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Al salto Iguazú en canoa

domingo 07 de mayo de 2023 | 3:52hs.
Al salto Iguazú en canoa

En la colonia contraté un peón más, Joaquín Gonzalvez, brasilero, hombre trabajador, que me fue muy útil.

Embarcamos la carpa, provisiones para ocho días y nuestros ponchos, todo lo más indispensable para no tener dificultades por causa del exceso de equipaje, y cada cual con sus armas seguimos aguas abajo en dirección al Iguazú que debíamos remontar hasta donde pudiésemos, tan cerca del Salto como fuera posible.

El trayecto de la Colonia Militar a la barra del Iguazú es de unos seis kilómetros más o menos. Se pasa únicamente por la boca del Arroyo Mboichí y la corredera del mismo nombre; la costa paraguaya sigue salvaje, impenetrable mientras que en la brasilera se notan rosados, plantaciones y ranchos.

Poco tiempo empleamos en llegar a la barra, amplia, con sus costas cubiertas de vegetación. Después de dos meses, volvía a ver tierra argentina, en la margen izquierda de ese rio curioso, que nos sirve de límite con el Brasil.

La barra del Iguazú con el Alto Paraná es un punto magnífico y por un capricho de la naturaleza se encuentran perfectamente deslindadas las tres repúblicas, Argentina, Brasilera y Paraguaya.

Nuestro gobierno por mil razones debiera establecer allí mismo, una colonia militar, que un día llegaría a ser un núcleo importante de población.

Nosotros sabemos donde empieza, nuestro territorio por la geografía, pero los brasileros más prácticos en estas cosas, no dejan de establecer colonias y puestos militares en todas sus fronteras, en donde constantemente ondea su bandera siempre bien grande, para que se vea desde lejos y recuerde a propios y extraños que desde allí empieza su patria encarnada en el pabellón auriverde, a cuyo pie se forman centros de población por todos sus hijos, que desparramados en tierra extranjera la abandonan para ir a buscar a su sombra garantías y protección.

En cambio, nosotros nada tenemos que nos indique la patria en la frontera ni siquiera un pobre pedazo de lienzo con los colores nacionales y nuestros hermanos, emigrados por muchas causas que no son del caso, pudiendo vivir tranquilos en ella haciéndola progresar, la olvidan poco a poco, yendo a prestar su contingente moral y material a otra nación.

No nos durmamos. Urge que el gobierno mande fuerzas a las Misiones sobre los dos grandes ríos Paraná y Uruguay, pero no que vayan a estacionarse a Posadas o Santo Tomé donde no harán nada de provechoso, si no ayudar un poco más al comercio, que no tiene tal necesidad de esta ayuda, si no allá lejos a 90 o más leguas de los centros poblados sobre la misma frontera, en la barra del Iguazú o del Pepirí en donde el estacionamiento de esas tropas será provechoso, porque alrededor de ellas se formarán pueblos como ha sucedido en nuestra frontera del Sud.

Lo mismo sucede con Misiones, allí no es necesario ser alpinista, pero en cambio se necesita ser muy montaraz y los montaraces lo mismo que los alpinistas, no se improvisan en 24 horas.

Leyendo esto, alguno recordará, como argumento en contrario el Chaco y los veteranos, que han hecho sus campañas; pero los que así piensan no conocen seguramente a Misiones. Entre estas y el Chaco hay mucha diferencia y el método de vida y los recursos que presenta, son bien distintos.

Por otra parte la repoblación de Misiones se puede operar con mucha rapidez relativa y con nuestros mismos elementos nacionales, que, como ya lo he dicho, andan dispersos en los países vecinos, y que volverían a cobijarse bajo la bandera federal, la única que puede darles garantías desde el momento en que allí no habría por que hacer política.

Además muchos oriundos de los países vecinos vendrían a establecerse ya como agricultores, industriales o comerciantes, atraídos por la fácil salida que tendrían sus artículos que hoy, cosechados o elaborados unas cuantas leguas más arriba, tienen que pagar altos derechos que son ruinosos para ellos; mientras que hallándose en tierra argentina, no soportarían tales cargas.

Prosigamos el viaje dentro del espléndido y salvaje Iguazú, por la costa brasilera, a botador y remo, aguas arriba, lentamente, dardeados por el sol, entre una nube de mbarigüis (jejenes) que, sin música felizmente, nos llenan de picotones nada agradables.

El único remedio es fumar, fumemos pues para que los ahuyenten las espirales del humo de nuestros cigarros.

