Esa rubia

domingo 27 de noviembre de 2022 | 6:00hs.
Esa rubia
Esa rubia

Lo de la muerte violenta y anunciada del general Perón nunca supe si era verdad. Digo, los rumores que corrían por esos días del año 1973 acerca de varios proyectos de asesinar a Perón, siempre ambiguos y metidos en la niebla. Ahora las llamamos fake news. Pero lo de nuestras pequeñas muertes sí que fue muy cierto, ésas sucedieron. Varias veces, la noche anterior a la famosa masacre de Ezeiza, la del 20 de junio. Y gracias a una morocha espectacular.

Con Héctor, mi compinche, habíamos organizado una festichola de cuatro en su casa para la noche del 19. No teníamos ni veinte años y era la primera vez que intentábamos algo grupal, hacía rato que no le veíamos la cara a dios, como se decía por esos años, y andábamos medio nerviosos. Él había conocido a una morocha hermosa y querendona, que nos aseguró que vendría esa noche con una amiga que ostentaba un currículum similar. “Rubia, y casi tan linda como yo”, agregó con un guiño que parecía prometedor, pero que a los dos nos sonó a falso. La morocha entonces nos mostró la foto tipo carnet de la amiga que sacó de la billetera, y aceptamos que era hermosa. Tenía un rodete y se parecía muchísimo a Evita Perón. (De pronto todo se volvió extraño: una Evita el 19 y un Perón al otro día, era como llegar al Olimpo y en el hall ya encontrarse con dos dioses). Entusiasmados, compramos un par de botellas de vino, pan fresco y tallarines, preparamos una salsa de tomate bien picante (por entonces ésa era nuestra idea de un banquete), limpiamos el departamento, incluso restregamos el baño a fondo, lo que era todo un homenaje a la morocha y la rubia que nos visitarían, y conseguimos que el hermano de mi amigo se fuera a dormir a otro piringundín.

Por esos días yo había estado leyendo a Epicuro, uno de esos filósofos del siglo IV antes de Cristo para los que la felicidad consistía simplemente en la ausencia de dolor. Pero lo que más me interesó de esas lecturas, y por supuesto también a mi compinche, fue que para que uno pudiera reflexionar o filosofar con eficacia, el tipo aconsejaba desembarazarse previamente de las urgencias y apetitos generados por el hambre o el sexo. Así que antes de las tertulias filosóficas que organizaba en su escuela, “El Jardín de Atenas”, siempre ofrecía un banquete y una orgía. Para que los participantes, una vez satisfechos sus más bajos instintos, pudieran reflexionar en paz sobre el ser y la nada, o sobre qué habrá de cierto en eso de que la tristeza no tiene fin y la felicidad sí.

A mí se me había ocurrido, embargado por cierta confusión ideológica y sobre todo filosófica, que teniendo en cuenta que el general Perón regresaba al país ese 20 de junio de 1973, no estaba mal que nosotros, dos briosos adolescentes, la noche anterior nos descargáramos a lo Epicuro de las hambres y las sedes y sobre todo de nuestras por entonces permanentes calenturas, le dije a Héctor, y fuéramos a recibir al general al aeropuerto de Ezeiza libres de apetencias mundanas. En un estado ataráxico, una especie de imperturbabilidad del alma que supuestamente nos permitiría gozar de ese evento histórico y masivo de una manera a la vez intensa y contemplativa. Algo así como entrar en comunión con el momento y con la multitud militante que seguro se iba a reunir allí, de cara al sol y al aire libre entre los árboles que rodean al puente 12 de la autopista Richieri, para recibir a Perón y verlo y escucharlo y vitorearlo y vivir una verdadera fiesta popular. A mi amigo la idea le pareció excelente.

El problema fue que la morocha llegó sola a nuestra fiesta íntima de la noche del 19. Se ve que su amiga no solo era rubia sino falluta o al menos complicada, así la calificó la morocha cuando llegó. “Ella se disculpó recién a último momento”, nos dijo mirando el piso, y sentimos que jamás llegaríamos a conocer a la rubia ausente. No era ésa una época de celulares ni el departamento de estudiantes de mi amigo tenía teléfono fijo, que por esos días eran un lujo asiático, así que la morocha no había sabido cómo avisarnos; cuando llegó teníamos la mesa servida para cuatro, hasta con servilletas de tela, y nuestros planes de que una de las parejas se sumergiera después del banquete de vino y tallarines en el único dormitorio del departamento, y la otra en el sofá del living, de pronto quedaron viejos. Comimos los tallarines y tomamos vino sin saber muy bien cómo iba a terminar la cosa, todo indicaba que al otro día marcharíamos hacia Ezeiza sin haber saciado todos nuestros apetitos, pensábamos mi amigo y yo en un unísono triste y silencioso. Entre los tres vaciamos las dos botellas de tinto enseguida y Héctor sacó de una alacena la botella de whisky reservada para el póker de ese viernes. Eso nos costaría una puteada de su hermano, pero a esa altura de los acontecimientos era un detalle muy menor, lo importante era salvar la noche. La morocha tomaba más que nosotros, había engullido su porción de tallarines y también la que hubiera correspondido a la rubia ausente. Es que la morocha espectacular era un verdadero canto a la vida, y parecía sentirse obligada a cantar no solo por ella sino también por la rubia falluta.

