Mal de ojo

domingo 13 de noviembre de 2022 | 6:00hs.
Mal de ojo
Mal de ojo

Ya hacía como una semana que Cardoso andaba levantado y todavía seguía en casa de su salvador, sin poder pensar en trabajar. La opresión del pecho no se le iba y era muy poco lo que adelantaban sus fuerzas. Había querido ayudar en pequeñas labores agrícolas, en el carpido de la mandioca y del maíz, que estaban plantados frente al rancho, pero el hombre le había hecho desistir al ver su agotamiento. Le traía leche de cabra, quién sabe de dónde, unas dos veces a la semana, en que se ausentaba, con su fusil al hombro y seguido por su perro. A veces comían asado algún pájaro silvestre, que variaba su comida ordinaria a base de maíz, mandioca, mate y galleta...

En esos días de forzosa inactividad, había pensado mucho en su vida y en todo lo que le sucedía. No tenía la menor duda de que la Olinda le había hecho mal de ojo, aun cuando ni ella misma se lo hubiera propuesto; porque el cambio de su vida fue fundamental desde que la conoció. Primero era alegría y salud y fuerzas, con su espíritu despreocupado y feliz y después fueron sinsabores; el odio y el terror anidando en su alma. El vil proceder, la cobardía, el temor y la traición...

Sin duda estaba condenado y como no encontrara algún payé contra el mal que lo aquejaba, no cabía duda de que sucumbiría... Sólo había comprobado en toda su desgracia una intervención a su favor, en la aparición del Yasí Yateré, cuando le mostró el manantial, que fue lo que salvó su vida en la terrible experiencia de la selva... ¡Pero no repuntaba!...

¡Si siquiera recordara algún remedio contra el mal de ojo!...

Siempre había oído hablar de quienes sufrían el maleficio y allá, cerca del rancho de doña Eugenia en la Bajada Vieja, había por lo menos tres mujeres que curaban... Pero acá... ¡Tan débil y tan lejos y todavía con el temor de ser tomado por la policía!...

Tal vez el hombre que lo recogió pudiera ayudarlo. A lo mejor en uno de esos viajes que hacía, podría llegar hasta una médica que le diera algo para su mal... Sí, eso haría, le pediría ese favor, ya que si no conseguía curar esa opresión que lo mataba, de nada habría servido que lo salvara...

Quedó confortado con estos pensamientos y le pareció que estaba mejor.

Extendió su vista frente al rancho y vio la suave pendiente que llegaba hasta el borde de la selva, donde había plantado algo su salvador. Pocos árboles crecían sobre el suelo lleno de espartillo... Le gustaba este claro, porque él estaba acostumbrado a contemplar el cielo abierto y todavía tenía el terror a la espesura...

Dos cortos ladridos le anunciaron la llegada del hombre. El perro apareció de un grupo de árboles a su derecha y dando grandes saltos se acercó a Cardoso, moviendo la cola, mientras él le acariciaba la maciza cabeza.

Poco después apareció el hombre, con su viejo sombrero pirí, que le protegía del ardiente sol, el Winchester en bandolera...

Agachaba la cabeza para andar y se movía rápida y silenciosamente.

Parecía un animal más de la selva, ágil y astuto. Cuando llegó frente a Cardoso, le saludó con una son risa, que puso una mancha blanca sobre su tez de cobre:

-¿Qué tal chamigo, cómo se siente hoy?

-Mejor don. Parece que etoy por repuntá...

Siguió un silencio. Siempre hablaban poco y ni siquiera sabían sus respectivos nombres. El hombre no le preguntó nada, ni siquiera le pidió que relatara las circunstancias en que se extravió y él no tenía tampoco curiosidad por conocer la vida de este hombre solitario de la selva. Sólo había tenido un pequeño vislumbre de su vida, cuando explicó la presencia de unas ropas de mujer, y los dos catres, diciendo:

-Vivía con mi mujé. Se murió hace un mé y medio. Se clavó una espina por su pie. Etá enterrada debajo del lapacho donde lo encontré boquiando...

Y nada más. La soledad no ayuda a ser comunicativo y nadie sabe qué es lo que puede obligar a un hombre a vivir alejado de los otros hombres... Ni hablaba ni preguntaba y Cardoso pensaba que, a lo mejor, él podría llegar a ser así con el tiempo...

El perro saltaba, tratando de alcanzar una gran mariposa azul que subía y bajaba rápidamente, destacándose contra el fondo del sol de la tarde... Las copas de los árboles, se teñían del color dulce de las naranjas maduras...