Muy cerca de nosotros se levanta amenazador un árbol dentro del agua. Allí ha quedado clavado entre algunas piedras, mientras sus ramas tiemblan arqueándose por la fuerza de la corriente.

De tanto en tanto damos una trompada sobre alguna piedra; pero la canoa es fuerte. El río corre mucho y parece que el Iguazú también crece, porque sus aguas son sucias y vemos algunos troncos boyando que pasan lentamente por la canal.

Las orillas llenas de pasto de carpincho que ocultan el suelo pantanoso, dejan ver a veces la impresión del rastro fresco de alguna anta.

Sobre las altas barrancas cubiertas de tupida vegetación, algunos troncos informes cabalgando sobre los árboles, nos muestran la línea máxima de las crecientes.

En las piedras de la orilla humedecidas por las filtraciones del suelo, millares de mariposas amarillas se agrupan para chupar el agua.

Al pasar junto a ellas, las hacemos volar y aquel revoloteo continuo, con reflejos dorados, al ser herido por el sol, ofrece una vista encantadora, más adelante las barrancas se levantan a pique, desnudas, con sus paredones de piedra oscura llenas de manchas blancas y rojas de un soberbio e imponente efecto y sobre ellas otra vez el monte las corona con sus tonos verdes.

Las manchas blancas provienen de un liquen y las rojas del depósito de óxido de fierro dejado por las aguas al pasar, sobre las piedras; algunas pocas aves lanzan sus notas agudas saltando entre los árboles. Matamos algunas que reservamos para carnada y utilizarla cuando pescáramos más adelante.

Entre tanto Beauflls, encargado del timón, nos hacía esquivar con maestría las grandes piedras que se levantan en medio del río y habiéndose granjeado nuestra confianza en su nuevo oficio, nos permitimos sin temor examinar más tranquilos las barrancas que tan variados aspectos nos presentan.

Por todas partes aparecen saltitos de agua que se precipitan caprichosamente entre las piedras, y los árboles, forman pequeños cuadros que harían la delicia de un pintor o un poeta.

La sucesión admirable de vistas cambia hasta lo infinito; a veces un grupo de árboles derribados por las crecientes; otras una mancha verde claro de magníficos tacuaruzús describiendo graciosas curvas con sus largos tallos, por allá un macizo de árboles como un ramillete del que se destaca una esbelta palmera o un grupo de ambays de hojas en forma de abanicos pequeños, mientras que al lado tupidas lianas cubriendo los árboles forman meandros deliciosos.

Y variando siempre, la barranca vestida o ya desnuda, mostrándonos la soberbia formación volcánica, nos presenta mil cambiantes: volvíamos a ver la formación de bombas que encontré en Tacurú, y formaciones basálticas que le daban un aspecto de inmensas graderías humedecidas y destilando gotas de agua que las pintaba de rayas verticales rojas, salpicadas aquí y allá, con pequeñas matas de gramíneas de un verde claro; paredones a pique o playas, en donde las aguas furiosas de las crecientes han amontonado innumerables fragmentos de rocas, en donde parece que se hubieran librado espantosas batallas de titanes, y entre aquel inmenso hacinamiento de enormes despojos de las barrancas, colocados de mil modos, tirados sobre ellos, largos desprovistos de ramas y raíces, grandes troncos de madera dura yacían como cadáveres de cíclopes fulminados.

Aquellas playas tienen mucho de imponente. Sin querer al mirar los inmensos trozos de piedra, pensaba en el trabajo formidable de las aguas y aquellos troncos desnudos decían, bien claro que habían dado su horrible salto mortal al ser precipitados por la gran catarata.

El espectáculo volvía a cambiar: las barrancas se tornaban llenas de verdor, matas de cortadera aparecían, y el suelo se cubría de un manto bellísimo de margaritas que titilaban entre el follaje oscuro, sus alegres tintas amarillas, apagadas frecuente- mente por el beso continuo de los insectos y mariposas.

En nuestra marcha ascendente lenta, a impulsos del botador no dejábamos de admirar y volver a admirar aquellos cuadros tan hermosos. El lápiz de Methfessel no descansaba y cuando creíamos agotados los bellos sujetos, otros y después otros más, aparecían hasta lo infinito.

¡Cómo se goza admirando la naturaleza! ¡Qué serie continua de placeres puros se experimenta, y cuán lejos de todas las miserias humanas uno se encuentra en aquellos momentos! Mosquitos, privaciones, sol, otros fastidios y hasta la vida civilizada se olvidan. Cualquier detalle, sabiéndolo apreciar, proporciona una emoción nueva.

