Un agutí y un ciervo

domingo 06 de noviembre de 2022 | 6:00hs.
Un agutí y un ciervo
Un agutí y un ciervo

El amor a la caza es el lazo más prolongado, persistente y tenaz que une al hombre contemporáneo con su pasado ancestral. En su apetito de rosbif todavía sangrante, para el espiritual sedentario, y en el ansia de abatir toda bestia que corre, para el cazador, prima todavía la dura ley de vida del hombre terciario.

Es en la infancia donde se manifiesta más ciego e injustificado este anhelo de acechar, perseguir y matar, que nada explica en criaturas de corazón de oro, si no es la persistencia de una necesidad vuelta instinto, y que aún hoy, sin apremios que exciten ni terrores que la exalten, agita y enloquece a los tiernos infantes.

Con los años, la herencia vital se aduerme; pero basta a veces un ligero desmayo del espíritu para que despierte, con una violencia que nada puede dar idea, esta pasión in filtrada en lo más hondo de la especie animal.

Yo sufrí uno de estos desmayos cuando ya hacía diez años que no cazaba. Llamo cazar al acto de correr en el monte tras un animal cuyo rastro los perros siguen a latir batiente; correr con la cabeza desnuda, porque la espesura nos arrebataría el sombrero ya al comenzar; con armas lo más cortas posible, para avanzar sin tropiezos; macheteando sin cesar; atacando por fin la maraña con la misma frente, cuando el latido casi aullante de los perros anuncia que ya tienen a la vista al animal.

La cacería al acecho, o la de perdices, no creo que merezcan realmente el nombre de caza. Ambas son incapaces, por lo menos, de barrer del alma todo rastro de espiritualidad, hasta dejarla vibrante y desnuda.

Después de matar cuantos chingolos, gatos y lagartos pude en mi niñez, corrí horas y horas por el monte tras las bestias de pelo áspero. Poco a poco, sin embargo, mi amor a la caza se adormeció. Como mi abuelo prehistórico en su edad madura, yo seguía atentamente la educación de mis chicos -el varón con un rifle de nueve milímetros. Mi amor eran ahora las plantas; y en cuanto a los animales, prefería cuidarlos a matarlos.

Teníamos siempre en casa cuatro o cinco individuos de la selva, en plena libertad, y todos respondían con su voz natural a nuestro llamado. Sus nombres, hallazgo de mis chicos, eran inconfundibles: el halcón se llamaba Don Pepe; la comadreja, Micuré; el buho, Pitágoras; el coati, Tutankamon, y el yacaré, Cleopatra. No menciono otros pensionistas de distintas épocas, por ser éstos los amigos con que contábamos en el momento a que me voy a referir.

Una mañana de verano, poco antes de salir el sol, recorría yo las plantas de nuestra meseta, en Misiones, cuando en el monte próximo sonó bruscamente el latir de una corrida. El fenómeno no solamente era común, sino que se repetía cuatro o cinco veces en el mismo día. Mi casa -lo he repetido también trescientas veces- se halla rodeada por el monte, que, comenzando seis leguas hacia el sur, se prolonga por el norte hasta el mar Caribe. No es así de extrañar que diariamente zigzagueen bajo el cazadores y sus perros, y que estos mismos perros, urgidos por el hambre, cacen por su cuenta a cualquier hora del día.

No era, pues, para mí una novedad esa corrida de perros. Pero tampoco lo era la atención extremada que ponía yo siempre en ese latir de jauría. Hacía dos lustros que no cazaba; sentimientos derivados de los años me mostraban de un modo muy distinto el acto de matar; y no podía, sin embargo, dejar de tener el alma puesta, a despecho de mi calma, en aquel clamoroso índice de persecución de bestia. Proseguía mi labor en tales casos; cambiaba de ocupación; charlaba indiferentemente; pero pensara lo que pensare, hiciera lo que hiciere, el oído y la mente entera se me iban tras el latir de los perros.

Esa mañana, la voz de la jauría había explotado y roto la paz de la alborada a trescientos metros de casa, sin que un solo ladrido de rastro tibio la hubiera anunciado. La corrida no cambiaba de lugar. Por ello, y por el tono aullante del latido, comprendí que no solamente estaban los perros sobre rastro caliente y habían visto al fugitivo, sino que se quemaban sobre el animal mismo.

Bien. Algún tiempo resistí al llamado, con toda mi atención puesta en cauterizar la llaga de un mandarino, producida por la gomosis... Y un instante después me hallaba, machete en mano, corriendo de un aliento los trescientos metros que me separaban de la bestia roncante.

Porque roncaba, en efecto, con una profundidad sin igual, a la que el árbol hueco en que estaba guarecido prestaba su total vibración. Los perros -eran tres- mordían desesperadamente la boca de entrada.

El animal, fuera el que fuere, se hallaba a un metro de altura, dentro de su canal. Subí yo también, por fuera, y aquél ascendió otro metro más.

