Agradece y suelta

domingo 23 de abril de 2023 | 3:50hs.
Agradece y suelta
Agradece y suelta

Agradecer por lo bueno y por lo malo vivido, y dejar ir…

Eso dicen. ¡Como si fuera tan fácil!

En esa afirmación estaba pensando Luz, cuando otro recuerdo fugaz y mortal como una espada de doble filo que le rasgaba el alma la atacaba nuevamente… el llanto de su bebé no dejaba de atormentarla.

Había tenido que ver un cajón blanco, pequeño, inmaculado… meterse debajo de la tierra el último verano.

Ese recuerdo de dolor y tortura inconmensurable la atormentaba día a día, y no dejaba que Luz hallara consuelo.

Daría lo que fuera por haber sido ella la que estaba en un cajón, hubiera preferido morir también y no tener que seguir viviendo como un fantasma que ya no quiere vivir. Como un alma en pena, en una eterna agonía luego de tener que entregar lo que más quería en el mundo: su bebé.

Los médicos decían que podría tener otro hijo, que rehaga su vida… ¿Cómo podría su alma dolida armar una vida sin aquel bello ángel que la acompaño tan poco tiempo?

El estrago de cada mañana era verse en el espejo, con ojeras por la falta de sueño y con las mechas que le caían como cascada castaña por los lados de un desmejorado rostro. De un cuerpo que tampoco era el que supo ser, de una persona que tampoco ella reconocía.

El otoño llegaba, con sus hojas amarillas y las mañanas con niebla… el otoño dolía y penetraba en lo más profundo de su ser. Cada brisa, y cada atisbo de un fresco aire que se colaba por la ventana hacía que Luz, quiera cerrarla, quiera tapar cualquier entrada de aire, de sol, de vida… porque para ella ya se había ido su vida con aquel cajoncito diminuto color blanco puesto en un cementerio local en el verano que antecedió a aquel otoño triste, frio, negro…

El tiempo siguió pasando, y la gente siguió su vida.

Luz no pudo. Ella deseaba volver a vivir y cuando se levantaba de la cama, volvía a recordar y revivía con el mismo pesar día a día, aquella pesadilla de haber tenido que “entregar” lo único que le había dado sentido a su vida.

El invierno llega de pronto, y Luz apenas lo percibe…

Los días se acortan semana a semana, y el viento se vuelve más frío, más seco, más doloroso… como agujas que penetran y atraviesan la cara.

Luz siguió sin volver a vivir, hasta la primavera siguiente, cuando empezaban a anidar los pajaritos en su árbol, cuando volvía a florecer aquella enredadera descuidada en su jardín, Luz volvió a salir al patio.

Ya las personas la habían dejado de lado, perdió además amigos, familia, pareja, y vecinos… Nadie había estado con ella en aquel largo calvario, aunque decían comprenderla. Nadie estuvo allí para ella hasta aquella primavera.

Todos habían seguido con sus vidas, teniendo un poco de pena, o mucha, compadeciéndose de ella al comienzo pero luego abriéndose de su camino.

Mirando hacia otro lado. Porque “ya era hora de rehacer su vida”, decían.

Llega así el nuevo verano… las fiestas, todo aquello que a Luz, durante toda la vida, le había llenado de magia, de ilusión, esta vez le recordaba el peor dolor.

Se cumplía un año de aquel día en enero. En un nuevo verano de tormentoso rigor, de temperaturas realmente elevadas, de risas, vacaciones, y esparcimiento… para Luz, esta vez, era un nuevo látigo del destino, que le recordaba que se cumplía un año de aquel oscuro y terrorífico día. El peor de todos, el más duro, el más amargo… el más injusto de toda la vida.

Luego de haber sido encerrada en una prisión por considerarla peligrosa para sí misma, luego de haber intentado volar con su bebé en varias oportunidades sin éxito a lo largo de ese año… ese día le permitieron ir al cementerio. Con compañía, con guía y sostén como si acaso la enfermera haría que su pena desaparezca.

Pues no. No desapareció la pena, ni disminuyó a lo largo de aquel eterno año… pero ese día se fue a ver la tumbita de aquel ángel que tuvo que entregar hacía exactamente un año.

Allí estaba, con su vestido amarillo, claro, unas sandalias bajas, y una cinta blanca en su cabello para levantarlo. Del brazo la acompañaba su enfermera. Y unos pasos hacia atrás, un par de personal del psiquiátrico, vestidos con un limpio tono blanco de la cabeza a los pies.

Caminaron hasta el lugar de los bebés sepultados… ¡menuda pena!

No deberían morir los bebés y los niños. No debería estar “permitido” morir tan joven.

Pero allí estaba la tumbita con una imagen de ángel arriba, con unas piedritas blancas, y un recuadro de escasos centímetros remarcados con piedras blancas más grandes. Allí estaba lo que quedaba de aquel hijo que tuvo que “entregar”…

Luz estaba tranquila. Más tranquila de lo que creían que estaría, como absorta.

Su mirada se centró en el horizonte, colmado de tumbitas pequeñas como la de su hijo, y respiró hondo… una vez, otra vez… al tercer suspiro dirigió la mirada hacia la enfermera, y le dijo: -No estoy loca, estoy sin alma.

La enfermera respondió: -Tiene derecho a estar rota, pero no tiene derecho a estar sin alma. Este dolor que usted siente, lo sienten todos los padres de todas esas tumbitas que usted ve allí -dijo señalando alrededor y siguió -debe dar gracias por todo lo bueno, por todo lo malo, y entregar al universo a que se lo lleve. Seguir adelante con fe. Con la fe que aún esta con usted como un ángel que la cuida, o con la fe que lo verá en sus sueños, o que algún día, cuando a usted le toque dejar su cuerpo, lo vuelva a ver. Usted decide; pero No tiene permitido creerse sin alma, porque usted la tiene, y está viva.

Luz la miró y repitió: - agradecer lo bueno, lo malo, y entregar… ¡como si fuera tan fácil!

  

Aideé Jéssica Martini

Inédito. Martini es abogada y reside en Puerto Rico. Autora de la novela “Estampida de Emociones”  en 2022 y de cuentos publicados en antologías “Ojos de Cielo” y “Dios nos crea y el amor nos une” en los años 2004 y 2005 respectivamente en la Editorial Universitaria de Misiones

 

 

 

¿Que opinión tenés sobre esta nota?