La soledad del abuelo
Se levantó de la siesta y cerró el gastado catre de madera y lona que había colocado debajo de una planta de naranjo para aprovechar el fresco de la sombra. Una gallina cortaba el silencio de la tarde anunciando con su cacareo que había puesto un huevo. Sobre la mesa de veteados calados por la intemperie de los tiempos, habían quedado la olla y el plato utilizados en el almuerzo. Los juntó y los dejó en la cocina, por la noche lo lavaría, total estaba solo y no tenía muchas ganas de hacerlo.
Arrimó unas leñas al fogón que humeaba con pocas brazas y fue hasta el pozo en busca de agua para llenar la pava, negra de tanto hollín y cargada de historias hilvanadas en tantas rondas de mates. La piola con el balde se deslizó por la roldana y luego de cargarse en el fondo, fue ascendiendo, chorreando el mayor tesoro que tenía el abuelo en su campito. Cargó un poco de agua en el jarro y lo bebió pausadamente, el resto lo repartió entre la pava y el recipiente donde el perro, su fiel compañero, bebía el agua para calmar la sed.
Otro domingo empezaba a morirse, otro domingo solo, sentado bajo el alero del rancho, mirando hacia la tranquera, esperanzado en algún movimiento que avizorara una posible visita. Otro domingo que pasaba sin la visita de los hijos.
Dejó la pava en el fuego, sacó el rollo de tabaco y comenzó a picarlo lentamente para luego colocarla en la vieja pipa que tenía desde sus años mozos. La encendió y le dio unas largas pitadas como para sentir en el alma la caricia o ese abrazo que tanto necesitaba. De vez en cuando miraba al perro que descansaba a su lado, esperando verlo ladrar ante algún movimiento que venga desde el camino. Él, estático, de vez en cuando correspondía la mirada de su dueño como tratando de comprenderlo y entenderlo.
Se colocó la gorra y mientras se calentaba el agua para los amargos, caminó lentamente hasta la tranquera, quizás de allí vería mejor si alguien viniese. Miró un largo rato hacia el horizonte donde se perdía el camino. Solo campo y dos huellas que desaparecían en tanta nada. Recordó los años pasados, cuando la chacra era alegría y tenía el color de los nietos correteando y trepando por los árboles, el olor a pan recién horneado y las rondas de mates. Unos lagrimones que comenzaron a brotar de sus ojos, cansados por los años, fueron a parar a las mangas de su camisa con las que se limpió la cara. Dio una larga pitada a la pipa, bajó la mirada e inició el regreso.
Y lo fue haciendo lentamente como buscando una explicación a tanto cambio, juntando flores silvestres para el florero de su compañera. Se dirigió hasta el altarcito y las acomodó en un vaso frente a la foto y sus santitos. La extrañaba y sentía la opresión en el pecho por su ausencia. Dios la había llevado hacía poco dejándolo solo con su soledad y su tristeza. Esa fue la última vez que estuvo con sus hijos y abrazó a los nietos. Encendió una vela y luego de “santiguarse”, hizo una oración y salió al patio buscando la compañía del mate, su compañero de todos los días.
Sintió ganas de hacerlo, quizás con él se fuera un poco de su tristeza. Y lo lanzó al aire, y le salió largo, con todos los sentimientos que le atravesaban el pecho. Ese “sapucay” fue un grito de desahogo, que se perdió en el horizonte de esa tierra que se unía con el infinito.
Las aves pasaban por el vasto cielo en busca de los árboles donde reposar luego de una jornada de mucho vuelo. Otro domingo comenzaba a hacerse noche… otro domingo en que el mate le sabía más amargo.
Del libro Cuentos y relatos que dejan huellas, Ediciones Misioneras – 2021. Pereyra es docente jubilado y reside en Virasoro, Corrientes. Tiene publicado además: Ramos Generales: Mboyeré (2020).
Ilustración: obra del pintor costumbrista argentino Florencio Molina Campos.
José Pereyra