Los halcones blancos de cola larga, describiendo sus círculos en el aire, el martín pescador volando con su presa en el pico al ras del agua, el gallo del monte gritando entre los árboles, los lobitos bañándose en el río y sacando la cabeza de cuando en cuando para mirarnos y como burlándose, y las detonaciones de nuestras armas repercutidas fuertemente por los ecos del bosque, todas son impresiones que se apuntan con gusto, con placer, y con íntima alegría, mientras la canoa sigue avanzando, por aquel río cada vez más tortuoso.

La corriente se hace más fuerte. Delante nosotros tenemos unos árboles como plantados, formando una pequeña restinga dentro del agua, que viene con fuerza como en una corredera. Muy cerca ya no podemos avanzar, ni el botador ni los remos son suficientes. Gonzalves salta a tierra con una punta de la cuerda que nos sirve de silga y tira, los remos trabajan, el botador también y con tantas fuerzas unidas, podemos al fin cruzarla dejándola detrás con sus árboles eternamente temblorosos.

El río forma más allá una gran cancha de muy poco fondo.

Allí hay también otra corredera más fuerte que pasar y mucho más larga. Gonzálvez vuelve a repetir la operación y después de gran trabajo llegamos a un punto donde las aguas están tranquilas.

El Sol quería dejar de iluminarnos el camino, así es que decidimos acampar temprano para armar la carpa, hacer leña, cocinar etc.

En este punto hay una gran playa de piedras que, durante las grandes crecientes debe cubrirla el agua, allí acampamos.

Detrás de la playa sobre la barranca en una pendiente suave, armamos la carpa colocando en ella nuestros objetos más indispensables para dormir.

En la playa al lado de la canoa que amarramos bien, instalamos la cocina cerca del agua encomendándolo de todo lo concerniente a este difícil cargo a Joaquín Gonzalves que resultó ser admirable cocinero.

Mientras Gonzalves preparaba la cena, Santos y Aquino armaban la carpa y buscaban leña, Beaufils coleccionaba rocas y Methfessel sacaba un croquis; yo me puse a pescar mojarras con la red de mariposas, con tan buen éxito que esa noche pudimos regalarnos con un plato más.

Inútil es decir que todos comimos con buen apetito y después nos retiramos a dormir con verdadero placer, pero fastidiados por innumerables mariposas blancas que nos invadieron la carpa atraídas por la luz de la vela.

Juntos cabíamos los tres adentro, los peones se habían quedado al lado de la canoa para cualquier cosa que pudiera acontecer. A las once de la noche fuimos despertados por un tremendo aguacero que nos obligó a levantarnos y llamar a los peones para que se refugiasen junto a nosotros.

Los pobres eran tan respetuosos que no querían venir y solo mandándoles imperativamente aceptaron, trayendo uno de ellos dos tizones encendidos, la caldera y demás adminículos para tomar mate.

El agua y el viento no cesaron en toda la noche, que tuvimos que pasar sentados unos al lado de los otros; sobre nuestras camas de yuyos, matando el tiempo a fuerza de sendos mates que son muy útiles en un caso como este.

El debut de la excursión no podía ser mejor, felizmente los peones a las primeras gotas que cayeron tuvieron, la precaución de amontonar todo lo que había quedado en la canoa y cubrirlo con sus ponchos, para que no se nos mojaran las provisiones y demás cosas.

La lluvia siguió hasta las diez de la mañana del siguiente día, lo que nos decidió a seguir viaje.

Embarcados nuevamente, después de haber cortado algunos Tacuaruzús para botadores, seguimos costeando siempre la Costa Brasilera, la que nos volvía a presentar aspectos variados: un arenal fue lo primero que dejamos atrás, luego una playa de piedras curiosamente trabajada por el agua, con grandes agujeros verticales, debidos seguramente en su origen al destaco de las bombas y después al frotamiento de otras piedras que la corriente ha depositado en ellos haciéndolas girar con rapidez, produciendo así el desgaste. Más allá cruzamos delante de un magnífico chorro de agua que se precipitaba de una gran altura, después volvimos a ver los altos paredones hasta que al doblar una punta y pasar una corredera nos enfrentamos con una bella sorpresa. Entre dos altas barrancas cubiertas de impenetrable vegetación, separadas por una gran hondonada del terreno, se despeñaba en dos chorros gemelos, un arroyo por sobre una pared de cuatro metros de altura.

La pared divisoria entre las dos barrancas que producía el desnivel entre el arroyo y el río, tenía la forma de un pequeño anfiteatro. En ambos extremos, dos arenales amarillos contrastaban maravillosamente sus colores con el negro de las piedras, el verde de los árboles y el blanco espumoso de las aguas.

