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(parte ll)

Artigas, Ansina y el Hijo de Andresito

miércoles 07 de junio de 2023 | 6:00hs.
Artigas, Ansina y el Hijo de Andresito

Después de los eufóricos saludos y las consabidas palmadas de afecto, las preguntas de ida y vuelta procedieron ruidosas entre mate y mate bajo la galería. Lo primero que había aclarado Andrés Gervasio era que su padre había sido liberado de las Islas Das Cobras frente a la bahía de Guanabara donde se hallaba prisionero:

−Salió de la cárcel −comenzó a contar− por intermedio de un señor llamado Francisco de Borja Mariño, político influyente en la corte Lusitana y ante el mismo Rey de España. Luego -prosiguió−, se vino para Montevideo con la salud quebrantada y casi sin fuerzas en las muñecas, pues el cuero fresco con que lo habían atado se había secado en demasía descoyuntándole las articulaciones, motivo por el cual nunca más se curó del todo. Recuerde, Tata −le dijo al General−, que aprisionado lo llevaron caminando hasta Porto Alegre y que de ahí lo condujeron en barco hasta Río de Janeiro. Por otra parte, hablaba con cierta ronquera pues, con la misma soba fresca, le habían atado el cuello y parece que ciertos cartílagos de la garganta le quedaron averiados. Mi madre lo conoció en los muelles haciendo changas, y de tanto verse se enamoraron. Por mi parte, nunca lo conocí; se fue de este mundo cuando yo tenía tan sólo tres años. Cuando era ya más grande mi madre me contó que a pesar de ser feliz por haber formado una familia, había muerto de tristeza pues nunca había superado la pérdida de los pueblos de las Misiones. Me decía, también, que según él había sido tan responsable como otros de la derrota, pues de haber estado al frente de las batallas jamás los brasileros los habrían vencido.

−No es así, muchacho −expresó el General−. Nuestra guerra empezó a perderse desde el mismo momento en que los porteños dejaron de ayudarnos, comenzaron a agredirnos y estimularon a los macacos brasileros a invadirnos. Por ese entonces no teníamos ya recursos; los campos no tenían ganado y escaseaba la comida en las ranchadas. Para peor, ni siquiera con uniformes contábamos; tal es así que muchos de nuestros soldados andaban semidesnudos y en patas. Pero incluso así, en la miseria, daban la vida por la defensa del federalismo. Te preguntarás por qué razón… Pues porque dada nuestras enseñanzas habían comprendido dos cosas: por un lado, que los funcionarios de Buenos Aires pretendían sustituir al Virrey y conducir al país de manera hegemónica; por otro, que los gobernantes del interior pretendían manejar a las provincias de igual manera, es decir, antidemocráticamente. Habían observado, además, cómo se sucedían los gobiernos en la metrópoli; los golpes y las breves revoluciones, hechos que también ocurrían en las provincias. En esos enfrentamientos morían, asimismo, miles de inocentes que eran obligados a violentarse en sucesivas levas; se les exigía, así, pelear en formaciones indisciplinadas y sin organización. Los dueños de las estancias arreaban a sus propios peones a pelear; en cambio a mí, los paisanos me seguían, y nos seguían por una causa noble. En este sentido, tu padre fue un ejemplo de ello; lo seguían porque estaba al frente de las batallas para defender la dignidad y la libertad de sus hermanos, principios que consideraba irrenunciables, y que sus antepasados, que son también los tuyos, supieron gozar cuando forjaron la gran Nación Misionera junto a los curas Jesuitas. Por ese ideal luchaba tu padre y no por el poder y las riquezas. Además, tu padre era un sabio… En una conversación me dijo: “¿Sabe por qué existen los caudillos?”. Yo lo miré sorprendido para ver de dónde venía el guascazo… “Se lo explicaré”, me dijo, y siguió: “Existen porque no hay democracia, no hay una Constitución, no hay educación, ni escuelas donde el pueblo se eduque; y por no haber nada de esto es que surgen los caudillos. Pero como no tienen conocimientos suficientes para gobernar, cada vez que toman un gobierno hacen desastres”.

Yo le contesté a tu padre que los porteños eran ni más ni menos iguales, pero en otra dimensión; en sí eran cultos y sabían cómo gobernar, pero que carecían de la austeridad y de la nobleza para manejar el Estado. Sobre todo, le dije que eran ambiciosos, avaros, de sus ansias de poder y de su intención de perpetuarse en el mismo, creyendo que después de ellos no hay nada. En síntesis, intentaban manejar al país con mano férrea y centralizada bajo la máscara de una falsa democracia.

−Es que son unitarios −dijo Gervasio Andrés.

−No, no son unitarios, son centralistas, que es muy distinto −contestó el General−. Y a ellos trató de combatirlos Manuel Dorrego, el más esclarecido federal que surgió en la década del veinte. Y aunque Manuel supo combatirnos en nuestro propio territorio por orden del Directorio, ya empezaba a madurar su ideología inspirada en la forma de gobierno de los Estados Unidos, sistema que asimiló con convicción cuando vivió allí. Si no hubieran cometido la felonía de fusilarlo en forma tan incivilizada e irracional, otra hubiera sido la organización de nuestra república. Su muerte significó que vinieran centralistas disfrazados de federales. Por eso digo y sostengo −continuó el General levantando presión−: una cosa son los Estados unitarios como filosofía política, modelo que intentó aplicarse al principio de la Revolución francesa, y otra cosa es el centralismo porteño que intenta quedarse con las rentas nacionales, manejar el puerto y la aduana; que quiere nombrar a los distintos gobernadores y que defenestra a quienes no sean de su palo. Ellos buscan, además, dominar los congresos y que el Poder Judicial les sea siempre afín a sus intereses. A ese Estado de falsos derechos nos opusimos tercamente y por eso les dimos pelea, pues se entiende que nuestras propuestas eran totalmente opuestas, y yo las vociferaba en cuanta oportunidad tuviese.

Observando que el General se estaba agitando más de la cuenta a medida que se explayaba, apenas pronunciara la última frase, el Negro Ansina no le dio tiempo a que prosiguiera que comenzó a improvisar unos versos acompañándose de la viola:

Cielo, cielito lindo,

Cielo de la Banda Oriental,

Nosotros haremos la patria

Cuando llegue la unidad.

Cielo, cielito lindo,

Cielo de la libertad…

Unos andan para un lado

Y otros van al más allá.

Cielo, cielito lindo…

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