Ponerse al día

martes 14 de marzo de 2023 | 6:00hs.

Por Diego Garrocho Publicado en Ethic

Cuando eres niño no tienes que llamar a tus amigos. Ni siquiera los eliges. El azar o los hados los escogen por ti y deciden que, en tu clase o en tu barrio, serán unos críos y no otros con los que toca compartir las horas. Todas las horas. El tiempo de ocio y de trabajo se confunde y con la amistad infantil se experimenta prácticamente todo. Las lecciones, los recreos o los juegos en el parque no requieren convocar a nadie. Los amigos de entonces, sencillamente, nos acompañaban siempre. Estaban. Tenían los mismos deberes que nosotros en la mochila y una mancha de barro igual en la rodillera del chándal.

Pero luego uno madura. Y madurar es tanto como empezar a elegir con quién se junta. Es una experiencia algo traumática cuando decidimos escoger compañía, pero hay algo bello en ese decir sí y también en la posibilidad de decir no. En la adolescencia se crean nuevos lazos, pero se rompen otros. Aquellos con quienes compartíamos aula o escalera dejan de ser nuestros favoritos y optamos por construir nuestro propio ejército. Es entonces cuando, por primera vez, sabemos que hemos sido soberanos en la amistad y que también nuestros compañeros tuvieron a bien escogernos a nosotros. A los amigos no siempre te los encontrabas causalmente y había que convocarlos ya a toque de silbato, telefonillo o SMS.

En la infancia o en la vida adulta, los amigos son aquellos que nos sirven de testigos para convertir la cotidiana banalidad en algo sólido. Las cosas que hacemos y las cosas que nos pasan suceden siempre en compañía de otros y así se va constituyendo un patrimonio memorativo. Los amigos son aquellos con los que compartimos tantas veces y con los que pueden disputarse las anécdotas vividas. Las cosas nunca son exactamente como las recordamos, pero un amigo es aquel con el que sabes que puedes mentirte en grupo sin que la realidad desmienta a tu memoria.

Y como en tantas ocasiones, las amistades palidecen casi por muerte natural. Uno sabe que una amistad periclita cuando en lugar de quedar para vivir te citas para contarte la vida. No hay una expresión más terminal o letal que cuando alguien nos propone un encuentro para «ponernos al día». Ese ponerse al día es una actualización funeraria, un certificado forense en la amistad, una suerte de taxidermia afectiva.

Con los amigos uno se divierte o se aburre, viaja o duerme y en ocasiones habrá quien pueda discutir o hasta pegarse, pero uno jamás se pone al día. Los amigos son amigos porque no hace falta contarles nuestra vida precisamente porque ya habitan en ella. Ese ponerse al día delante de un café es lo más contrario que existe a una verdadera amistad: es la confirmación de una amistad que habiendo sido, dejó de ser.

Por ese motivo, si un viejo amigo o una vieja amiga les propone quedar en algún momento para ponerse al día, niéguense en redondo y salgan al rescate de su vieja amistad. Contraprogramen con una propuesta digna y a la altura de lo que son y lo que fueron y conspiren para volver a vivir algo juntos. Si hay algo que contar que se lo cuenten a otros, pero con los amigos la vida no se la enuncia ni se la recita, sino que se apura hasta la mancha más profunda de la intimidad. Preparen el botiquín de urgencia y liberen la agenda para lo que verdaderamente importa, porque algo mal estarán haciendo si un buen amigo les desliza la infeliz propuesta de verse y, al menos, contarse qué tal va todo.

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