células de nuestro organismo, lo confunde, por decir así). De todas maneras, su experiencia inmediata del desayuno y la sesgada consciencia de la “necesaria ingesta alimenticia” plena de sabores, etc. etc., no lo distrae de pensar en su reciente y principal, digamos, descubrimiento de tipo gastronómico. El sushi roll, tal como lo conoció toda su vida, no es invento japonés sino norteamericano, de California. Esto que parecería a los ojos y opinión de cualquiera, una simple cuestión de diversidad cultural en términos de los múltiples avatares gastronómicos, lo tiene realmente abatido. Desde que se enteró que el sushi roll no era japonés directamente dejó de comerlo y no sabe cómo hacer para que otros dejen de hacerlo. Es que, tradicionalmente, el sushi es arroz avinagrado, punto. Esto lo puso en una encrucijada de la que al menos hasta ahora no puede salir. No sin consecuencias. Es que había empezado a tomar clases de cocina japonesa con el tío de su amigo de toda la vida y cuando empezaron con los distintos platos que pueden cocinarse y de hecho se cocinan con arroz, una cosa llevó a la otra y se contó la historia del sushi y cómo se había expandido por el mundo y eso… Pum. Se viene a enterar de la cuestión y esa noche casi no pudo dormir pensando en semejante contrariedad. Anduvo días sin saber qué cocinar con el arroz de sushi. Finalmente lo hizo con manteca, queso crema y dos huevos encima. Alta receta. Después hizo arroz con leche, la receta de la abuela materna, con cáscaras de naranja caramelizadas, nuez moscada y canela. Iban pasando los días y todo parecía volver a la normalidad. ¿Había olvidado el desencanto con el sushi? Cuando le decían para comerlo o para hacerlo, en el mejor de los casos, salía con alguna frase tipo: “no, mejor hagamos un asado”, decía, a veces. Porque según su mismo canon gastronómico, nada estaba en las antípodas del sushi como el asado. De todos modos le gustaba el asado, claro. Y lo hace muy bien. Ni muy lento ni muy apurado para no arrebatar la carne. Si es costilla, primero, como lo sabe todo el mundo a esta altura, del lado del hueso, un buen rato. Dice que si querés podés jugar una manito de truco, dos o tres quince con flor (no, dieciocho no, suele querer alargarse ese) y ahí ya se pude dar vuelta la costilla del otro lado sin problemas. Si se truquea muy rápido, vas a dieciocho y listo, se alarga la partida. Le sale bien el mondongo a la española también. Claro, buseca, tremenda receta. Ese aprendió en Barracas cuando anduvo haciendo un curso de heladería. Iban a comer todos los mediodías a un bodegón frente a la plaza. Y se hizo amigo del cocinero, que resultó el hijo del maestro heladero que les daba el curso. Coincidencias de cocina mediante y copas al paso, le reveló cómo hacía ese busecón infernal que no solamente mitigaba el frío sino que te cambiaba la cara haciéndote feliz por el resto del día. No intentó mucho con otras. Siempre pensó que iba por el lado de la gastronomía y lo confirmó cuando conoció al tío de su amigo y entendió lo del sushi y empezó a pensar seriamente en dedicarse a la cocina japonesa. Olvidó el asado y la buseca y se concentró en el arroz con vinagre y sus distintas variaciones. Así que cuando se enteró de que el sushi roll no era japonés se quiso morir de bronca. El tío intentó calmarlo diciéndole que no tenía importancia quién había inventado los rollitos, que lo verdaderamente importante era el arroz avinagrado en proporciones precisas y con un par de ingredientes secretos, que eso era legado de generación en generación, una tradición cultural y no un simple evento culinario snob. Primero pensó en un boicot a todos los locales de sushi de la ciudad (que no son tantos) y después en intentar convencer a su círculo íntimo, digamos, de no comer más los famosos rollitos de arroz y pescado crudoInmediatamente pensó, loco, desubicado, cómo vas a hacer eso y además por otra parte quién te va a hacer caso. Así estuvo y pasó la noche medio en vela hasta que cerca de la mañana, cuando ya empezaban los movimientos en el edificio, alrededor de las cinco y media, decidió al fin qué hacer. Desayunó lentamente, como si esa ceremonia de cada mañana, esta vez fuera diferente. Sentía que era un asunto sanguíneo, ancestral, que lo excedía y se dirimía entre quienes aceptaban la hipocresía y quienes no. El legado sería respetado o no sería legado. Tomó mate en el balcón con pan con manteca y comió un pedazo de la tarta de kiwi que tanto le gustaba. Vio que la ciudad empezaba a moverse. Pasaron los primeros caminando apurados por llegar a la parada de la vuelta. Como había dejado el cigarrillo, no pensó en fumar. Y como no hacía yoga como la vecina de enfrente a la que veía todas las mañanas en su balcón, tampoco saludó al sol. Su rutina es simple. Se apoya en la baranda de caño y mira absorto cómo la calle entre los árboles, allá abajo, comienza a llenarse de gente y cómo la luz azulada primero se va volviendo cada vez más blanca pasando por el amarillo anaranjado entre los edificios y los múltiples reflejos de los autos de la avenida. Recordó el sushi que tenía en la heladera. Bajaría por las escaleras todavía pensando en lo que pensaba hace un momento. Imaginándose al portero dando vueltas por la entrada con su escoba, el balde, un trapo y la manguera enrollada, silbando Perales como todas las mañanas. Sacó la bandejita con sushi de la heladera. Bajó pensando que estaba bien lo que hacía; comenzar una férrea resistencia al sushi roll. El portero estaba por arrancar la limpieza de la vereda cuando lo saluda y le entrega el sushi. El portero no entiende bien qué pasa y en eso llega su mujer que saluda con “buenos días” y despide al hijo que va a la escuela. Algas –el sake no, sonríe–, arroz, incluso palillos y esterillas, se los dio también al portero; a su señora más bien, que fue testigo involuntaria de la escena. Hoy, esta mañana, después de un mate cocido con leche con chipa’i, de acá a la vuelta, del súper (estuvo a punto de clavarse un reviro pero el chipa’i estaba calentito), decidió dejar de aprender cocina japonesa; después de todo su papá es paraguayo y su mamá brasileña y que sean japoneses es sólo un misterio más, mera contingencia de la vida.
Chemes es docente en la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades. Músico. Próxima publicación: novela corta “Ahora después”.