-¿Y cuando eté juerte, adónde querría ir?

Cardoso se sobresaltó. La pregunta lo volvió a la realidad:

-Donde me den trabajo, don. Siempre que sea monte adentro.

El hombre asintió con un movimiento de cabeza. Cardoso creyó llegado el momento:

- Quisiera pedirle algo don. Uté que de seguro conocerá alguna médica por etos lados, podría traeme algo para el mal de ojo. A mí, me ojeó una hembra...

Le contó toda la historia, sin ocultar nada. El hombre asentía de vez en cuando, encontrando natural lo sucedido. Cuando terminó de hablar, dijo a su vez:

-Ta bien, mi amigo. Por el lado que yo se ir, vive Ña Cibriana que é mano santa. Le contaré y le traeré el remedio...

-¡Gracia chamigo!...

El hombre preparó el fuego y la comida para ambos. Cardoso, animado con la esperanza de sanar, se levantó y rodeó el rancho. Las sombras se habían espesado completa mente, formando un bloque macizo con los árboles de la selva; y el claro tenía manchas desvaídas del verde y rojo negruzco de la tierra. Se respiraba una gran paz y aspiró el aire tibio con placer... Quedó mirando en dirección a los árboles y le pareció ver moverse una figura.

Cerró los ojos y los abrió nuevamente, pensando que no lo vería más... Pero lo vio. Era demasiado alto para ser un hombre. ¡Además ese sombrero!...

Todavía lo vio durante unos instantes, antes de que se ocultara en la espesura...

Cuando comían, Cardoso preguntó:

-¿Mava picó oicó coarupí? (1).

-No -dijo el hombre extrañado. Después quedó pensativo y dijo:

-¿Lo vio?

-Ajá...

-Sí, é el Pombero. Rondaba mi rancho cuando yo salía. Por mi mujé. Pero ahora se murió...

El perro ladró dos o tres veces con un ladrido agudo y después calló y vino a refugiarse entre los hombres, con la cola entre las patas.

***

-¡Gracias don....

-No tiene por qué.

Cardoso apretó en sus manos el pequeño envoltorio, que contenía el payé que su protector había conseguido de Ña Cibriana, después de contarle las desventuras del mozo. Al sólo tener en las manos aquello, le parecía que las fuerzas perdidas empezaban a recobrarse... Trataría de cumplir exactamente las indicaciones; primero debería buscar un pindó y en las tres primeras noches de luna nueva, enterrar a su sombra los tres pelos de tatú macho, debiendo repetir cada noche, una vez efectuada la operación, por tres veces:

“¡Mal del diablo, aparta tu ojo de por mí!”, persignándose cada vez. Con eso se curaría del mal de ojo y en cuanto a la opresión del pecho, si ello no provenía del mismo mal, debería fregarse todas las noches la grasa de víbora de cascabel y mezclar con la infusión de mate, bien picada, un poco de Tierra de tacurú... (2).

Felizmente, frente al rancho, al comenzar la selva emergía una airosa palmera, para llegar a la cual sólo debería caminar unos doscientos metros, por árboles poco espesos, que no significaban peligro alguno; y de tacurús, estaban sembrados todos los claros... Temblaba al pensar, si hubiera sido necesario conseguir la curación con grandes esfuerzos físicos, como muchos que habían debido cavar grandes zanjas, o subir montes altos, para enterrar allá arriba una pezuña de cabra, y realizar exorcismos complicados!... Sí, sin duda, ya empezaba a sonreirle la fortuna, porque eso y no otra cosa era el que hubiere sido hallado y salvado al borde mismo de la muerte...

Pasaron despacio los cuatro días que faltaban para la luna nueva; y ahora Cardoso miraba el astro reducido, por encima de los árboles, como una estrella de salvación. Se acercaba la medianoche y era esa la hora en que debía ejecutar el payé, si quería quedar librado del maleficio. Con gran cuidado y envueltos en un papel, llevaba los tres pelos de tatú, dentro de la mano crispada y sudorosa. En la otra mano, empuñaba una rama gruesa que hacía las veces de bastón y que le era necesaria, dada su debilidad...

