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La máquina de Dios

domingo 09 de abril de 2023 | 3:25hs.
La máquina de Dios

-No entiendo cómo el destino puede hacernos esto- dijo Laura entre indignada y llorosa.

Un largo silencio siguió a sus palabras. José, sentado en el sofá en el que Ella estaba recostada se tomó la cabeza entre las manos incapaz de pronunciar una palabra.

-Tenemos que hallar la forma en que no nos separen—continuó, dándole énfasis a su afirmación.

-Nadie nos va a separar, Laura. Sólo nosotros debemos tomar esa resolución.

Laura lo miró entonces con un dejo de indignación.

-Hay muchas maneras de forzar a las personas a que hagan algo para después decir: ¨Ellos decidieron hacerlo así¨

-¡Maldita Máquina de Dios! —exclamó José.

-¡No! ¡No digas eso! —escuchó a su compañera reprocharle.

Igual, entre los dos se instaló con fuerza la idea de que no sólo una máquina impedía que estuviesen juntos.

Sobrevoló la sensación de que había otras cosas que de a poco la convivencia les mostraba una, por ahora, casi imperceptible distancia entre ellos, tan tenue como implacablemente. Quizás las creencias religiosas de Ella y el agnosticismo de Él eran, sino la única, la más relevante que oscurecía el amor que sentían uno por el otro.

Una elevada cultura en ambos les permitió percatarse desde un primer momento de las diferencias que, el atropello del amor recién despertado después de un largo tiempo sin romances, disimulaba y empequeñecía y siempre fue, para ellos, la condición normal de una pareja con gustos e ideas que no necesariamente tenían que ser iguales.

El amor y la abnegación por el otro, pensaban, servirían de puente entre pareceres distintos, como en tantas otras parejas. Luego, la llegada de los hijos, al tomar cabal consciencia de que solo somos pasajeros de éste tiempo, consolidaría las virtudes opacando los defectos. Pero la Máquina de Dios fue un sunami en sus vidas, replicada en tantos otros seres humanos en forma concluyente en todo el planeta.

Los cambios que la misma trajo, derribó conceptos y convirtió a la psicología en un palabrerío de brujos en donde se mezclaban datos científicos con pareceres humanos, certificando que nacemos todos con inclinaciones tan fuertes en nuestras conductas que, tarde o temprano, habremos de matar o convertirnos en santos o torturadores sin ninguna probabilidad de error.

Alrededor de los veinte años, completada la base de las ideas formateadas en el cerebro, la Máquina podía predecir con toda certeza, en un grado de cero a cien, cuál sería la conducta de la persona investigada ante la posibilidad de la comisión de un delito.

Las combinaciones matemáticas de los algoritmos, logro cuyo trabajo ocultado por muchos años, surgió de investigaciones que había llevado a cabo los servicios secretos de las principales potencias del mundo en una feroz competencia para descubrir las claves del comportamiento humano, aconteciendo que, de la noche a la mañana, gracias a un magistral jaqueo de información, convirtió a ese secreto de la vida en un comercio sin par.

Miles de pequeñas empresas de computación, con un equipo de sensores captadores de los movimientos de los ojos y de las respuestas del sistema nervioso, para nada sofisticados, podían certificar, como un gran servicio para las empresas, si el aspirante a formar parte de su plantel de empleados califica para el puesto al que se ofrecía.

Así, las compañías de todo tipo, al tener en cada puesto a la persona más idónea, maximizaron sus ganancias de una forma extraordinaria.

Ya nunca más un obrero resentido por creerse capacitado para un puesto más alto. Ya nunca más un contador guardándose un vuelto o, al contrario, el más afín para esconder ganancias al estado. Y, siempre latente también, a sus patrones.

Como contrapartida, con el tiempo surgieron varios magnates que aportando las riquezas necesarias crearon comunidades excepcionales, con personas seleccionadas, en las cuales todos los males de las sociedades modernas, fueron neutralizadas gracias a la quintaescencia de sus integrantes.

El odio racial, la desmesurada ambición por el dinero y la fama u otras lacras sociales, así como la inclinación a la mentira o la agresividad quedaban descartadas en el trato diario entre esas personas.

Una comunidad sin estrés adonde las personas se relacionaban con amor y bondad fue el exitoso fin de esas iniciativas.

Eran pequeños paraísos, ya que no celestiales y formados por ángeles, bien reales y terráqueos que no tardaron en bautizar el elemento que posibilitó tamaña experiencia como La Máquina de Dios.

Claro está que tenían sus límites no siempre acabadamente perfectos, pues cada año los integrantes de esas comunidades debían revalidar su aptitud para permanecer en las mismas.

La Máquina vino a certificar también que el ser humano seguía siendo una criatura en formación constante a lo largo de su vida y, aunque estaba comprobado que el permanente roce social entre personas honestas y amables facilitaba la ya de por sí naturaleza de sus integrantes, de vez en cuando, por motivos inescrutables, algunos seres volvían a la senda de la maldad. Como había un límite matemático imposible de eludir, si La Máquina de Dios denegaba su permanencia, la expulsión era un hecho.

Y aunque al cabo de un año, tenían la posibilidad de volver a medir su aptitud, de tanto en tanto, alguna familia quedaba separada, siendo que algunas nunca más regresaban a unirse.

Laura y José se amaban tiernamente.

Cuando se conocieron venían golpeados de fracasos sentimentales por lo que, encontrarse, fue revelador, para ellos, que el destino quería unirlos para siempre.

Habían calculado seria y responsablemente la idea de unirse a una de las tantas comunidades formadas por La Máquina de Dios.     

El pensar que sus hijos gozarían de la enorme posibilidad de una gran libertad en una sociedad en donde cada uno de sus integrantes no sólo se sentía responsable de la seguridad y la felicidad de cada niño sino también la insólita experiencia de crecer en un lugar sin crímenes ni vestigios de violencia le parecía un paraíso soñado desde su adolescencia.

Poco les llevó comprobar que entrar a formar parte en una de ellas no era fácil.

Durante tres años seguidos debían demostrar, en rigurosos exámenes frente a La Máquina de Dios de la comunidad elegida, su aptitud.

Y pasó que en el tercer intento la prueba a José había dado negativo.

Muchos sueños cumulados parecieron romperse de la forma más cruel y repentina cual se rompe una copa de cristal.

Para Laura la disyuntiva entre entrar a disfrutar de un lugar soñado o seguir en ésta oscura parte del mundo, cruel y egoísta, pero junto a su amor, le resquebrajó el alma.

Muchos fueron las noches de insomnio que los atormentó hasta decidirse por esperar un año más a otra prueba que permitiera el ingreso de los dos.

Y en el transcurso de ese año, todo cambió.

Aquellas luces que el amor encendía entre ambos, se convirtieron en pálidas bombillas de luz que apenas destellaban en la niebla de una telaraña que inexorablemente empezó a rodearlos.

Así, un par de meses antes de cumplirse el año, Laura ingresó a una comunidad, presentándose sola para la prueba, con el amor de otrora extinguido como una vela y la certidumbre de que nunca volvería a encenderse.

 

Cruz Omar Pomilio

Inédito. El relato es parte del libro Cuentos Misioneros, Parte V de próxima aparición. Pomilio reside en Puerto Iguazú y ha publicado Cicatrices del alma (poesía), La licorera y otros cuentos y Los 33, (novela), entre otros.

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