Al rato sentí que ya era hora de irme. Nobleza obliga, la morocha era la partenaire de mi amigo, y la rubia ausente era la mía. Me levanté algo mareado y entre ramalazos de nieblas mentales dije que me disculparan, que ahora me acordaba de que unos compinches me habían invitado a otra reunión, cómo me podía haber olvidado. “Pásenla lindo”, dije con voz pastosa antes de tomarme de un trago el resto del whisky de mi vaso y encarar hacia la puerta. “Podemos pasarla lindo los tres” invitó la morocha con una sonrisa inclaudicable. Estaba dispuesta a cantar también por la rubia hasta las últimas consecuencias. Miré a mi amigo, él me hizo la seña del as de bastos, y me senté de nuevo. En una especie de pacto tácito prolongamos la conversa, preparamos una segunda tanda de tallarines entre caricias y toqueteos relativamente amables y yo bajé a comprar dos botellas más, el whisky no iba a ser suficiente. Durante la cena se ve que me quedé dormido sobre mi plato, porque cuando desperté, un par de horas después, tenía la cara apoyada en la masa de tallarines y manchada con la salsa picante de tomates.

Me lavo la cara en el baño y entro a la pieza. La morocha, que ahí en la cama y desnuda se ve todavía más espectacular, se despereza, sonríe y me hace una seña inconfundible. Ahora me toca a mí. Cuando mi amigo se despierta en el medio de nuestras caricias, se levanta, se despereza y se sienta en una silla para observarnos con una especie de distancia científica, como quien escruta las luces y sombras de un cuadro barroco o algún documental sobre las piruetas de los cetáceos en el Atlántico sur. Luego me confesaría que nunca había visto a otros haciendo el amor. Yo después hago lo propio mientras él se trenza nuevamente con la morocha que está encendida, pero enseguida me cansan los claroscuros barrocos y el avistamiento de cetáceos así que otra vez entro yo y él no se retira del todo, y así continuamos. La morocha parece cargar las pilas con cada movimiento: lleva la batuta sin vacilar, nosotros simplemente le seguimos el compás. Por momentos yo pienso en Evita, la ausente, pero enseguida se me pasa. El asunto es que después de quedar dormidos por segunda vez, recién cerca del mediodía del 20 de junio y emergiendo apenas de la resaca y de sus nieblas partimos para Ezeiza, solos mi amigo y yo: a la morocha la política no le importa, y de Perón ni noticias, así que decide ir a buscar a la rubia falluta para decirle un par de cositas.

Con mi amigo tomamos un colectivo que nos dejó a más de dos kilómetros del puente 12, donde estaba el palco desde el que iba a hablar Perón. Era un día espléndido. Empezamos a caminar por la autopista, y a pesar de nuestra densa resaca que todavía se resistía a diluirse pese al sol radiante, nos dimos cuenta de que íbamos a contramano. Éramos los únicos que caminábamos en ese sentido, salvo alguna ambulancia que pasaba a mil por hora; todo el resto volvía, apurado y con mala cara. Algo andaba mal. Empezamos a preguntar, y sin dejar de caminar todos nos decían “nos están cagando a tiros, no sigan, la mano viene muy pesada…” Después nos enteramos de que el avión del general no había bajado en Ezeiza sino en Morón, en una base militar. Se sospechaba que la vida de Perón podía correr peligro en medio de ese despelote, si de verdad alguien quería asesinarlo ésa podía ser una ocasión excepcional, así que ese día las fake news sobrevolaban rasantes la autopista. Lo cierto es que los fachos tenían el control del acto y se dedicaban a cazar a los montos y a otros que habían llegado empujando para ocupar el frente del palco e impresionar al general con la multitud y los carteles. El día luminoso regalaba una visibilidad de varios kilómetros, y los matones tiroteaban a piacere desde el palco y también desde un hogar escuela y los árboles de alrededor. Casi sin apuntar, no hacía falta, al bulto nomás podían voltear a la gente como pajaritos.

Con Héctor nos volvimos, por supuesto; jamás llegamos a nuestro objetivo, el pie del palco. Además de las decenas o centenas de acribillados, en los días subsiguientes se supo que en los árboles que rodeaban la zona se balanceaban algunos pobres tipos, ahorcados con alambre de enfardar. Una noche de la semana posterior a la masacre nos sentamos con mi compinche a hablar de la muerte. Todavía estábamos muy impresionados. Después de un rato de duelo bañado en whisky, recordamos que los franceses llaman “pequeña muerte” a los orgasmos, y agradecimos haber fenecido parcialmente repetidas veces a lo largo de la noche del 19, compartida con la morocha espectacular, y que gracias a eso no habíamos llegado al palco donde la muerte, la muerte de verdad, se enseñoreaba. La gran muerte, que es irrepetible y definitiva, y que ese día salió a rondar entre los árboles para cazar al vuelo a unos cuantos.

