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Rugidos en la colonia

domingo 02 de agosto de 2020 | 3:30hs.
Rugidos en la colonia

Por Marcelo Rodríguez

Los días se consumían rápidamente en Colonia Mates, corredor verde impenetrable del Municipio de Santiago de Liniers. El sol tempranero atisbaba, desde su risco, las serranías impolutas. Las altas temperaturas, el viento norte, las heladas o los misterios de la selva no eran un impedimento laboral para sus inquietos habitantes: descendientes de brasileños e inmigrantes alemanes, trabajadores incansables de la tierra, sembradores de maíz, criadores de ganado, colonos en su auténtica concepción.

Pero las noches eran eternas en la recóndita morada misionera por el latente peligro que, agazapado, emergía de la tupida vegetación y amedrentaba hasta el mismísimo pombero.

En la galería de su casa, y con la luna de parcera, Jair hacía guardia con su escopeta calibre 16 con todos los sentidos en alerta. En silencio y abstraído, fumando “un puro” y grávido de bronca, maldecía haber perdido en la tormenta de hace una semana atrás, los rastros de un yaguareté que por segunda vez en el mes le había arrebatado un ternero de sus corrales. Entre dientes, rezongaba por no haber heredado la suerte montera de su difunto padre, un reconocido cazador de la zona, sino solamente sus habilidades de agricultor y ganadero. Bajo el raído alero, dormía de manera intermitente rodeado de municiones a la espera de la indeseada visita. Pero por fortuna otra prolongada noche se abría paso sin avistamientos.

Un coro de bohemios gallos, agitaban el nuevo amanecer erguidos en la cumbre de las tacuaras, cánticos que distendían al colono y anunciaban la culminación de su transitoria función de centinela. Con ojos desanimados, y repitiendo su ritual mañanero, encendió el fuego en el horno de barro y lavó su cara en una vieja palangana que su tatarabuelo trajera de Brasil. Fue en ese momento cuando el alboroto estalló en los corrales.

—¡Jair a fera, a fera! —gritó acoquinada en un perfecto portugués su mujer, quien se dirigía a ordeñar las lecheras.

El colono en veloz carrera tomó su arma, trepó el alambrado y divisó al imponente felino meciéndose presuroso rumbo a la densa vegetación, cargando consigo un cordero a quien lo aprisionaba del pescuezo con su letal mandíbula, crónica iterativa de una nueva embestida. En segundos el verde cómplice escondió los vivos colores del jaguar engullendo su colosal volumen en ese perpetuo connubio contraído con la selva.

Soltando las amarras de la ira, Jair tomó un atajo por la huerta mientras dedicaba un sin fin de insultos al depredador, encontrando a pocos metros de su chacra las huellas del felino y las manchas de sangre de su víctima. Plenamente cegado de saña, se propuso acabar con la vida del salvaje hampa. A 3 kilómetros de los corrales, la calurosa y relente mañana pintaba la postal más desagradable para el colono; su preciado patrimonio yacía mutilado, abandonado y con sólo dos extremidades en la entrada de un cañaveral, imagen que lo perturbó rotundamente. Exasperado y fuera de sí, giraba en círculos apuntando los dos cañones de su escopeta en todas las direcciones, como una brújula descompuesta, como un barrilete sin cola, como un trompo que inicia su juego. Pero no había nadie en ese cuadrante vegetal, sólo él, su aura neurótica, el cuarenta por ciento de su cordero y un coro de chicharras que le ofrecían una dulce melodía para calmar su vesania.

Transcurrido unos minutos, la razón, como un haz de luz que penetra la selva, como una mariposa que encuentra la flor, se posó en su mente febril y encendió los recuerdos de las lecciones de caza que le impartiera su padre cuando niño, encapsuladas en frases cargadas de sabiduría: “el yaguareté sacia su hambre, deja su presa en un lugar y luego de un recorrido regresa a terminar con el banquete”. Además, en pleno transe reflexivo, recordó historias contadas por su abuelo, de prolongadas cacerías apostadas en la cima de los árboles esperando el paso de ciervos, carpinchos o chanchos de monte con tácticas antiguas para mantenerse encubierto: “hay que frotarse por el cuerpo excremento fresco de tapir o carayá, es un camuflaje infalible”, decía su “bobó”. En este punto, la suerte le jugó a favor por primera vez. Muy cerca del lugar una manada de tapires pastaba junto al arroyo. Con todos los elementos disponibles a su alrededor, Jair prepararía su apostadero en la cima de un árbol y esperaría escopeta en mano al asesino serial para poner fin a su flagelo. A diez escasos metros del cordero destrozado, cargando la escopeta cual mochila, inició el ascenso a un peteribí, una árbol nativo de esos lares, con el mismo entusiasmo que un extranjero escala el Monte Everest.

