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Rotación de vientos

domingo 26 de abril de 2020 | 2:30hs.
Rotación de vientos

Por Carlos Manuel Freaza Escritor

El hijo le venía insistiendo desde hacía meses. Don Claudio al final cedió; le dijo al vástago que no quería soportar el ajetreo. El sábado no vendría al estudio, pero el lunes le gustaría encontrar las cosas en orden. Ascendió con agilidad por la sombreada vereda de la Bajada Vieja, pese a sus ochenta y dos años. Los chivatos estaban en flor, enmarcando de verde y rojo el sereno cielo azul del mediodía. “¡Como cambió la ciudad!”, pensaba el viejo, recordando que a los veinte años esa misma vereda se confundía con la calle en el pedregal, recorrido alegre o nefasto de los habitantes del río rumbo a las bailantas -almacenes- bares - prostíbulos de la mentada Bajada.
Llegó al departamento para encontrarse con la quietud y soledad de su viudez. Encendió el televisor para ver las noticias. Se adormiló en el cómodo sillón, para despertarse con el timbre del muchacho que le traía la vianda. Don Claudio durmió su larga siesta de verano. Se levantó, preparó el mate y otra vez se sentó en el sillón para tomarlo. Con los párpados entornados entabló el diálogo con los recuerdos. Extrañaba a Zulmira, su esposa fallecida nueve años atrás, como si su muerte fuera de hace solo semanas. Era viernes, volvía a la época de los ’50, la cena de los viernes. Allí estaban Anicíades, Colombres, Satorssi, Paivlek, Dorrian, sus colegas fotógrafos, el arquitecto von Geller y otros amigos riéndose y discutiendo sobre las bondades de la Leica, la Contax y la Rollei, los nuevos papeles, los mejores tiempos de revelado...ahora don Claudio no tenía a nadie con quien siquiera recordar esos tiempos. Sus amigos habían muerto o se habían ido. La charla de circunstancias con los jóvenes cada vez lo aburría y cansaba más. Sus nietos le traían una chispa de vida, pero solo por un rato.
Al atardecer subió despacio la calle Colón, contempló con tristeza el deprimente edificio del abandonado hotel Savoy, que él había conocido en sus años de oro. En la esquina donde estuvo el gran almacén de Barthe ahora se alzaba el elegante edificio vidriado del Banco. Al cruzar la calle San Martín y mirar hacía al río, Don Claudio podía hacerse la ilusión fugaz de los días de juventud. La plaza 9 de Julio, la Catedral, el viejo edificio de la Farmacia Misiones, ahora banco también, la Casa de Gobierno, la antigua fachada del Colegio Santa María asomando; el Banco Hipotecario en la esquina. Haciendo diagonal por la plaza, el Banco Nación y al otro lado, frente a la iglesia, el edificio de la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos. Era demasiado de la anterior Posadas para una ciudad que había crecido arrollando el pasado. Cuando llegó a Bolívar fue inevitable recordar la larga casona del Hotel y Bar Internacional y la vieja Farmacia Vicario enfrente, sustituidas por edificios de varios pisos.
El viejo finalmente se sentó en una mesa ubicada en la vereda del bar que está frente al Teatro Español, antiguo cine. Allí, en el corazón de Posadas, don Claudio se dispuso a consumir su habitual vermouth y picada. Las luces de neón, el ajetreo de la gente, la música que salía de los negocios, el incesante paso de automotores, las conversaciones y discusiones acaloradas con diversos acentos, eran como hipnosis sedante. Su mente derivaba hacia los momentos gloriosos del Teatro Español. El hall devenido comercio se llenaba de las multitudes entusiastas que, en horario de matinée vespertino y nocturno, se sumergían por dos o tres horas en la realidad ficticia de las películas. La gente aplaudía, lloraba, protestaba, silbaba, se subía a las butacas, pataleaba según fuera lo que ocurriera en la pantalla. Era la evasión, la liberación completa de las tensiones de la semana. No había otra distracción masiva importante en aquel tiempo, salvo los bailes.
Terminada su parada en el bar, don Claudio se encaminó hacia la calle Jujuy para continuar el rito de los viernes. Pasaría frente al Club como silencioso homenaje al fallecido Alberto, aquel poeta de Puerto Rico con quien, ante la excusa de una partida de ajedrez, compartía fructíferas charlas sobre el sentido de la vida. De nuevo en el departamento, otra vez televisión y a dormir. El fin de semana pertenecía a los hijos y nietos.
