La cueva

domingo 09 de abril de 2023 | 3:20hs.
La cueva
La cueva

Según la psicología científica que los adultos mayores recuerden con mucha precisión detalles de su infancia o su juventud es un hecho que provoca bienestar. Lo llaman reminiscencia.

Todos los seres humanos tienen recuerdos, la vida se encuentra poblada de sucesos, acontecimientos, hechos, experiencias, acciones, que quedan clasificadas en la memoria de eventos remota o reciente; entrelazados, unos se centran en etapas tempranas, recuerdos de la infancia, los primeros años de la adolescencia, la juventud, otros son más recientes. Cada persona guarda un torrente de vivencias que pueden ser rescatadas por medio de objetos, grabaciones, fotografías, melodías, música, videos, imágenes, dibujos, texturas, lugares, olores etc.

Lo que voy a contar sucedió hace ya más de sesenta años. Es un hecho real aunque, claro, será adornado para no aburrir a quien esto lea.
Los inviernos en el sur de Córdoba, a comienzos de la década del 60, eran recibidos con beneplácito por los niños. Es que, cumplida la jornada escolar matutina, las siestas se aprovechaban para jugar. No estaban obligados a hacer siesta como los adultos. Y, entre las 13,30 y las 17,00 hs. Había tiempo para jugar. Luego vendría la consabida “hora de la leche”; hacer las tareas, el baño reconfortante y a descansar para iniciar al día siguiente un nuevo día.

Con mi amigo Eduardo solíamos pasar la hora de la siesta leyendo, jugando, buscando en nuestra imaginación el detalle que nos hiciera vivir una aventura.

Los libros de Emilio Salgari (Sandokán, etc), los escritos de Julio Verne y los cuentos de la selva de Horacio Quiroga eran nuestra fuente de inspiración.

Claro, en esa época no había celulares que nos distrajeran. Los “ricos” del pueblo tenían una TV blanco y negro con unas antenas altísimas a las que algún valiente trepado a sus torres orientaba para poder ver algunos canales de Buenos Aires. En la mayoría de los hogares la radio era la compañía obligada. Aún recuerdo (reminiscencia le dicen) estar junto a un aparato Ranser escuchando “La revista dislocada” con la conducción de Delfor. O el radioteatro “Son cosas de esta vida”, con las actuaciones de Raúl Rossi, Nelly Meden y Amalia Sánchez Ariño.

Era la época en las que el Rambler, fabricado por IKA (Industrias Kaiser Argentina), el Ford Falcon y el Chevrolet 400 se disputaban las preferencias de quienes podían llegar al sueño del auto propio. Por lo general usado. No puedo dejar de mencionar a las nobles Estancieras o Jeeps de la época. Ni que hablar de la Ford F-100 o la Chevrolet Brava. También tenían su época dorada el Fiat 600 y el Renault Dauphine.

Pero volvamos a nuestro relato. A media cuadra de casa había un enorme terreno baldío. Era de 50 X 50. A la mitad del sitio, hacia adentro, había un gran desnivel. Era como un terreno de dos pisos. Desde la base inferior hasta la parte superior había unos dos metros y medio.

 Eduardo era muy inquieto. Su antecedente de boy scout y su condición de líder le permitía llevar ventaja por sobre el resto de “la barra”. Una de esas tardecitas frías vino con la idea de que teníamos que tener nuestro nuestra propia casita secreta. No una choza, sino una cueva y ya había elegido el lugar “perfecto” para hacerla: el terreno en desnivel.

Con una palita de mango corto y como podíamos fuimos cavando el frente de “nuestra casa”. Avanzamos por el frente y entramos en el paredón de tierra unos tres metros. Hasta nos dimos el gusto de hacer una pequeña salita. En resumen, la cueva era de unos tres metros, por un metro ochenta de alto y una abertura de entrada de dos metros de ancho aproximadamente.

Nos llevó varios días hacer nuestra obra de ingeniería infantil. Cuando la dimos por concluida vino la “fiesta de inauguración”. Chuletas a la parrilla, pan y….nada más. La celebración nos permitió ver otras de las cualidades de Eduardo. Él sabía como asar.

Tras el banquete. Tras disfrutar un rato de nuestra obra nos fuimos cada uno a su casa. La cita del reencuentro de los “aventureros” quedó concertada para el día siguiente a la hora de la siesta.

El almuerzo se hizo interminable. Supongo que para Eduardo y Polo, el tercero del grupo pero no menos importante, también los minutos habrían sido más largos que de costumbre.

Eran las dos de la tarde y nos juntamos en la esquina de mi casa, a media cuadra del baldío donde habíamos hecho nuestra casa secreta. Cada uno de nosotros llevaba algo para incorporar a los pertrechos que guardaríamos en la cueva. Eduardo llevaba un viejo calentador que ya no tenía uso en su casa. Polo había conseguido una vieja sillita de madera y yo unos viejos tenedores y cuchillos que habían sido reemplazados en el consabido cajón de los cubiertos.

Apenas iniciado nuestro trayecto vimos movimiento inusual en la calle. Frente al baldío. Apuramos el paso y llegamos. Varios hombres trabajaban a destajo para tratar de enganchar un viejo Rastrojero que estaba, literalmente, con los faros hacia el cielo. La parte de atrás de la camioneta estaba enterrada en un pozo. ¡Sí…el techo de nuestra cueva había cedido al peso del vehículo que había ingresado al terreno por la parte superior..!

Un gran sentimiento de frustración se apoderó de nosotros. Y, por lo menos en mi caso, las lágrimas bañaron mi rostro.

Eduardo y Polo acompañaban mi congoja. Nuestro sueño era ahora un montón de tierra. Nuestro lugar había desaparecido.

Un señor que estaba cerca se aproximó a nosotros y deslizó un comentario que no pasó desapercibido. “Menos mal que no había nadie dentro de la cueva. Hubiera sido una verdadera tragedia”.

Con la ayuda de un tractor pudieron sacar el Rastrojero que, afortunadamente, no había sufrido daños de consideración. Solo el susto de quién lo conducía cuando se “lo tragó la tierra”.

“Vi unos chicos que estuvieron por acá estos días. Pero nunca imaginé que podían haber hecho una cueva. ¿Ustedes vieron algo?”, preguntó.

Nos miramos y un gran sentimiento de culpa se apoderó de nosotros.

“Fuimos nosotros dijo Eduardo. Habíamos hecho nuestra casita secreta”.

Una mirada cómplice y una disimulada sonrisa entre los hombres que habían sacado la camioneta acompañó el reto. “Tienen que tener más cuidado; bueno vayan a sus casas a hacer los deberes y no vuelvan a jugar de esta manera”.

No hizo falta que nos repitieran la orden. Los tres salimos casi disparados hacia la esquina de mi casa.

La travesura tuvo un final sin consecuencias mayores. Pero aprendimos una lección: nuestra próxima casita sería, claro, una choza sobre terreno sólido.

La infancia en los pueblos en aquella época tenía el sabor de lo inesperado. La imaginación nos llevaba por caminos de felicidad. Nuestra cueva quedó en el recuerdo, al igual que las chuletas de la fiesta de inauguración…

 

 Guillermo Reyna Allan

 Inédito. Reyna Allan reside en Posadas. Blog del autor: Poedismo

 

 

 

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