(Parte I)

Artigas, Ansina y el hijo de Andresito

miércoles 31 de mayo de 2023 | 6:00hs.

Usted sabe, mi señor, que yo anoche tuve un sueño. Y en el sueño soñaba. Que yo estaba en este suelo. Y mis padres en el cielo. Venturosos sonreían.

Soñaba que me decían: “No te preocupes, negrito. Que si allá hay odios sin unión, acá hay amores que unen. Es por eso que algunos suben y otros se quedan abajo.

Suben, negrito, suben. Los desamparados sin techos. Los hambrientos de justicia. Los engrillados de la verdad. Que penando en soledad. Reclaman por libertad.

También suben, negrito, suben. Los altruistas y el pordiosero. Los bondadosos, los justos. Los que reparten amores. Sea en la paz o en las guerras cumpliendo los mandamientos.

No suben, negrito, no suben. Los codiciosos y avaros. Los que usan a los necesitados. Los aprovechadores de pobres. Los asesinos y tiranos. Esos negritos no suben. Tampoco los que rezan y son ladrones”.

-Muy buena tu payada, Ansina -le interrumpió el ex Protector de los Pueblos Libres-. Pero ya es hora de tomar unos amargos -prosiguió.

El negro dejó la guitarra recostada sobre la silla en la que estaba apoltronado y fue en busca de la caldera asentada sobre el brasero. La mateada del atardecer era el ritual que se cumplía cuando el sol iba en busca del ocaso.

Unas semanas antes unos hombres de levitas trajeron la invitación del Presidente don Carlos López para que vaya a vivir a su quinta ubicada en el barrio de la Trinidad, a pocos kilómetros de Asunción. Al decir esto le pasó un papel escrito que el General Artigas procedió a leer. Luego respondió:

-Dígale al excelentísimo Presidente que agradezco su gentileza y su bondad, y que acepto el convite.

Con el mate en la mano y entre sorbo y sorbo le dijo en tono decidido:

-Ansina, preparemos nuestras “calchas” que nos vamos.

 -¿Cuándo partimos? -preguntó el Negro.

-Pasado mañana de madrugada -contestó el General-. ¡Ah!, y no olvides de llevar tus versos.

-Descuide, mi señor, que así lo haré -contestó su asistente.

Joaquín Lenzina, el Negro Ansina, era un tipo singular. Había nacido en Montevideo en el seno de una familia de esclavos, y ya de mozalbete andaba de peón en las campiñas charrúas donde se había hecho guitarrero y payador. Una vez se había subido a trabajar en un barco “para cazar ballenas”, le habían dicho sus contratantes, pero pronto se había dado cuenta de que eran unos vulgares piratas que se dedicaban a “cazar” otros barcos en violentos abordajes. La cosa no le había gustado para nada y decidió escaparse cuando apenas estuviera en tierra firme. Así lo hizo en territorio brasilero, pero con tal mala suerte que fue cazado por unos esclavistas que lo mandarían a trabajar como esclavo en una fazenda. Por esas vueltas de la vida se había cruzado con Gervasio Artigas allá por los límites imprecisos de la Banda y el Brasil. A Artigas le había caído simpático pues le agradaba su particular modo de ser, a tal punto que de inmediato decidió comprarlo a sus propietarios para otorgarle libertad. Desde ese momento trabajaba junto a su liberador, acompañándolo en las buenas y en las malas como si de un amigo se tratara, aunque fuera más un asistente o servidor. El Negro sabía leer y escribir y payaba mejor que nadie, improvisando versos preciosos que transcribía memorioso en apuntes que guardaba como un tesoro. Allí contaba en descriptivas estrofas los acontecimientos desde antes del sitio a Montevideo, pasando por el éxodo o la “redota”, como lo llamaba, hasta el período de acampe en Purificación, la capital de hecho de la Liga Oriental, y hasta describió el penoso cruce al Paraguay. Se trataban estas estrofas de relatos valiosos sobre la lucha del federalismo, de los actores que habían intervenido y de sus aptitudes y actitudes en combate. De ahí se supuso después que la recomendación de Artigas no lo era por el romanticismo de los versos, sino por el significado histórico que contenían.

Cuando aquellos hombres trajeron la invitación, Ansina había creído que venían de nuevo a detener al General, pues ya lo habían hecho un lustro atrás cuando el gobierno presidido por Policarpo Patiño lo mandara al “bandido Artigas” engrillado al calabozo. Policarpo era el siniestro personaje que oficiaba de mano derecha del terrorífico presidente paraguayo, a quien obedecía con sumisión babosa. A la muerte de Gaspar Rodríguez de Francia, se supuso su heredero natural y dispuso represiones a su antojo, entre ellas, al caudillo oriental que contaba setenta y seis años de edad. No obstante, cansado de sus atropellos, y sin apoyo militar, la junta de gobierno que le sucedió a Francia había dispuesto su detención y su encierro en el calabozo. Pero una mañana lo encontraron colgado de una soga ahorcado. Fue un misterio su muerte, y nunca se supo si fue suicidio o lo mataron.

Antes de la partida cebaba el Protector mientras el Negro rasgueaba la guitarra. A lo lejos la reverberación de la intensa luz desdibujaba el contorno de una figura humana acercándose con pasos seguros.

Pero cuando estuvo cerca, fue cuando consiguieron distinguir su rostro y, al instante, quedaron petrificados del asombro. Fue por un instante nomás, porque Ansina, el primero en reaccionar, expresó de viva voz:

-¡Virgen Santa, no puede ser!

Entonces el viejo general, que rehusara ser presidente de la Banda Oriental por no aceptar el desmembramiento de las Provincias Unidas, dio un respingo y exclamó:

-¡Pero si es Andrés! ¡Mi querido Andresito! -y se abalanzó para abrazarlo.

El afecto y el cariño quedaron demostrados en el prolongado abrazo que se dieron estos tres seres en el medio del agreste y desolado lugar. Aunque todo se disipó cuando el inesperado visitante declaró:

-Soy Gervasio Andrés, el hijo de Andrés Guacurarí.

Recién entonces comprendieron el juvenil aspecto del muchacho, retrato vivo de su progenitor.

Continuará

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