Se encaminó hacia la selva. La noche era caliente y el aire espeso y luminoso. Los bichos de luz volaban, apagando y encendiendo cada tanto su linterna milagrosa. Escarabajos voladores pasaban zumbando velozmente o permanecían casi parados, ascendiendo lentamente, mientras sus alas giraban con ritmo vertiginoso. Un rumor indefinido flotaba por doquier y Cardoso caminaba, sintiéndose parte integral de esa vida múltiple y difusa que lo rodeaba... De un tirón llegó hasta el borde de los árboles y debió sentarse, porque un sudor abundante lo paralizaba y lo hacía temblar... Estaba todavía muy flojo y pensó que podrían faltarle las fuerzas para hacer lo que debía... Cerró los ojos y descanso, percibiendo la caricia del aire durante unos minutos y se repuso bastante... Haciendo vibrar su voluntad, consiguió levantarse y se dirigió por entre los troncos, en busca del pindó...

Se acercó lentamente, como si temiera algo. El tronco de la palmera le parecía un ser misterioso, que tenía el poder de curar sus males... Temía que algo o alguien pudiera aparecer de pronto y turbar el desarrollo de la operación. Miraba a los costados con desconfianza, pero sólo la soledad de un mundo fantasmagórico, de blancos y negros, le rodeaba. Se arrodilló junto al tronco, en la parte sombreada, y sacó su daga, que temblaba en la mano, hundiéndola en el pasto verde, que entrelazaba la tierra negra y húmeda... Con unción religiosa, depositó uno de los pelos, envolviendo los otros y guardándolos cuidadosamente; y de rodillas, como en la iglesia, repitió por tres veces la fórmula mágica: ...¡Mal del diablo, aparta tu ojo de mí...!

Quedó un momento indeciso, como esperando algo, y se levantó pausadamente... De pronto un grito agudo cortó la noche, dejándole helado de terror!... Algún animal de la selva había sido sorprendido y, posiblemente, devorado... Cardoso veía sombras que se movían entre los árboles y sentía que se iba a desvanecer... Se apoyó en un árbol y apretó fuerte mente las manos contra la rama que le servía de bastón, rechinó los dientes mitad de rabia y otro tanto de terror, mientras su mente repetía automáticamente la frase: ...,¡Aparta tu ojo de por mí!... ¡Aparta tu ojo de por mí....!

El silencio había caído nuevamente como un manto y empezó a tranquilizarse. Su respiración se serenó y emprendió el regreso.

Nuevamente las sombras se movían como cuando vino... Por fin salió al claro y el miedo se desprendió de su espalda haciéndole respirar ampliamente, como no lo había hecho desde tantos días atrás...

Remontó el camino hasta el rancho con mejor paso y más vigor que a la ida. Le parecía que andaba mejor... Claro que andaba mejor... No cabía duda de que el payé daría resultado, si a la primera operación empezaba a sentirse tan mejorado. Además pensaba seguir frotándose con la grasa de víbora, cuyo acre olor aspiraba con deleite, sabiendo que le curaría esa angustia que le apretaba la garganta.

Entró en el rancho y preparó un poco de fuego, para calentar agua para el mate. El dueño, como otras veces, había salido acompañado de su perro y posiblemente tardaría uno o dos días en volver. Se sentó a la puerta y sorbió con delicia la bebida amarga. La luna se había puesto y todo estaba en sombras, pero del firmamento venía una claridad suficiente para descubrir los contornos de las cosas... Respiraba bien y todos los terrores pasados iban desapareciendo, con el aire que llenaba sus pulmones... ¡Lo que era la vida!... Si no hubiera ido aquella noche a la bailanta, o si se hubiera colocado por otro lado, no se hubiera dirigido el curso de su existencia por este cauce de violencia y de muerte... Seguiría pescando en su amado río, bañándose de sol y de agua oscura como su piel, haciendo salir de sus entrañas el oro vivo de los grandes dorados!... Y por las noches, en el rancherío de la Bajada. Vieja, en el rancho de doña Eugenia, soñaría mirando las estrellas, en el ancho río del aire que era el firmamento, mientras los ranchos escondidos entre las matas y los árboles que todo lo cercaban, disparaban hacia el cielo las lindas no tas de las guaranias, que vibraban un momento en los dedos de los hombres morenos y las cuerdas de sus guitarras...

Era muy tarde cuando se acostó y durmió un sueño reparador y tranquilo...

Estaba en su barca y los dorados saltaban a su alrededor, saludándole y  cabrilleando al sol...

(1) ¿Vive alguien por estos lados?

(2) Tacurú. Hormiguero gigante de la zona.

 

Fragmento de la novela Bajada Vieja. Areu Crespo fue pintor, grabador, escritor y escribano. Nació el 20 de mayo de 1909 en Totana, Murcia, España y falleció en Buenos Aires el 2 de febrero de 1989.

Juan M. Areu Crespo

¿Que opinión tenés sobre esta nota?