La universidad de la yeca

lunes 28 de noviembre de 2022 | 6:00hs.

Por Ramón Claudio Chávez Ex juez federal

Cuando nos preguntamos qué no enseña la calle, estamos haciendo referencia a esa experiencia que nos da la vida, en todas las relaciones del trajín diario con cosas y personas desconocidas, ese contacto de modo directo con el mundo exterior.

Lorenzo Orellano, el Cholo, nació en Ingeniero Maschwitz, en la provincia de Buenos Aires. Era hijo de esos provincianos que vinieron del interior para trabajar en la capital; con el tiempo se compraron un terreno en la provincia despoblada y con la ayuda de otros vecinos fueron construyendo los fines de semana sus viviendas.

El Cholo y sus cuatro hermanos se criaron en la provincia cuando esta no era lo que hoy es el conurbano bonaerense. Iban a la escuela primaria en la zona y en tren o en bondi cuando se desplazaban a la capital.

Los hermanos crecieron y se independizaron de sus padres que ya vivían en forma permanente en Maschwitz. Lorenzo abandonó en segundo año el secundario y comenzó a laburar de ayudante en un mionca repartidor. A los 20 años inició una unión concubinaria con Rosalía Juárez, la Tucu, con quien se conoció como es frecuente en un baile de la zona donde residían.

Lorenzo era un tipo entrador, pícaro, ocurrente, ambicioso, histriónico, bostero a morir, quería cambiar de aire y de vida. Se fueron con la Tucu y sus hijos pequeños, Bernardo, Alejandra y Vicente a vivir a la zona de Caballito. Alquilaron una casa bastante deteriorada y se largó a la aventura.

–No estoy para el rioba -exclamaba.

-¡Mirá que la yeca no te regala nada! -le contestó su compañera.

–No voy a perder el tiempo en la escuela, en unos años vas a ver dónde estamos.

Venía los fines de semana a visitar a los viejos y regresaba caminando con su mujer y los hijos para abordar el tren; sus viejos conocidos que escabiaban en los bares del camino lo gastaban:

–Se siente, se siente

el Cholo no está presente,

quedó preso

por culpa de aquel beso.

De caliente les respondía:

–¡En banda son guapos, solari no se banca ninguno!

Una tardecita que vino solo, se encontró con Chuleta, uno de los que le insultaba, lo encaró de prepo y lo invito a pelear, tiro unas trompadas y también recibió, la yeca le estaba enseñando.

Estando en Caballito se independizó y le alquiló a un conocido un mionca viejo para laburar por su cuenta, de esa forma la ganancia era mayor y metía algunos curros en los repartos. Si eran edificios de departamentos, el costo era mayor según la cantidad de pisos que debía trasladar las mercaderías o electrodomésticos a las personas que contrataban su servicio. Su ambición le indicaba que debía tener un transporte propio para hacer los fletes así se ahorraba el alquiler.

Consiguió uno con algunos años de uso, pero el motor todavía tiraba. Empezó a repartir tarjetas con el nombre de su propia empresa a la que denominó Fletes Horizonte. En la yeca pasaba su vida, llevando y trayendo mercaderías.

Le decía a la Tucu:

–Tener que ser vivo, ir hacia dónde va el viento, nunca en contra.

Se relacionó con distintas personas, algunas decentes, otra no tanto, pero Orellano pensaba que todos le servían. Como bostero de alma iba los domingos a la cancha y se hizo amigo de unos secuaces de El Abuelo, el líder de la barra brava, con quién conseguía pases para ingresar gratis al estadio. Lo que es tener yeca, pensaba.

En su ambición personal dejó de lado los códigos y donde veía que los recepcionistas de las mercaderías eran confiados, dejaba un cajón en la carrocería del mionca, que a veces le llevaba de obsequio a la yuta del barrio para sacar alguna ventaja. Le pidió una tarjeta al comisario y la exhibía, haciéndose pasar por amigo, en los distintos controles callejeros, ya sea de bromatología o de la documentación del transporte.

Comenzó a juntarse los jueves por la noche para comer asados con unos amigos de su misma generación; dos eran médicos, dos arquitectos, tres comerciantes, dos empleados públicos y Cholo. Hablaban de todo: política, fútbol, mujeres, viajes. Ante el nivel intelectual de sus interlocutores, se justificaba “mandándose la pasión” cuando sabía algo o disculpándose de su falta de oportunidades para estudiar.

Se terminó enganchando con una percanta que vivía en un dos ambientes cerca de la avenida Callao, regresaba tarde a su casa, y para que no se sintiera el olor a perfume barato, iba antes a un bodegón de mala muerte a cuyo dueño conocía, pedía un café e ingresaba a la cocina para impregnarse del olor a rancio que presentaba el lugar.

La cancha que creía tener le jugó una mala pasada cuando un cliente se hizo el sota cuando bajaron la mercadería; le pagó y lo acompañó hasta el mionca.

-¿Y ese cajón? -le interrogó.

–Creo que es de otro cliente -le contestó.

–Conmigo no te hagas el gil, hace rato veo que venís currando.

Lorenzo se quiso hacer el ofendido, pero el hombre le ordenó que bajara el cajón y en seco lo despachó.

–Perdiste un cliente y voy a hacer correr la bola que sos un chorro barato.

El Cholo intento restarle dramatismo al incidente, pero le vinieron a la mente los consejos de su viejo:

-Mi hijo, la ética quizá no te deja dinero, pero con ella podés mirarles a tus hijos en la cara.

Hizo un balance de su trabajo durante quince años y no había hecho la diferencia económica que calculaba cuando empezó a laburar en forma independiente.

El domingo fue a ver a Boca y perdió con un equipo chico, lo tomó como una señal.

El lunes regresó temprano ante la sorpresa de su familia, trató de disimular su desilusión y habló con Bernardo, Alejandra y Vicente.

–Hijos, quiero hablarles con sinceridad. Ustedes saben que siempre pensé que la yeca nos enseña todo; no todo, ¡no alcanza con el chamuyo! Ustedes son adolescentes, no repitan mi error, estudien.

Los cinco se levantaron de sus sillas y se confundieron en un abrazo intenso.

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