Quiroga: Misiones, la voluntad y la muerte

martes 01 de enero de 2019 | 6:30hs.
Quiroga: Misiones, la voluntad  y la muerte
Quiroga: Misiones, la voluntad y la muerte
Por Federico García

Hoy, hace ya 140 años, nacía en Salto, Uruguay, el escritor Horacio Quiroga. Referirnos a su biografía, es decir, a la cronología de sus pasos, sobre todo los que dio en Misiones, sería redundante a esta altura, salvo como hito obligado a la hora de discurrir sobre un punto de conflicto en torno a sus textos. En este sentido, un tema fundamental que gira alrededor a su obra todavía no ha sido subsanado: la clasificación de su producción literaria.
Sin embargo, si hay algo en lo que las diferentes voces concuerdan es en reconocer en la provincia de Misiones un elemento de quiebre evidente en su estilo y sus temas.

Es así que, alrededor de este problema, se suscitan varios debates respecto a cómo debe ser la taxonomía que cuadre mejor con el devenir escritural del uruguayo. Así, se buscó, por ejemplo, clasificarlos en “cuentos de horror”, “fantásticos”, “misioneros” o “para niños”, pero en dichas nomeclaturas no se encuentra un fundamento de clasificación común a todas ellas. Es decir, para los cuentos misioneros se tiene en cuenta un punto de vista geográfico, mientras que para el de los niños, el enfoque es hacia el tipo de lector.

Lo más coherente parecería ser el criterio cronológico. De acuerdo a esto, se puede clasificar la producción quirogueana en tres grandes apartados: una etapa de inicio, en la que el escritor se vuelca a la imitación de modelos y de la asimilación de sus influencias; una época de madurez, que representaría lo más original de su obra y, por último, una época de decadencia o reiteración de tópicos aparentemente superados, según sostiene el crítico José Luis Martínez.

“Quiroga seleccionaba los cuentos de cada libro con un criterio temático, no cronológico”, agrega sobre la cuestión Enrique Anderson Imbert. No obstante, el que parece dar en la tecla es Raymundo Lazo, quien en un estudio preliminar de una antología de Quiroga realiza el intento de dividir sus escritos en dos grandes grupos: por un lado, el “cuento literario”, inspirado en modelos reconocibles y expresamente reconocidos por el autor y, por otro, los “cuentos naturales”, que Quiroga llamaba “de monte”.

Lo que se quiere precisar es que hay producciones en las que la técnica narrativa es lo característico diferenciador, y otros cuentos en los que la materia, el dramatismo de la vida en Misiones, es lo que domina como distintivo. Así, se reconoce la gran influencia que tiene el territorio geográfico y su simbología en la configuración de un mundo de ficción.

Horacio Quiroga llegó a Misiones por primera vez en 1903, acompañando a Leopoldo Lugones como su fotógrafo. Entre idas y vueltas, pisó la tierra colorada por última vez hacia 1936  y falleció al año siguiente en las circunstancias que ya se conocen y que han sido caldo de cultivo para otra serie de discusiones. El mismo Vochi -como lo llamara Germán Dras- reconoce ese ensalmo que produce la tierra colorada en quienes la visitan en el libro recientemente reeditado La vida en Misiones.

Durante su tiempo de arraigo en las selvas, Quiroga vive “buscándose a sí mismo e intentando fugarse de sí, como si recubriera con mil máscaras el rostro verdadero, al punto que todo en él toma por momentos el aspecto de una evasión lírica de la realidad, aunque construya con materiales reales el mundo de sus sueños”, al decir de Arturo Sergio Visca.

Esta época de su vida, entonces, es como una prueba de la que saldrá librado el hombre mismo. Pero para que dicha prueba sea efectiva, se requiere de un espacio que represente los riesgos y ponga a prueba al ser humano en todos sus aspectos. Ese espacio será Misiones y en ese territorio, convertido en espacio literario, se moverán sus personajes más representativos.

Así, Misiones y su selva que exige fuerza de voluntad serán dos constantes que se hallarán reflejadas en su más original producción literaria, la cual no narra toda la vida de los personajes sino sólo los episodios que mejor muestran sus actitudes. El cuento, como espacio narrativo, debe ser un reflejo de la vida, una recreación de ella. Y de toda su producción, el conjunto que mejor representa esa preocupación son los “cuentos misioneros”.