A un lado, sobre uno de estos arenales, amontonados por el remanso que formaban las aguas, se hallaban acumulados diversos troncos y ramas de árboles, entre los cuales vimos uno de un tarumá joven que había sido cortado por los indios, seguramente para puente, y que el arroyo en sus crecientes, había arrebatado y arrojado allí junto con varios fragmentos de alfarería cocida del mismo tipo de las encontradas en Tacurú Pucú, cuya descripción será incluida en el Trabajo especial sobre los Cementerios del Alto Paraná.

Allí descansamos un momento y tomamos mate mientras Methfessel sacaba un croquis exacto y nosotros reuníamos rocas y alfarerías.

Cada vez peor se presentaba el río, siempre más tortuoso y más lleno de correderas. El trabajo del botador y remos, si no se ayudaba con la silga no daba para avanzar sino lenta y penosamente entra aquella agua que corría y rugía sin cesar, como queriéndonos impedir el paso.

Los pobres peones descalzos por entre las piedras de la costa con la cuerda al hombro, haciendo esfuerzos gimnásticos de toda especie, daban compasión al mismo tiempo que nos tenían suspensos de un hilo, es decir de la cuerda, que si por desgracia se hubiese llegado a escapar o cortar, el agua nos habría arrebatado, volcándonos la canoa al atravesarla contra las piedras.

Esos momentos eran de verdadera ansiedad, la silga por un lado, los botadores sosteniéndonos sobre las piedras hacia las que la correntada nos quería echar, los golpes inútiles de remo que no podían maniobrar porque chocaban contra otras piedras semi sumergidas, los gritos de Santos: el timón a la costa! todo lo que pueda! el agua precipitándose entre las piedras con su espuma blanca y su ruido ronco especial, y finalmente la canoa que no se movía, nos creaban una situación violenta que, solo cesaba después que a fuerza de tanto trabajo zafábamos las partes peligrosas de las correderas.

Apelando a mi estrategia, antes de pasar una de estas, repartía un buen trago de caña a esa pobre gente sedienta y sudorosa que trabajaba a echar los bofes, según la expresión criolla.

Los efectos del alcohol en esos casos, son maravillosos; activa la energía, crea nuevas fuerzas y de gente extenuada se hacen bravos trabajadores. Recomiendo mucho que no olviden los exploradores del alto Paraná el llevar caña; sin caña nunca se harán las cosas bien y con buena voluntad,-todo usado con método se comprende,

A una cierta altura ya no pudimos seguir adelante y resolvimos cruzar el río para ver si podíamos ser más felices en la costa argentina.

Don Santos, como más práctico se encargó del timón, Beufils siempre voluntario tomó un remo y a una voz, como si maniobráramos según ordenanza, se rompió un remar vigoroso y acompasado.

Arrebatados por la corriente, siempre bajando, describiendo una diagonal perfecta, llegamos a la otra orilla una cuadra más abajo.

Volvimos al trabajo de la silga y botador, marchando con la misma lentitud. Una hora después, otra sorpresa grata nos esperaba, de una altura de 60 metros, en un recodo del río que escondía un paredón de piedra a pique, se precipitaban dos magníficos chorros de agua con un ruido infernal.

Como la hora era avanzada y no podíamos acampar en ninguna parte, resolvimos seguir, sin que el señor Methfessel pudiera sacar un croquis de este salto.

Después de mucho andar y cerca del crepúsculo, no encontrando sitio mejor, resolvimos armar la carpa sobre un pedregal alto que se hallaba al pie de un monte que cubría una barranca casi a pique.

Un gran problema fue el parar los horcones de la carpa porque en la piedra era imposible clavarlos, pero lo resolvimos valiéndonos de las mismas piedras que amontonábamos a guisa de pedestal alrededor de cada uno; las piedras también nos sirvieron de estacas.

Mientras se hacía esto, Joaquín, furioso pescador, después que puso la olla al fuego, despuntó el vicio tirando una feliz lineada, que nos proporcionó un soberbio dorado que nos hizo desechar nuestra ración de charque.

Esa noche pudimos dormir arrullados por el ruido sordo de las correderas.

 

Juan Bautista Ambrosetti

El relato es parte del libro Tercer viaje a Misiones 1896. Ambrosetti fue uno de los primeros en recorrer esta región y dejar testimonio de lo que vio, escuchó y pudo experimentar. Autor de innumerables trabajos, folklorólogo, historiador, etnólogo, dedicado a la arqueología y antropología del Alto Paraná.

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