El payé San la Muerte

domingo 09 de abril de 2023 | 3:27hs.
El payé San la Muerte
El payé San la Muerte

Día lunes: la escuela, como todos los días de clase, se vistió con los guardapolvos blancos y cantó en las voces de las niñas que antes de entrar al aula coreaban una ronda.

Algo ocurría que distraía a los varones. Varios grupos comentaban quién sabe qué acontecimiento de la colonia.

El sonar de la campana, calló voces, murmullos y cantos. El saludo a la bandera y el desfile de los alumnos a sus respectivos grados, iniciaron las tareas del día.

Han pasado cuatro años y la escuela cuenta con varios docentes jóvenes que comienzan su vida de sacrificio como maestros rurales en medio de la selva. La época en que con 98 niños daba clase solo, es ya un recuerdo. El establecimiento se afirma a través del trabajo de los colegas y una educación integral va modelando las mentes infantiles.

Continúo dando clase. Me he reservado el grupo de los últimos grados para terminar de formar a los alumnos orientándolos en la lucha futura cuando abandonen la escuela primaria. Ya sentados en sus bancos, los veo in- quietos y escucho murmullos y conversaciones en voz baja.

-¿Qué pasa hoy en el grado? Seguramente tienen algo que contar y ya saben que pueden hacerlo con sólo pedir permiso. Levante la mano el que quiera hablar -les dije.

-¡Contá vos, Carlos!... ¡Dale, contá!... dice uno de los niños.

Carlos desde su banco, titubea y después dice:

-¡Ayer mataron a un vecino, señor!...

-¡Párese, Carlos!... Ya sabe que debe hacerlo al dirigirse a su maestro -le ordeno,

-¡Perdone, señor! -me dijo poniéndose de pie.- Es taba distraído, la cuestión es que mataron a Don Celedonio de un balazo en el corazón, mientras se encontraba en el boliche a orillas de la ruta. Lo que discutimos antes de entrar a clase eran las circunstancias de su muerte. Dicen que el que lo mató tenía un San La Muerte.

-¿Un San La Muerte?... ¿Y qué es un San La Muerte?... le pregunté.

Varios alumnos respondieron a viva voz, no dando tiempo a contestar a Carlos: -¡Es un payé, señor!...

-¡Pero niños!... Ya les he dicho que no deben creer en esas supersticiones...

-¡Sí, señor!... Pero con la forma en que murió Don Celedonio, termina uno por dudar -exclamó Carlos.

-¿Qué es lo que pasó?... ¡Cuéntame! le dije.

-Vea señor. Yo no sé bien, pero escuché a mi padre hacer comentarios. Parece que Don Celedonio desde hace días provocaba a un forastero, pero éste no quería pelear por que decía que tenía un San La Muerte; pero cuando Don Celedonio se mamaba, quiero decir, se emborrachaba, se ponía demasiado cargoso y ayer no solamente lo provocó sino que sacó el revólver y le disparó los seis tiros. El forastero parece que esperó que disparara todos los tiros y después, dicen que sacó el revólver y tiró casi sin mirarlo pegándole un balazo en el corazón, ¡dejándolo frito!...

La clase rió con la última expresión de Carlos. -¿Quién estaba en el almacén...? -pregunté.

-Don Clemente, Juan Manuel, Don Julián y varios más -respondió el niño.

-Pero ¿qué es un San La Muerte?...-interrogué.

-Es un payé que sirve para matar. Dice mi abuelo que el que lo tiene, cuando pelea mata al contrario sin remedio. ¡Y por lo visto es cierto! -afirmó Carlos.

-Ya les he dicho que no deben creer en esas pavadas, Si el muerto estaba borracho es fácil que errara todos los tiros. Eso es en realidad lo que ha ocurrido. Ya averiguaré cómo sucedieron las cosas. Ahora vamos a dejar este asunto y nos pondremos a trabajar en lo nuestro, ¡Siéntese, Carlos! -lo que hizo de inmediato, iniciándose las tareas del día.

