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domingo 23 de abril de 2023 | 3:54hs.
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Desde que recuerdo, nunca tuve un tiempito libre para mí.

Me veo a los 5 años, barriendo el enorme patio de mi casa, en la chacra, con una escoba hecha a mi medida, mientras mis hermanos algo más grandes, jugaban al fútbol en el potrero.

Mamá, por qué los varones no barren también. Por eso, porque son varones. y Chás! una cachetada. Ellos no hacen estas tareas, son cosas de mujeres. Y apurate, que necesito que peles mandioca, para el almuerzo.

Yo miraba el pasto, con ganas de rodar y hacer viracambotas. Me distraía y el grito de mi madre, ¡abrí la boca nomás, que ya vas a ver!

A los 7, me mandó a la casa de una vecina que estaba por parir, para que la ayude en la casa. Aprendí a cocinar, aunque a veces se quemaba un poco la comida. Y otra vez los gritos, los insultos, las quejas, que para eso le pago a tus padres, con yerba y tabaco.

A los 12 me mandaron al pueblo vecino. A la casa de un gendarme. Allí me trataban bien, pero terminaba el día ¡tan cansada! Ni ganas de bañarme. Se me cerraban los ojos de sueño. Al otro día, a madrugar, preparar el desayuno, hacer las tortas fritas y hasta ordeñar una vaca que tenían. El hombre se murió en un accidente, no sé, o en un encuentro con contrabandistas, algo así.

Entonces empecé a deambular, de casa en casa, como sirvienta, cuidando niños moquientos y llorones, soportando destratos y hasta golpes.

Una noche, el hijo mayor entró a mi pieza y me tapo boca.

Quedé embarazada. Pero aborté. Menos mal.

Después…después me junté con un hombre mayor, viudo, que tenía una collera de niños. ¡Ahí sí que trabajé! limpiar, lavar, planchar, cocinar, coser, aguantar el peso del gringo casi todas las noches. Y su olor a caña. Tuve dos hijos. Dos muchachos. Quién sabe por dónde andarán.

En el segundo embarazo se me hincharon las piernas. Me dolían. Las venas azules parecían reventar. Y la cintura, un martirio. Pero había que seguir lavando, planchado, cocinando, limpiando.

Yo decía que era mi marido pero nunca nos casamos. Cuando los hijos lo depositaron en un geriátrico, por el alzhéimer, a mí me echaron de la casa.

No quiero acordarme de esa época.

Porque ahora estoy aquí, tranquila. Ya no hago nada. Tengo todo el tiempo para mí.

Después del desayuno, me llevan en silla de ruedas a la galería, para que me entretenga, dicen. O converse con las otras. Que son sordas, o ciegas, o idas.

Sí, por fin tengo tiempo para mí. Para pensar, para revivir algunos pocos momentos buenos.

Pero descubrí que si no tengo nada que hacer, me aburro.

Y entonces me traslado al patio de mi casa en la chacra y comienzo a barrer y escucho a mi madre;  y a mis hermanos gritando gol!

O sino, preparo la masa para las tortas fritas, ¡si hasta escucho el chirrido de la grasa y siento ese olor que me abre el apetito!

Y esta vez sí, me voy al campito y me tiro sobre el pasto para dar viracambotas hasta que me duele todo el cuerpo…y me duermo, me duermo escuchando el grito de los teros, el mugido del ternero, el ladrido de los perros…

Ahí está la abuela, otra vez, riéndose sola. ¡Decile que no se mueva tanto que un día de estos se va a caer con silla y todo y va a ser peor! Como si no tuviéramos suficiente con el viejerío…Poco sueldo y mucho quehacer…

Pero bueno, en qué otra cosa va a trabajar una, que ni pudo estudiar, siempre llevando unos pocos pesos a la casa para que todos pudieran comer aunque sea una sopa aguachenta o un guiso desabrido. Aquí, al menos…

 

 

Rosita Escalada Salvo

El relato es parte del libro Pombero en el maizal y otros cuentos. Escalada Salvo ha publicado más de treinta libros de cuentos, poemas, novelas, teatro y antologías compartidas.

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