¿Puede la belleza salvar el mundo?

martes 24 de enero de 2023 | 6:00hs.

Por Pedro Vázquez Rojas Para Ethic

Bello/a: Que, por la perfección de sus formas, complace a la vista o al oído y, por extensión, al espíritu.

¿Qué es la belleza? ¿Qué misterioso embrujo produce sobre nosotros? ¿Cuál es su origen? ¿Serían hoy consideradas bellas la Venus de Willendorf o las tres Gracias de Rubens? ¿En qué diversos estados podemos encontrar la belleza: en una sonata de Mozart, en una canción de Rosalía, en una bolsa de plástico movida por el viento? Y tal como nos planteaba Dostoievsky: ¿podría la belleza salvar el mundo?

Filósofos, artistas y psicólogos llevan siglos haciéndose estas preguntas, y aunque lo cierto es que muchas de estas siguen sin una respuesta clara, hemos aprendido (y disfrutado) mucho por el camino. Muy posiblemente sea Platón quien haga las primeras reflexiones sobre el tema, llegando a decirnos que “si por algo merece la pena vivir es por contemplar la belleza”.

Una belleza que en la filosofía clásica se identificaba como uno de los tres grandes valores: belleza, bondad y virtud. Y que se asociaban igualmente con otros como la ética, armonía o proporción. Una visión que hereda igualmente el espíritu cristiano de la mano de Tomás de Aquino, que llegaba a identificar lo bello y el bien como la misma cosa y que señaló la vía de la belleza como un camino para acercarnos hacía Dios (vía pulchritudinis). Incluso sigue vigente hoy en día en la definición de belleza que nos da la Real Academia de la Lengua, que define lo bello como aquello que, por la perfección de sus formas, complace a la vista o al oído y, por extensión, al espíritu.

Una idea que se mantiene durante siglos, casi hasta el final del romanticismo, donde se comienza a resquebrajar el canon clásico y arranca una revolución que continúa hasta las vanguardias y llega hasta la actualidad, donde deja de ser el valor fundamental del arte, que pasa a centrarse en otros aspectos, como la emoción o el significado. Una visión que se convierte en mayoritaria y que podemos ver representada en artistas actuales como Damien Hirst, Tracey Emin, o en muchos ya considerados clásicos, como Andy Warhol o Marcel Duchamp, y que ha llevado determinadas voces a hablar del abuso, el miedo o incluso el fin de la belleza.

En los últimos tiempos, dos pensadores brillantes han reflexionado sobre ella, cada uno desde perspectivas muy diferentes, pero igualmente fascinantes. Por un lado, Roger Scruton, que nos dice la belleza puede ser reconfortante, perturbadora, sagrada o profana; puede resultar estimulante, atrayente, inspiradora, incluso escalofriante. Puede afectarnos de maneras muy distintas, pero nunca nos deja indiferentes. Y que argumenta que la belleza existe como un elemento objetivo, como un valor real y universal, arraigado a nuestra naturaleza racional. Su sentido desempeña un papel indispensable en la configuración de nuestro mundo.

Y de otro lado Umberto Eco, que en su Historia de la belleza realiza un recorrido histórico que va desde la Venus de Milo hasta Monica Bellucci, desde el Apolo de Belvedere a George Clooney, de Boticcelli a Mark Rothko y desde la idea de la belleza como proporción y armonía hasta la belleza de consumo. Todo para aceptar finalmente su naturaleza subjetiva y afirmar que un explorador del futuro “deberá rendirse a la orgía de la tolerancia, al sincretismo total, al absoluto e imparable politeísmo de la belleza”.

Mas allá de esta discusión (eterna) sobre el origen de la belleza, lo que podemos concluir es que la belleza es importante, una necesidad universal de los seres humanos. No sólo porque resulte agradable a los sentidos, sino porque transmite unas ideas y unos valores fundamentales. De este modo, Scruton defiende que perder la belleza es peligroso, pues perdemos el sentido de la vida. “Sin ella vamos hacía un desierto espiritual, y con ella convertimos el mundo en nuestra casa, ampliando nuestras alegrías y encontramos consuelo para nuestros dolores”. Y nos lanza una advertencia que suena muy certera: “La belleza ha sido robada al pueblo, y vendida de nuevo bajo el concepto de lujo”.

Por todo ello, es muy importante defender la idea de la belleza, y sobre todo reivindicar otros tipos, como las cotidianas, que implican una elección y un esfuerzo autoimpuesto, que expresan nuestro deseo de armonía y conforman nuestra vida diaria. O la belleza del pensar, ya que tal como plantea el filósofo Diego Garrocho: “En un tiempo como el nuestro, en el que la belleza queda restringida al cultivo de la imagen, no existe nada más revolucionario que invocar la belleza del pensamiento”.

Y es que la auténtica belleza no puede ser únicamente una cuestión de imagen o de cosmética, debe ir mucho más allá de la frivolidad, superficialidad y el falso lujo, y convertirse en una herramienta contra la vulgarización, un desafío al utilitarismo puro, a disneyficación de nuestras sociedades. Debemos defender la dimensión ética de la belleza y recordar que no existe en el despilfarro: la supuesta belleza de consumo, de usar y tirar, es vulgar, de cartón piedra. La auténtica permanece y debe ser entendida como un esfuerzo para hacer un mundo mejor. Salir de la rueda “comprar, gastar, consumir, tirar”, y recordar con Quevedo que “sólo el necio confunde valor y precio”.

¿Podría la belleza salvar el mundo? Es muy difícil responder a esa pregunta, pero lo que es seguro es que hace al mundo más humano, lo dota de sentido y lo hace más digno de ser vivido. Por todo ello, podemos afirmar que sigue vigente la idea que nos repetía Ramón Trecet desde su atalaya en la radio: “Buscadla, es la única protesta que merece la pena en este asqueroso mundo”.

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