Me propuse conocer todo lo que se refería a este payé o amuleto de modo que el viernes a la tarde llegué en mi caballo hasta la casa de Doña Clemencia. Esta me recibió alegremente, gritándome desde la casa:

-¡Parece que me cayó un cliente! ¡Baje, compadre, que las puertas del consultorio están abiertas! -festejando sus palabras con la risa inolvidable y contagiosa,

-¿Qué tal se encuentra mi maestra payesera? -le dije contestando su broma.

-Aquí estoy como siempre, trabajando. Pase, compadre, siéntese me dijo arrimándome una silla.

Mi ahijada llegó corriendo a pedirme la bendición. Al rato estábamos mateando y conversando sobre la escuela, la colonia y los problemas de ésta. De vez en cuando me echaba una mirada con sus ojos picarescos y se sonreía. La sentía hurgar en mis pensamiento y en un momento dado interrumpió la conversación intrascendente para decirme:

-¿Qué quiere saber, compadre, sobre el San La Muerte?

La miré sorprendido y le pregunté:

-¿Cómo sabe que estoy interesado en el San La Muerte?..

-Adivinando el pensamiento -me contestó sonriente-.

- Puede ser, aunque lo lógico es que usted lo supiera, comadre. Es la comidilla de todos los serranos y no puede pasar desapercibido para usted que conoce el interés que tengo por estas cosas. ¿No es así, comadre?...

-Si usted lo cree así... ¿Qué es lo que usted quiere saber?

-Todo lo que usted sepa sobre el particular. Principalmente, cómo se hace un San La Muerte. Fíjese que hoy es viernes y de acuerdo a lo que usted me ha dicho solamente en este día me puede confiar sus secretos. Esto último lo dije con un tono casi burlón, que la fastidio. Lo leí en sus ojos que brillaron en un relámpago de ira.

-Yo no sé para que usted se interesa por estas cosas si no cree en ellas y todavía tiene el tupé de burlarse de mi.

-¡No lo tome así, comadre!... Perdóneme si en algo la he ofendido y no olvide que soy su discípulo más fiel.

-Usted es zalamero y siempre consigue de mi lo que quiere. Está bien. Lo complaceré pero a la menor señal de incredulidad, lo dejo plantado. Le voy a enseñar qué es un San La Muerte a través de una historia ocurrida hace ya muchos años, -me dijo alcanzándome un mate e iniciando la narración.

-Era una muchacha joven, cuando me puse en contacto con un San La Muerte. Un hombre, recuerdo perfectamente su nombre, se llamaba Justo Da Silva, visitó a mí madrastra, la curandera que me enseñó todo lo que sé, los efectos de conseguir un San La Muerte, el payé terrible por cierto, que hace matador de hombres al que lo posee.

Al verme sonreír, me dijo amoscada: -Y no se ría, compadre, que esto no es cosa de risa.

Borré mi sonrisa ante el temor de que mi comadre me dejara con la narración a medio contar y puse la mejor cara de atención y circunstancia que la animara a continuar. Al parecer satisfecha prosiguió:

-Siempre mi madrastra se había negado a enseñar cómo se fabrica un San La Muerte, pero este hombre la convenció. Contó que su esposa y sus tres hijos habían sido brutalmente asesinados por una banda de gente de mal vivir, capitaneados por un tal Anastacio Fleitas, criminal que en esa época tenía aterrorizada a toda la zona en su ausencia y quería vengarse. No pararía hasta terminar con todos ellos, dijo jurando sobre sus dedos cruzados y dando el beso sobre ellos sellando así su determinación. Sacó veinte monedas de oro, libras esterlinas creo, y se las ofreció a cambio de su secreto.

-Posiblemente por las razones invocadas o por el brillo de las monedas, mi madrastra inició de inmediato la enseñanza para lograr la confección del payé San La Muerte, el que como verá, no se hace en un rato.

-En primer lugar, debía conseguir el plomo de la bala que hubiera matado un hombre. En aquel tiempo, Justo contaba con unos veinticinco años más o menos. Bajo, delgado, con ojos hundidos, era a la vista un hombre insignificante, salvo la mirada fuerte, a través de la cual se podía adivinar una persona de carácter y de firme determinación.