Pero la tierra colorada ya no se restringe a un marco geográfico, ya que, si bien éste es importante, puede ser intercambiable por otros similares. En sus cuentos, se vuelve un ambiente en el que habita “un espíritu de lucha, de prueba, de una voluntad presente en el hombre que lo hace distinto a la mayoría del resto de los habitantes de la selva”, sostiene José Luis Martínez.

Como lo demuestra la narración que compartimos aquí (ver cuadro Los cazadores de ratas), a Misiones como ambiente y a la voluntad como fuerza opositora de la naturaleza hay que añadir la muerte como riesgo inminente de esa lucha.

Los cazadores de ratas

Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír un insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído. -Es el ruido que hacían aquéllos...- murmuró la hembra. -Sí, son voces de hombres; son hombres- afirmó el macho. Y pasando una por encima de la otra se retiraron 20 metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron. -Van a vivir aquí -dijeron las víboras. -Tendremos que irnos. En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de 3 años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato. Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos -aunque a éste le faltaban aún las puertas-. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes y la chacra comenzó. Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéndolo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes. Pero allí había ratas; y desde entonces tomaron cariño a la casa. Llegaban todas las tardes hasta el límite del patio y esperaban atentas a que aquella quedara sola. Raras veces tenían esa dicha. Y a más, debían precaverse de las gallinas con pollos, cuyos gritos, si las veían, delatarían su presencia. De este modo, un crepúsculo en que la larga espera habíalas distraído, fueron descubiertas por una gallineta, que, después de mantener un rato el pico extendido, huyó a toda ala abierta, gritando. Sus compañeras comprendieron el peligro sin ver y la imitaron. El hombre, que volvía del pozo con un balde, se detuvo al oír los gritos. Miró un momento y, dejando el balde en el suelo, se encaminó al paraje sospechoso. Al sentir su aproximación, las víboras quisieron huir, pero únicamente una tuvo el tiempo necesario y el colono halló sólo al macho. El hombre echó una rápida ojeada alrededor, buscando un arma y llamó -los ojos fijos en el gran rollo oscuro: -¡Hilda! ¡Alcanzáme la azada, ligero! ¡Es una serpiente de cascabel! La mujer corrió y entregó la herramienta a su marido. Tiraron luego lejos, más allá del gallinero, el cuerpo muerto y la hembra lo halló por casualidad al otro día. Cruzó y recruzó cien veces por encima de él y se alejó al fin, yendo a instalarse como siempre en la linde del pasto, esperando pacientemente a que la casa quedara sola. La siesta calcinaba el paisaje en silencio; la víbora había cerrado los ojos amodorrada, cuando de pronto se replegó vivamente: acababa de ser descubierta de nuevo por las gallinetas, que quedaron esta vez girando en torno suyo, gritando todas a contratiempo. La víbora mantúvose quieta, prestando oído. Sintió al rato ruido de pasos -la Muerte-. Creyó no tener tiempo de huir, y se aprestó con toda su energía vital a defenderse. En la casa dormían todos, menos el chico. Al oír los gritos de las gallinetas, apareció en la puerta, y el sol quemante le hizo cerrar los ojos. Titubeó un instante, perezoso y al fin se dirigió con su marcha de pato a ver a sus amigas las gallinetas. En la mitad del camino se detuvo, indeciso de nuevo, evitando el sol con el brazo. Pero las gallinetas continuaban en girante alarma, y el osezno rubio avanzó. De pronto lanzó un grito y cayó sentado. La víbora, presta de nuevo a defender su vida, deslizóse dos metros y se replegó. Vio a la madre correr hacia su hijo, levantarlo y gritar aterrada. -¡Otto, Otto! ¡Lo ha picado una víbora! Vio llegar al hombre, pálido, y lo vio llevar en sus brazos a la criatura atontada. Oyó la carrera de la mujer al pozo, sus voces. Y al rato, después de una pausa, su alarido desgarrador: -¡Hijo mío...! .