El lunes don Claudio demoró su llegada al estudio. Presentía que su universo laboral cotidiano había cambiado para siempre, pero debía afrontarlo. Al llegar, su hijo lo recibió con un abrazo, gesto inusual que el viejo enseguida interpretó como indirecto e inconsciente pedido de disculpas. “Mirá papá como quedó el laboratorio...”. Don Claudio entró al amplio salón y no encontró nada que le fuera familiar. No estaban las ampliadoras, no estaban los tanques de revelado, no estaba el estante de los químicos, no estaban las cubetas, los termómetros, los pinceles, los lápices de retoque, los temporizadores, las pinzas, las contacteras, los extractores de película, el analizador de color y densitómetro, el calentador de baños, entre otros infinitos accesorios que fueron los elementos de trabajo del anciano por décadas. Los extractores de aire especiales para cuarto oscuro habían sido sustituidos por un amplio ventanal con vistas al Paraná. En el prolijo recinto recién pintado, se encontraban instaladas tres computadoras con sus respectivas impresoras y scanner y una fotocopiadora a color. Don Claudio pudo reconocer la cizalla para cortar papeles como sobreviviente del antiguo equipamiento. “Qué distinto está todo…” atinó a decir. De inmediato sintió que ahora sí estaba realmente jubilado. El lugar ya no era para él, no sabía de informática. El confortable sillón giratorio de cuarteado cuero también permanecía. Don Claudio se sentó a observar, entre curioso y asombrado, cómo el nuevo empleado extraía de las cámaras digitales una cajita negra que conectaba mediante un cable a la computadora y luego, en el monitor, aparecían las imágenes a todo color de los casamientos, cumpleaños, comidas de camaradería y otros eventos sociales del fin de semana. No había película, ni grano fino, medio o grueso, ni revelado, ni ampliación, ni analizador de color, ni químicos, ni temperatura de baños, ni lavado, ni secado. Nada. El muchacho operaba el ratón y el teclado e iba corrigiendo encuadres, ampliando, reduciendo, alterando brillo, balance de colores y contraste, todo en la pantalla. Luego imprimía pruebas con la impresora sobre papel común, para hacer la impresión final en papel fotográfico. El joven le pasaba las copias a don Claudio explicándole algunas cosas, tales como que la definición en lugar del grano estaba determinada principalmente por la cantidad de pixeles por centímetro cuadrado. Al mediodía, don Claudio subía la Bajada Vieja con lenta decrepitud. Los ochenta y dos años se le vinieron al cuerpo de repente y juntos.
Después de almorzar, en el dormitorio, sacó del placard uno de sus bienes mas preciados sentimentalmente, la cámara 6x6 doble objetivo. En momentos de soledad le gustaba entretenerse mirando el juego que la luz hacía en los cristales de las lentes con tratamiento de flúor y otros elementos contra reflejos. Según fuera la inclinación de la cámara frente a la ventana, el cristal se volvía de un color azul imposible de hallar en otro lado, o también se volvía verde, rojo, violeta, rosado. A través del objetivo de enfoque se veía el cuadriculado del vidrio esmerilado, proyectado por el espejo. Esas distintas maneras de refracción de la luz, para el viejo significaban mirar las facetas de un gran diamante tallado. Colocó la velocidad del obturador en B, reguló a máxima apertura el diafragma y disparó, activando el seguro para que el dispositivo permaneciera abierto. Ahora, en lugar de las hojuelas de acero, en el fondo del objetivo de toma había una cerrada oscuridad, una oscuridad sideral, profunda, que lo atraía y absorbía. Don Claudio sintió que se sumergía en ella.
Al hijo le preocupó que el padre no apareciera por el estudio durante la tarde. Luego de cerrar, se dirigió al departamento a ver que pasaba. Nadie contestó el portero ni tampoco el timbre. Abrió con su propia llave la puerta y la intuición lo hizo dirigirse de inmediato al dormitorio. Sobre la cama, don Claudio estaba plácidamente muerto, con la expresión bondadosa que le era propia. Tenía sobre el pecho la reluciente Rolleiflex del ’54, regalo del arquitecto von Geller, con el obturador y el capuchón de enfoque abiertos. Con quietas lágrimas brotándole, el hijo posó su mano sobre la frente del cadáver, sabiendo en su intimidad la razón por la que el viejo se murió el mismo día que inauguraron el centro de tratamiento digital de la imagen. El relato integra el libro Rotación de vientos, Editorial Dunken 2014. La ilustración es de Juan Núñez
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