-Durante meses anduvo buscando la bala de plomo, único elemento con el que podía construir el payé, sin conseguirlo. Empeñado en su búsqueda, llegó a pagar una fuerte suma al sepulturero del cementerio a los efectos de violar las tumbas de los que habían muerto asesinados.

-Durante la noche, cavaban los sepulcros y al descubrir los restos buscaban entre los huesos el plomo, sin llegar a encontrarlo. Pero al final tuvo suerte. En una pelea entre dos vecinos del lugar, uno de ellos murió de un balazo en el corazón. Sepulturero y Justo se pusieron de acuerdo y esperaron el entierro del muerto. La noche en que ambos se dirigieron a la tumba donde descansaban los restos del asesinado, se desató una fuerte tormenta. Bajo la lluvia y el viento huracanado ambos cumplieron la macabra tarea, desenterrando el difunto, el que fue transportado a la luz de los relámpagos hasta la casa del primero de los nombrados.

-Justo, con un filoso cuchillo, abrió el pecho del cadáver y partiendo el corazón extrajo el plomo que tanto tiempo anduvo buscando. Un vez éste en su poder, cargaron nuevamente con el cadáver y volvieron a enterrarlo. Una gruesa suma de dinero selló los labios del sepulturero, el que por otra parte jamás hubiera hablado pues al conocerse su acción no solamente hubiera perdido su puesto, sino su vida, que en Corrientes no se perdona un sacrilegio semejante. Yo me enteré por mi madrastra cuando Justo llevó el plomo a los efectos de iniciar los conjuros para fabricar el payé.

-Ahora debes esperar el Viernes Santo, pues únicamente en ese día se puede hacer le dijo mi madrastra. Por fin llegó el día señalado. Justo fue introducido en una habitación a solas por mi madrastra, quien le dijo:

-Trabajarás ese plomo con este cuchillo de plata hasta hacer de él un esqueleto. La cabeza, lo más grande que puedas y debe parecer una calavera. Aquí tienes una natural para que puedas imitarla, agregó entregándole una que siempre tenía escondida en un baúl y que sólo sacaba en circunstancias como ésta o cuando atendía a su clientela. Durante todo el día y a medida que vayas realizando tu trabajo, rezarás tres avemarías, tres padrenuestros y tres credos alternados y sólo dejarás de rezar cuando hayas terminado la figura del San La Muerte. Después cerró la puerta y dejó a Justo en su trabajo.

-Ya en esa época mi madrastra no tenía secretos para mí, de modo, compadre, que esto que le cuento fue parte de una de las tantas enseñanzas de la que fuera mi verdadera madre. Cuatro horas más tarde, abrió Justo la puerta llevando terminada la figura del esqueleto cabezón. Yo lo tuve en mis manos.

 -Ahora, debes darle poder le dijo mi madrastra. Pero antes quiero advertirte para tu bien, que este payé puede convertirte en un criminal durante toda tu vida. Antes de decirte lo que vas a hacer, es necesario que lo sepas. Con él encima, si peleas, matarás indefectiblemente al contrario, aunque no lo quieras. Muchos, sabedores que lo posees, te provocarán hasta enfurecerte pues su sola presencia en un lugar crea en el medio peleas y desavenencias. El San La Muerte se nutre de la sangre. Serás un hombre temido pero aborrecido por todos. Te convertirás en un ermitaño, vivirás huyendo. Nadie te querrá hasta quedarte sin amigos y en la mayor soledad. Hay una sola forma de librarte de él y es... matándote. Terminando con tu vida por tu propia mano. ¡Éste es el futuro que te espera!

-¡No importa!... contestó Da Silva-. Debo vengarme de los que asesinaron a mi familia. Lo que me pase después, me tiene sin cuidado.

-¡Está bien!... Tú lo has querido. El próximo viernes, andá al cementerio a las doce de la noche junto a la tumba del hombre que murió por ese plomo y rezá un credo al revés teniendo apretado en la mano el San La Muerte. Cuando llegues a la última palabra, sentirás que éste se calienta hasta quemarte la mano.

