La adicción silenciosa

martes 03 de enero de 2023 | 6:00hs.

Por Carlos Javier González Serrano Para Ethic

Cuando reflexionamos sobre el uso de la tecnología solemos pensar exclusivamente en el tiempo de empleo de los instrumentos físicos –smartphones, tablets, relojes inteligentes, gafas de realidad aumentada–, pero se pasa por alto un aspecto intangible y muy preocupante que José Ortega y Gasset dejó plasmado en 1939 en su Meditación de la técnica. En este texto, el filósofo apuntaba que “acaso la enfermedad básica de nuestro tiempo sea una crisis de los deseos […], y es que el hombre actual no sabe qué ser, le falta imaginación para inventar el argumento de su propia vida”. Algunos años antes, en 1933, Ortega había explicado en En torno a Galileo que “no sabemos lo que nos pasa, y esto es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa: el hombre de hoy empieza a estar desorientado de sí mismo”.

Un malestar creciente y generalizado que, a pesar de la incomodidad y desazón que genera, no sabemos categorizar ni poner en palabras. Quizá se pueda ilustrar con un ejemplo. Un momento cualquiera del día en el transporte público. Una mujer y su hijo, de unos 7 u 8 años, entran en el vagón de metro y se sientan en aparente normalidad. A los pocos segundos, la mujer extrae el teléfono móvil de su bolso. El niño la mira y después observa su alrededor. Comienza a impacientarse. Se aburre. Entonces, le dice a su madre con cierto tono impositivo, casi despótico: “Mamá, ponme TikTok”. Al principio ella se niega, guarda el teléfono e intenta tranquilizar al niño explicándole que el trayecto es corto y que llegarán pronto. El niño insiste. Finge llorar e incluso grita. La madre accede y el niño, con el móvil entre las manos, se tranquiliza. Cuando llegan a su destino y la mujer le pide el teléfono al niño, este se muestra reticente: “Espera, un poco más”. La madre opta por retirarle el dispositivo de las manos, lo guarda y ambos salen apresuradamente del vagón.

Podría parecer un gesto inocente, la descripción de una escena sin importancia, pero esconde los mismos patrones que los de una adicción cualquiera. Una adicción que hemos normalizado y que se ha asentado silenciosamente. La adicción a las pantallas. Pero, como sugiere Ortega, no debemos ceñirnos al análisis de nuestro contacto físico con estos dispositivos que nos acompañan a todas partes. La adicción a las pantallas esconde una crisis del deseo que bien podría traducirse como una patología de la inmediatez (o de la imposibilidad de la dilación), la constante gratificación y la hiperestimulación permanente.

Las adicciones se caracterizan por dos rasgos básicos: la falta de control del impulso y la dependencia. El sujeto intenta obtener la satisfacción y la calma mediante el consumo del elemento adictivo, creando así una rutina que se hace imprescindible para su normal desenvolvimiento existencial. Aunque de este consumo se sigan conductas adversas y nocivas a posteriori para el sujeto (nerviosismo, ansiedad, tristeza, vacío o frustración), la compulsión hace muy bien su trabajo: el hábito ha sellado la dependencia y, por eso, el placer del pasado proyecta o promete un placer futuro, una dinámica que no sólo repercute en nuestra conducta, sino también en nuestros mecanismos psicofisiológicos. Tendemos a repetir aquellos comportamientos que nos procuran agrado. Es importante indicar, por tanto, que nuestras conductas alteran y modifican nuestras dinámicas fisiológicas. (...)

En el caso de la adicción a las pantallas podemos añadir un tercer elemento, igualmente relacionado con el placer: la narcotización. El uso indiscriminado de los dispositivos móviles nos aísla del mundo y nos hace resbalar por él de manera inconsciente e indolente. Desde un punto de vista psicológico: quien desarrolla una dependencia hacia las pantallas estrecha, con ello, el campo de sus posibilidades vitales, ya que a su vez ha estrechado el campo de su conciencia (o lo que es lo mismo, se pierde interés por cuanto rodea al objeto de la adicción). Todo gira en torno al teléfono móvil, a las persistentes notificaciones, a la estimulación constante y a la permanente gratificación. En términos psicobiológicos: la adicción a las pantallas suscita, al igual que en otras patologías similares, un síndrome de abstinencia por falta de conexiones dopaminérgicas. Cuando está lejos del objeto que produce la adicción, el sujeto muestra nerviosismo o incluso angustia, y sólo alivia su tensión emocional cuando se reencuentra con dicho objeto. Una bomba cognitiva. Dicho de un modo más metafísico pero acaso mucho más claro: las pantallas nos desapropian de nuestra libertad.

Esto no es poesía. Esto no es una romantización de un pasado por recuperar (¿a qué pasado deberíamos acudir?), esto no es nostalgia de otros tiempos (porque cada tiempo encerró sus propios riesgos y peligros). Esto es, más bien, lo que hoy sucede con silente normalidad: en niños y niñas, en jóvenes, en adultos. Las adicciones no tienen solo que ver con la asiduidad con la que se producen los comportamientos adictivos, sino también –y sobre todo– con la desorientación y el sufrimiento que se manifiesta cuando el objeto deseado desaparece del escenario de actuación del individuo adicto. Con un agravante: en otro tipo de adicciones no meramente psicológicas (como en el caso del alcohol, el tabaco o incluso los ansiolíticos, adicciones más asociadas a componentes químicos), la angustia se diluye momentáneamente con el consumo de la sustancia adictiva. En el caso de la adicción psicológica a las pantallas, no existe una «dosis» que permita la calma o el sosiego: al vivir conectados y pegados a ellas, ni siquiera nos percatamos de su condición de adicción, en tanto que su uso se ha normativizado. Este es el auténtico peligro: el instrumento nos ha instrumentalizado.

(...) Y ¿qué soluciones existen? La primera de ellas sería percatarnos del problema, sin negarlo o restarle importancia apelando a argumentos retrospectivos (“se dijo lo mismo del cine o de la televisión”) o normalizadores (“es mi instrumento de trabajo”, “hay que adaptarse”). Una característica central de cualquier adicción es negar su existencia (“no pasa nada, yo tengo el control”), razón por la que deberíamos caer en la cuenta de que nuestro comportamiento se ha visto afectado drásticamente por el uso abusivo de estos dispositivos: pérdida de atención e incapacidad para distraernos si no es mediante la pantalla, demanda constante de gratificación, desazón o angustia cuando nos alejamos de ellas, sentimiento de soledad, sensación de desconexión, impulsividad, conductas agresivas o incapacidad para controlar el propio comportamiento, deterioro de la autoestima, descenso drástico en la capacidad lectora y comprensiva en amplias capas sociales, aislamiento y déficits en habilidades sociales y un larguísimo etcétera.

Como en cualquier tipo de adicción, el camino de recuperación se funda en la posibilidad de reapropiarse del control de la conducta y eludir el autoengaño (“esto es inocuo”, “solamente un rato”). Es urgente recuperar el uso del instrumento como instrumento, reaprender a emplear estos dispositivos como lo que son: un útil a nuestro servicio, recuperando y dedicando tiempo a otras actividades que, al contrario, nos hacen levantar la vista de las pantallas y nos recuerdan el valor de llevar la mirada arriba y al frente, sin servilismos. Colegios y familias debemos facilitar las herramientas para ello. Termino con una hipótesis que es también una conclusión: la adicción a las pantallas se forja desde la educación.

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