Altman

domingo 16 de abril de 2023 | 3:15hs.
Altman
Altman

Lo conocí el primer día de clases en la Facultad de Agronomía Tropical de Deventer, Holanda. Se sentó en el pupitre a mi derecha.

Estaba vestido de uniforme de soldado raso con el birrete doblado debajo de su hombrera izquierda. Nos presentamos y le pregunté por qué estaba de uniforme. Me comentó que todavía no había sido dado de baja, que recién había llegado de Batavia (ahora Yakarta) y que de todas maneras todavía no tenía ropa civil.

Era menudo, no más de 1, 65 de altura, tez trigueña y pequeños ojos con una mirada muy particular, no esquiva pero como si no estuviera presente. Había visto ese tipo de mirada antes, aunque en ese momento no era consciente de ello ni del porqué.

Nació en la ciudad de Bandung en el sur de la isla de Java de madre javanesa y padre holandés, los dos fallecidos. El padre había sido empleado en los ferrocarriles en la isla de Java.

En el momento de conocernos tenía 26 años. Yo tenía 15.

Fuimos entablando una amistad.

Se alojaba en la casa de dos tías, hermanas de su padre. Recuerdo que una de ellas se estaba volviendo ciega y estaba aprendiendo Braile.

Los japoneses invadieron la Isla de Java en el año 1941, justo cuando él estaba haciendo el servicio militar.

El ejército holandés pudo resistir la invasión durante tres meses, luego capitularon y cayó como prisionero de guerra.

Los llevaron a un campo en las cercanías de Yakarta. Luego fueron transportados como ganado en varios barcos destinados expresamente para eso. Algunos con destino Filipinas para trabajar en las minas de carbón. A mi amigo le tocó como destino Rangoon, la capital de Birmania. Me contó que a muchos de los que les había tocado camastros en el fondo de las bodegas murieron en la travesía.

Los japoneses estaban construyendo una vía férrea estratégica para poder abastecer la frontera con la India. Los llevaron hasta la cabecera de la línea férrea, a pie. En fila india, cuidados por tropas coreanas. La mayoría de los guardias en los campos, tanto en Birmania como en Java y Sumatra, eran coreanos.

Los que no podían seguir el ritmo eran inmediatamente ejecutados. Mi amigo se escapó muchas veces de la fila con algunos camaradas para buscar plantas comestibles. Tenían que volver a la fila porque escaparse en esa selva era muerte segura.

Se produjo una epidemia de tifus. Me contó que en una de las fugas tomaron agua en un arroyito. Aguas arriba encontraron caídos en el arroyo dos cadáveres de compañeros que habían muerto de esa enfermedad. Lo único que pudieron hacer es meterse los dedos en la garganta para vomitar el agua que habían bebido.

Durante los tres años estudiamos mucho juntos. Él no quería volver a Indonesia y efectivamente consiguió un trabajo con la United Fruit Company en Centro América. Había optado por aprender castellano y me obligaba a hablarle únicamente en ese idioma. Debo decir que cuando nos despedimos lo hablaba bastante bien.

Un día le comenté, no sé por qué razón, que tenía un tío, hermano de mi mamá, que también había sobrevivido la línea de Birmania y le mencioné el apellido. Me preguntó si mi tío era enfermero.

Mi tío eligió el ejército durante la depresión económica del año 30 como forma de conseguir trabajo y efectivamente había elegido la enfermería como oficio.

Lo vi una sola vez cuando se encontró con mi padre en un bar. Hacía muy poco que había vuelto. Parece que tenía dificultades en conseguir trabajo y mi padre estaba tratando de ayudarlo.

Tenía la misma mirada que mi amigo Altman. Era una mirada de ojos muertos.

A tu tío, me dijo Altman, le debo mi vida.

La higiene en el campo dejaba mucho que desear, estaba bastante debilitado por la falta de alimentación adecuada y el severo régimen de trabajo. Se lastimó en la pierna derecha. La herida no sanaba y estaba con principio de gangrena. Los médicos querían amputar debajo de la rodilla. Eso también sería una muerte segura.

Mi tío le consiguió un permiso de descanso por enfermedad por una semana, cosa extremadamente difícil.

Le dijo que él no podía hacer nada por su pierna pero como última opción la metiera en el arroyo tres veces por día por media hora cada vez. Siguió su consejo y cada vez que introducía su pierna enferma en el agua los pececitos del arroyo le limpiaban la herida. Era un proceso doloroso pero surtió efecto. La herida sanó. Lo único que se veía era una cicatriz.

Hace un mes viajamos con mi señora a Viena. Como nunca había visto Praga, decidimos visitarla por tres días.

Me asombró ver allí muchos lugares locales con masaje Thai. Parecen estar muy de moda. Además de las camas de masaje, muy concurridas por cierto, me asombró ver grandes peceras con pequeños peces grises. Encima de las peceras hay asientos donde el cliente se sienta con las piernas en el agua. Los pececitos se dedican afanosamente a limpiar.

Al verlos en ese instante mi memoria volvió a mi amigo Altman.

Sé que consiguió un trabajo en Centroamérica, sé que se casó con su novia de Deventer y que viajaron juntos, pero nunca volví a tener contacto con él.

 

Gerardo Klomp

El relato corresponde a vivencias del autor en la década del 50. Son parte del libro Recuerdos de Misiones, inédito. Klomp tenía propiedades en Eldorado. Falleció en 2019 en Buenos Aires.

¿Que opinión tenés sobre esta nota?