-No la abras y aguanta el dolor. Vuélvete y camina en dirección al oeste del cementerio. Sentirás voces que te llaman y entre ellas las del muerto que murió con el plomo con que has construido el San La Muerte. Por nada del mundo te vuelvas; si lo haces, el payé perderá su fuerza y todo lo que has hecho hasta ahora habrá sido en vano, aparte de que quedarás completamente loco. ¡Ya lo sabes!... ¡Ahora andá!...

-Nunca más volvió, ni lo volví a ver. Pero supimos que Justo Da Silva, vengó a su familia. Uno tras otro el jefe y los cinco bandidos que formaban su banda murieron bajo los certeros balazos del revólver de este hombre, al parecer insignificante. Poco tiempo después mató en un almacén a un hombre que lo provocó y varios otros cayeron bajo sus balas. A raíz de ello fue perseguido por la policía, mató a un oficial y huyó al Brasil. Después, nunca más supe de él -terminó Doña Clemencia.

Durante todo el relato habló con seguridad, creyendo firmemente todo lo que había narrado. Me quedé silencioso y después, como lo hacía siempre, anoté en mi libreta todos los datos que consideré importantes.

-Dígame, comadre -le pregunté ¿Usted nunca recomendó a alguien o hizo hacer un San La Muerte?

Quedó pensativa y titubeante al parecer sin saber si contestar a la pregunta. Después mirándome fijamente, me contestó:

-¡Sí, compadre!... Hace unos veinte años, después que murió mi madrastra. Un día llegó a mi casa en Corrientes un hombre que deseaba poseer el payé. Me negué al princípio, pero... ¡lo que es el dinero!... Bueno, compró mis servicios por una fuerte suma y se lo enseñé a hacer. Trajo el plomo que según me contó se lo había comprado a un cabo de policía muy conocido en la zona, el que le aseguró que provenía de la bala que había matado a un vecino en una de las tantas peleas que son frecuentes en mi provincia. Cumplió con todos los conjuros y un día, ya con el San La Muerte en su poder, desafió a un famoso capanga de un caudillo político del lugar y fue tal su bravura y el coraje que le daba el saber que tenía colgado de su pecho el esqueleto cabezón, que cruzándose de brazos esperó que el otro sacara el revolver diciéndole: -¡Tirá si sos capaz!... pero te aviso que si llegás a errar te mataré sin remedio. El capanga no se hizo rogar; le disparó dos tiros, el primero falló pero el segundo... Le hizo volar la tapa de los sesos. Había fallado el San La Muerte.

Esa noche en el velorio me acerqué al Cabo que le ha- bia vendido el plomo y le pregunté si era verdad que éste era el mismo que había matado un hombre.

-Vea, doña, me contestó, la verdad que no. Como el finado me ofreció una buena suma de patacones, saqué el plomo de una de mis balas y le hice el cuento... ¡Qué va hacer doña! Uno es pobre y tiene muchos hijos pa'darle de comer. A veces pa' conseguir un peso uno debe hacer cosas raras y cuando encuentra un loco de éstos y... ¡güeno!... lo aprovecha y le vende gato por liebre. ¿No le parece doña?...

-Lógicamente, este San La Muerte era falso. Por eso murió el que lo tenía -dijo seriamente.

Le agradecí su narración y regresé a la escuela. Me quedaba saber los detalles de la trágica desaparición de Celedonio para lo cual había invitado por intermedio de uno de sus hijos, alumnos de la escuela, a Clemente. He aquí su narración, la que hizo en brasileño y no digo en portugués por que como he manifestado en otras oportunidades, el lenguaje usado en la frontera del Alto Uruguay es una mezcla de éste y el castellano, por lo que lo traduzco para no cansar al lector.

-Desde hacía varios días me encontraba trabajando en casa de Don Florencio Leiva, cuando llegó al lugar un hombrecito de más de sesenta año. Bajo, calvo y con unos ojos hundidos y flaco como una laucha pidió trabajo al patrón y como éste necesitaba terminar con la esquila de sus ovejas, lo conchabó.

Trabajaba como todos nosotros, pero no hablaba y sólo respondía nuestras preguntas con un sí o un no, cuando no las respondía.

