Siempre nos quedará la casa blanca
Bajabas por la Entre Ríos, ahí esquina Roque Sáenz Peña, vereda del club Racing, y luego los puentes peatonales te llevaban del otro lado de la avenida. Vereda alta y angosta, por sobre el nivel de la calzada. Roca pura que recuerda al pasado de cantera. Caminando unos metros arriba de la calle sobreviene una especie de vértigo.
En las casas, vecinos tomando mate, afuera los que volvían de la Ferrocarril, la Ceres o la Placita, gurises cabezudos trepando por las paredes de piedra en horas de la siesta, tirándose con frutitas de paraíso. Ahí en la esquina de Entre Ríos y Lanusse se levantaba la casona de rústicos ladrillos a la vista, pintados a la cal para borrar ese rojo local característico. Unos metros más abajo estaba la estación de tren, de la cual sólo queda una réplica del edificio y algunos elementos.
Aún el busto del general Urquiza vigila el lugar al que se llegaba circunvalando la fuente de dos pisos que remedaba un salto, una catarata, o bajando las escaleras de escalones de piedra antes de ingresar al edificio que cuando era hora de llegada de partida o de llegada hervía de gente.
Haciendo compañía al busto del gran entrerriano estaba La Polaca, despensa de referencia de la zona donde se conseguía desde azúcar o harina a granel hasta kerosene. Unos metros más allá, cruzando la Madariaga, El Entrerriano, bar y lugar obligado para tomar la última antes de partir hacia el andén y el hotel homónimo que fue primera residencia de tantos viajeros.
La casa de Lanusse y Entre Ríos, que fuera el hogar de Concepción Barreto y su familia, aún permanece con algunas refacciones, hay asfalto tapando la dura tierra roja. Algunos vecinos ya no están, se fueron como el Gran Capitán, pero dicen que en ese breve instante que va desde la hora del almuerzo y la tarde, llamado siesta, aparecen lagartijas buscando el sol y hasta aseguran que duendes recorren las calles del barrio buscando quien sabe qué entre las vías del tren.
