Canillitas

miércoles 30 de noviembre de 2022 | 6:00hs.

Le decíamos Lustrín. Nos llevaría dos o tres años de edad al grupo de chiquilines que teníamos por hábito juntarnos a jugar en la plaza 9 de Julio. Punto de reunión por las tardes de aquellos que vivíamos a no más de 2 o 3 cuadras de los alrededores de ese espacio público tan repleto de historias para los posadeños. ¿El mote?, porque apenas el sol se escondía en el horizonte se aparecía con su cajón de lustrar que lo guardaba en el pasillo de al lado del café Tokio, pues el de lustrabotas fue uno de sus oficios. Y cuando los clientes escaseaban, nos acompañaba en los juegos del cachado, el cinto escondido o al fulbito con pelota de goma; mientras las niñas se entretenían con la mancha venenosa, el pisa pisuela o la rayuela. Tenía un segundo laburo independiente que empezaba a la madrugada mientras nosotros dormíamos. Temprano salía de su barrio El Chaquito cuando todavía las estrellas brillaban en el firmamento, o con tiempo tormentoso, para dirigirse a la gráfica de calle La Rioja a retirar ejemplares de diarios y luego vociferar “El Territorio diario, El Territorio…”.

La buena persona que fuera Asunción, el celebérrimo mozo del bar y café Tokio de los hermanos Yamaguchi, tenía Lustrín su protector, quien permitía que fuera el único en lustrar zapatos dentro del famoso figón, constituyéndose por su trajín en figura familiar. Pero como todo en la vida es efímero, un buen día desapareció de los juegos de la plaza, dejó de vérsele con su cajoncito de lustrabotas o pregonar como canillita la venta de diarios. Por Asunción nos enteramos que su madre viuda había fallecido, motivo por el cual con su hermano mayor decidieron irse a Buenos Aires en busca de mejores horizontes. Y como dice la canción que la distancia es el olvido, como tal su recuerdo se fue diluyendo hasta desaparecer, nosotros continuamos creciendo, dejamos los jueguitos en la plaza, entrenamos pantalones largos, de pronto, mayorcitos, nos encontramos dando la vuelta del perro y mirar con otros ojos a las chicas de aquellos juegos infantiles. Así fueron cayendo las hojas del almanaque de la vida, vaya que cayeron, pues hoy, muchos somos abuelos, otros ya no están entre nosotros y la vida que se escurre en el tiempo nos vuelve a dar sorpresa. Me ocurrió cuando en mis manos cayó El Paíto, la tierna novela de la sutil escritora Rosita Escalada. Me reencontré con Lustrín y los juegos de la infancia en la plaza al leer: “Tuvo suerte Paíto porque un turco de alma caritativa lo apadrinó y le dio trabajo para que vendiera diarios como canillita; fue su encuentro con las letras porque nunca fue a la escuela. Ya más grande el corazón le dio un brinco por una niña rubia de los alrededores. Y, al final, como tantos chicos pobres del interior del país, Paíto emigró a Buenos Aires en busca de mejor destino”.

Canillita fue un sainete cuya obra fue estrenada en el teatro Variedades de Buenos Aires en el año 1903. Su autor, el dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez, hincha de Boca y de Nacional de Montevideo, murió tuberculoso a los 52 años en Italia, país al que había ido para curarse de esa enfermedad tísica, el 7 de noviembre de 1910, fecha que en Argentina decretaron Día del Canillita. Tratase de un adolescente que vive en un barrio pobre junto a un hermanito, su mamá y el concubino de ésta, un tipo golpeador, violento y desaprensivo. En ella se cuenta la historia de un chico que trabaja como vendedor de periódicos en la calle para mantener a los suyos. Sin embargo, tanta es su pobreza que sus pantalones le quedaron cortos cuando “pegó el estirón” adolescente. Esto hace que queden al descubierto sus “canillas”, nombre dado al hueso de la tibia.

El Día del Canillita en Uruguay se conmemora el 26 de mayo, coincidente con la muerte del anarquista Adrián Troitiño, fundador del sindicato de canillitas uruguayos.

Hoy, la modernidad terminó con los canillitas vociferando por las calles y el término se trasladó para los que poseen puestos fijos, es decir, los clásicos kioscos de diarios y revistas.

En nuestra época del trompo y la bolita, el kiosco de Lezcano, en la exacta esquina de Bolívar y San Lorenzo, donde en un principio estuvo la heladería Kanti, fue el clásico vendedor de diarios y revistas en puesto fijo. Tenía por vecino al joyero Pucciarelli, el hombre amable de eterno moñito, y en lo alto del edificio Guillermo Yamaguchi y Mongiardino, el de la voz de trueno, sus oficinas de seguros generales.

Lezcano fue tipo jovial y siempre de buen humor. Por unas monedas nos alquilaba revistas convirtiendo el lugar en sala de lectura a cielo abierto. No cambió de carácter cuando apareció sin una pierna; se la cortaron por una enfermedad, hasta que dijo basta y hoy, el primer kiosco de ventas de diarios y revista de Posadas, es solo un recuerdo. Su heredero en ese tipo de venta kiosquera fue Piturrro, ahí nomás a media cuadra, por San Lorenzo frente a la residencia que supo ser de la familia Barreyro, los de la farmacia Argentina. El kiosco ahora es atendido por su señora, porque el tipo cordial que fuera Cacho Piturro Montiel se fue temprano de esta vida.

Cuenta la leyenda que, sentado en la última fila del Teatro de la Comedia de Buenos Aires, Florencio Sánchez observaba expectante cómo se desarrollaba su primer sainete ‘M`hijo el dotor’. Al término del último acto, una ovación coronó la obra que lo catapultó a la fama, pero no al dinero, porque siempre fue un tipo pobre que ayudaba a los demás. Militó en las luchas obreras como anarcosindicalista y fue amigo de Lisandro de la Torre, de Juan B. Justo y de José Ingeniero, quien lo apadrinó en su boda.

Su verso rante:

“Soy canillita, gran personaje, con poca guita y muy mal traje.

Desfachatado, chusco y travieso, gran descarado.

Soy embustero, soy vivaracho y aunque cuentero no mal muchacho.

Mal considerado, por mucha gente, pero soy bueno, y soy honrado.

No soy pillete y, para un diario, soy elemento, muy necesario”.

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