 -Usted conoció a Don Celedonio. ¡Estando fresco era una buena persona pero cuando se mamaba!... ¡Que lo aguantara el demonio!

-Después de caer la tarde y finalizado nuestro trabajo, nos reuníamos en el boliche a tomar unas copas y este hombrecito pedía una "cachaza" y se sentaba solo en una mesa y la tomaba sin cambiar palabras con nadie, pensando quien sabe qué cosas. Era un hombre triste y lo único que lo distinguía era su mirada que cuando la elevaba en alguno parecía de acero.

-La noche anterior a la muerte de Celedonio, éste se mamó y empezó a provocar al que después lo mató. Entre otras cosas le dijo que siendo tan chico, no debía tomar caña, sino leche como los terneros, lo que hizo reír a todos.

El hombre no le contestó y siguió tomando la cachaza como si no lo hubiera escuchado. Continuo Celedonio molestándolo y en una de esas se levantó y no encontró mejor diversión que volcarle la copa en el sombrero, entre las risas de los otros que celebraron la ocurrencia.

-Se levantó el viejo. Sus ojos como agujas se clavaron en la cara de Celedonio. Después, pausadamente, pero al parecer muy enojado, le dijo: ¡A usted te anda buscando la muerte! -y dirigiéndose a todos nosotros, manifestó:

-¿Saben ustedes lo que es un San La Muerte?... Güeno, yo tengo uno. ¡Les ruego por lo que más quieren que aconsejen a este hombre que no me moleste más..! ¡Le va en ello la vida...! - Sacudió su sombrero y con un buenas noches salió rumbo al conchabo donde dormía.

Celedonio quiso seguirlo, pero se lo impedimos. Insultando al ausente y amenazaba matarlo al otro día. Nosotros no creíamos lo que decía pues pensábamos que todo era producto de su borrachera. Sin embargo al otro día llegó calzado con el revolver en la cintura y empezó a tomar de nuevo hasta quedar borracho. Cuando apareció el hombrecito, Celedonio se embraveció sin que pudiéramos calmarlo y empezó nuevamente a provocarlo sin que éste al parecer le hiciera caso. En vano tratamos de sacar a Celedonio del boliche. Cuando menos lo esperábamos, sacó su revólver obligándonos a apartarnos. El forastero se paró. Había en su cara algo siniestro; sin embargo le dijo con voz de ruego que a todos nos extrañó: -¡Por su madre, señor!... ¡Guarde esa arma!... ¡No se le ocurra apretar el gatillo pues es hombre muerto!...

-De nada le sirvió a Celedonio lo que dijo el hombre. Levantó su revólver y lo descargó sobre éste en rápida sucesión. Las balas se incrustaron en la pared de tablas sin que ninguna tocara al matador. Desde donde éste se encontraba, partió un solo disparo y vimos caer a Celedonio con sus ojos ya muertos y su cara de sorpresa hacia adelante, clavando su cabeza con un ronco ruido sobre el piso. La bala le había pegado justo en el corazón. Pareció en un momento que intentaba levantarse. Consiguió darse vuelta y quedó "frito" en tanto sobre la camisa se le dibujaba una flor de sangre. ¡Eso fue todo, señor!... -finalizó Clemente.

-¿Qué hizo después el matador?... -le pregunté.

-Dijo: ¡Otra vez a huir!... ¡Maldito sea! ¡Ya estoy cansado! ¡Muy cansado! -y escupió sobre el muerto. Después se perdió en la noche. Creo que debe haber cruzado al Brasil.

-¿No sabe cómo se llamaba?...

-Sí, porque dejó todas sus cosas en lo de Florencio. Su nombre era Justo Da Silva y era correntino.

Varios días después encontraron colgado de un árbol en las ruinas de Santa María la Mayor, el cadáver putrefacto y a medio comer por los cuervos de Justo Da Silva. El mismo se había hecho justicia liberándose del maleficio del San La Muerte con el suicidio.

 

José Cecilio Ramallo

El relato es parte del libro La curandera y el maestro. Ramallo era oriundo de Buenos Aires y trabajó como docente en la zona sur de Misiones.

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