Ahí nomás saqué de la manga mi gastado apuntecito sobre Epicuro, lo puse sobre la mesa y entré a descerrajar frases célebres. Que hablaban, entre otras cosas, de que los dioses son tan perfectos que en realidad no nos dan ni bola, no se ocupan de nosotros ni se preocupan por nosotros, así que no hay que intentar recurrir a ellos porque no van a solucionar ninguna de nuestras cuestiones. Y siempre, pero siempre, están a una distancia irreductible. Casi como pasó ese día con Perón, ese dios que bajó en el aeropuerto de Morón, demasiado lejos del palco donde se mataban por él y al que por suerte mi amigo y yo nunca llegamos, gracias a las pequeñas muertes que nos infligió a repetición y con maestría la morocha espectacular, y en las que anduvimos tan ocupados toda la noche anterior. O como sucedió esa noche del 19 con Evita, esa otra diosa que tampoco apareció.

Mi amigo se relamía con mis estupideces seudo filosóficas, y gracias a ése mi equívoco Epicuro de bolsillo y a nuestra adolescente apología de esos orgasmos que nos habían salvado la vida, comenzó a hacer hiperbólicos proyectos eróticos para su futuro. Que en todos los casos se basaban en una sistemática y exagerada actividad sexual, que relegaba todos los otros aspectos de la vida a algo meramente secundario. Delirios que por supuesto nunca concretó, su vida fue muy estándar. En cuanto a los supuestos proyectos de asesinar a Perón de los que se hablaba por los días de la masacre de Ezeiza, nunca sucedieron. Su muerte fue natural y exenta de todo heroísmo, no lo mató un asesino sino la vida nomás, que se le escabulló como a cualquiera de nosotros cuando la última niebla nos lleva silbando bajito. Su velorio sí que fue excepcional, espectacular y muy masivo. Con mi amigo fuimos, hicimos una cola interminable y pudimos ver bien de cerca la cara de ese Dios. Parecía de cera y por lo que recuerdo el ataúd estuvo expuesto un par de días. En cierta forma ya le habíamos perdido el respeto a los dioses y a la muerte, desde ese día los dos conceptos se volvieron muy chiquitos para nosotros, y creo que fuimos al velorio solo para verificar esa definitiva pérdida de prestigio.

Ahora pasó medio siglo desde lo de Ezeiza; no sólo Perón se murió, mi querido Héctor por desgracia también, y quizá la mitad o más del millón de personas que se juntó a recibirlo ese día cerca del puente 12 ya debe estar a esta altura mirando crecer el pasto desde abajo. A la morocha espectacular no la volví a ver, pero le estoy más que agradecido por esa noche del 19 de junio de 1973 que quizá nos salvó la vida. A Evita en cambio me acostumbré con los años a saludarla en los carteles cada vez que iba a alguna marcha, a alguna manifestación. Siempre igual ella con su rodete, me observa callada y como ausente… Una diosa, diosa de verdad. Cada vez sueño más seguido con ella, o quizá con la rubia falluta que desde siempre tiene su cara. Es que no sé si la morocha esa noche nos engañó, y esa foto medio ajada y en blanco y negro que tenía en la billetera en realidad era de Evita, y la rubia nunca existió, y todavía cada vez que la morocha se acuerda se debe matar de risa de Héctor y de mí. Pero prefiero pensar que no, así que Evita es solo Evita y estará siempre presente para mí, y en todo caso ella -o su foto- colaboraron en salvarme. Muy seguido cruzamos nuestras miradas, porque como ya no me alcanza con verla en los carteles y pancartas, colgué en mi cuarto un panel de corcho con infinitas fotos de la diosa.

La otra rubia es la falluta, quedó en deuda conmigo. Y si bien nunca olvido que todos los seres vivos tenemos por definición a la gran muerte esperándonos, también por definición la vida continúa, y me interesa más saber que a nosotros dos, si a ella se le ocurriera hacerse presente, nos quedarían disponibles algunas muertecitas pendientes para gastarlas juntos cualquier noche de éstas. Pienso tanto en las dos Evitas que hace poco escribí un poema alusivo, que dice “La diferencia / es que tu ausencia / es tan concreta / como tu presencia”. Y cada tanto, de puro mimoso nomás, se me ocurre alucinar con la rubia falluta y de rodete que cada vez se parece más a Evita, vagando perdida en la neblina porteña, y siento que aún debe andar dando vueltas por ahí sin saber cómo llegar al departamento de Héctor. Donde yo la sigo esperando, dormido y con la cabeza apoyada en los tallarines.


Inédito. Mazal es profesor de Teoría Literaria de la Unam. Publicaciones: Mundos-Diálogos-Silencios (poesía), Darwin poeta (novela) y Andrés vuelve (novela)

Ilustración: Lautaro Dores, muralista y arte urbano, intervención Centenario de Eva Duarte de Perón.

Osvaldo Mazal

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