Recostado sobre el tronco, parado sobre una horqueta horizontal de buen diámetro, culata del arma contigua al hombro, dedo índice derecho en el gatillo, ojo izquierdo en la mira, con algunos síntomas de deshidratación y asediado por moscas e insectos, paciente esperó por más de diez horas el regreso del autor de los abigeatos. Cuando el sol besaba los cerros en romántica despedida, el descendiente de cazadores escuchó un rugido intimidante acercándose. Ello le provocó una erupción de ira que hizo metástasis y formó, en tiempo récord, un mortal huracán de venganza de fuerza 5 en la escala de Saffir-Simpson.

El imponente felino emergió del exuberante verde misionero, erizando la piel reseca y sedienta del inmuto colono. Ya en su mira, los detalles afloraron: por su tamaño y robustez era una hembra, por su lento andar un animal adulto, tal vez sólo con un par de veranos más de vida. El depredador posó su cuerpo sobre el cordero y con sus caninos a la vista comenzó a desgarrar la carne rancia. La mirada del colono ya no le era propia. Fija; como la de un ave rapaz a punto de lanzarse en voraz caza; escalofriante, como la de una medusa mitológica a punto de convertir en piedra a un mortal; penetrante, como las mortíferas lanzas guaraníes de las legiones de Andresito. Anclado en su objetivo y ávido de muerte, Jair percibió en el aire húmedo que no sólo la tarde caería en pocos segundos, sino también lo haría la bestia atrapada en el laberinto anegado de su potente escopeta. A instantes de jalar el gatillo, frontera unísona entre la vida y el más allá, Jair escuchó chillidos agudos que se aproximaron a su punto fijo. El factor sorpresa no tomó inadvertido a la presa sino al cazador que, con estupor y asombro, avistó la presencia de tres cachorros hambrientos, que entre inocentes revolcones, se unían al festín.

Un tsunami de dudas, de la altura de aquellos que se formaron en los mares de Indonesia, aplastaron sus firmes convicciones; sensaciones encontradas luchaban sin avance como en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, sumergidas en oleadas de desconcierto; múltiples dentelladas vacilantes, cual pirañas del amazonas, consumieron su decisión hasta hace segundos atrás irreversible.

No era un depredador asesino, no era un hampa cometiendo abigeato, tampoco un sacerdote azteca desangrando un animal en sacrificio. Era la madre naturaleza en su máxima pureza, una hembra adulta transitando los umbrales de su ciclo, cazando presas cercanas para alimentar a sus cachorros. Un colectivo de vida salvaje real y autóctono, una especie que habitó el lugar antes que el abuelo de su abuelo. No había motivos suficientes para cometer una masacre ni seguir el instinto cruel de una horda bárbara.

En la cumbre del peteribí, el colono bajó su arma, suspiró insondablemente como suspiran los hombres y mujeres que portan la compasión como un sagrado don celestial y enfrió sus ánimos contemplando, en pleno ocaso, el milagro de la vida, el legado de la selva, el presente y futuro de un eslabón de la biodiversidad.

De regreso a su chacra, Jair guardó en la bitácora del anecdotario familiar, el recuerdo latente de su correcto accionar, ofrecido como un tributo a la madre naturaleza en un agradecimiento respetuoso por los frutos que generosamente obtiene de sus elementos. En su nuevo y seguro establo, encerrando el ganado a la hora del crepúsculo, el colono escuchó rugidos lejanos, sonidos que lo llenaron de júbilo. Esa noche las crónicas del inolvidable encuentro con el yaguareté fueron revividas en la cena familiar como un ejemplo digno de ser imitado en todos los recodos del universo.

El relato es parte de “Cuentos con Esencia Misionera” libro de inminente publicación. El autor editó además “Poemas con Esencia Misionera”
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