Nada puede compararse, como desesperación, a la de un perro de caza que se abalanza en vano a un árbol, y que comunica al hombre, con su voz y sus ojos, toda su impotente angustia. Los perros esos no me conocían, ni yo los había visto nunca. En ese instante, sin embargo, un sentimiento único nos unía en una común y salvaje ansia: matar a la bestia que se nos escapaba.

Trepé por el árbol con rudas dificultades; el animal subía siempre. Así por una hora, él por dentro, yo por fuera.

Es muy fuerte cosa cazar algo que trata de escaparse, cuando una jauría nos sostiene y alienta por abajo. Llegó un punto en que el animal se detuvo contra el corazón ya macizo del árbol, y sus ronquidos, a la par que el latir de los perros, redoblaron. Buscando cómo llegar a él, hallé una grieta por el lado opuesto del tronco, y vi ásperas cerdas. Conocí en seguida de qué animal se trataba. Era un aguti, el más inofensivo y tímido de los seres creados. A pesar de eso, mi machete fue por cinco o seis veces a hundirse en el árbol, a pesar de que cada vez salía con pelos adheridos y grasiento hasta la empuñadura.

Volví a casa pensando con fuerte disgusto en lo que acababa de cometer. No diré que sentía remordimientos; era aquello más bien una contemplación pasmada e impersonal de mi debilidad.

Pasaron los meses. Aprontábamonos en las últimas semanas para volver a Buenos Aires, preocupados, como siempre, del destino que cabría a nuestros silvestres amigos. Nunca habíamos traído ninguno. Quedaban en Misiones, y pocas veces los hallábamos al regresar. Esta vez nos decidimos a traer al coatí, criado en nuestros brazos, y a Dick, nuestro último pupilo, un ciervito llegado a casa desde el Paraguay cuando sólo tenía siete días, y que en vísperas del viaje persistía en confundir la orla de los delantales de mi chica con las ubres maternas. Cabeceaba su mamadera y, más tarde, su mismo plato, para que diera más leche.

En breves días había aprendido las horas exactas de la comida, y surgía de lo más oscuro del gran bambuzal con su breve gemido de reconocimiento. Balaba a hocico cerrado con el tono de sus colegas de juguete, pero con más larga y penetrante dulzura. A despecho de nuestra fraternidad con el gran Tutankamón, Dick era el preferido y el mimado de la casa. Nadie, en verdad, lo ha merecido más que él.

Trajimos, pues, al coatí y al ciervito, en marzo de este año. Durante el viaje tuvimos que cuidar a este último de la solicitud de los cocineros, que amenazaban enfermarlo con sus copiosas ofertas de carne. Al llegar aquí, como aún no teníamos casa, confiamos ambos pupilos a un amigo, en cuyo “hall”, Dick resbaló de mala manera, al punto de que siete días después, cuando lo llevamos al “chalet” que habíamos tomado en Vicente López, rengueaba aún. Un poco abatido, fue en seguida a echarse bajo el macizo de cañas de la quinta, que debían recordarle muy vivamente sus selvosos bambúes en Misiones. Lo dejamos tranquilo hasta el día siguiente, pues el tejido de alambre velaba por su seguridad. Esa tarde llovió, como había llovido los días completos anteriores, y cuando volví de noche del centro, me dijeron en casa que el ciervito no estaba más. La sirvienta había creído oír al anochecer algo como chillidos distantes, e inquietas, ella y mi chica habían recorrido con la linterna la quinta y la calle, ya muy oscuras, infructuosamente.

A la mañana siguiente, muy temprano, siguiendo los rastros de Dick, vi claramente por dónde había salido: una hoja del portón, vencida en la parte inferior, podía dar paso a un animalito tan esbelto como él. En la vereda de ladrillos la huella de sus pezuñas se perdía, y la calle empapada era una criba de rastros. La mañana era muy fría, y lloviznaba. Hallé al lechero de casa, quien nada pudo decirme. Fui hasta el almacén, con el mismo resultado negativo. Miré a todas partes: nadie de quien poder informarme en las calles desamparadas. Buscando a la ventura, hallé por fin a Dick próximo al alambrado de un sitio baldío. Estaba tendido, y muerto de dos balazos en la cabeza.

Es menester haber criado algo con extrema solicitud - hijo, animal o planta- para apreciar el dolor de ver concluir en el barro de una vereda de pueblo una criatura de monte, toda vida y dulzura. Y para matar de dos tiros en la cabeza, a todas luces con el arma apoyada en ella, a un ciervito que chilla lastimeramente...

Bruscamente, me acordé de la interminable fila de dulces seres a que yo había quitado la vida, y de mi hazaña con el agutí, tan inocente como el ciervito. Recordé mis cacerías de muchacho, y me vi a mí mismo en el chico de la vecindad que la noche anterior, viendo pasar un animal desconocido -animal salvaje, fuera de toda duda, había corrido tras él, lo había alcanzado, y, ebrio de felicidad, le había apoyado por dos veces en la frente su pistola matagatos. Ese chico, como yo a su edad, tenía también, posiblemente, un corazón de oro.

¡Ah! Es fácil quitar animales a sus madres, cortar bruscamente su gozo sin desconfianza, su tranquilo latir; y duele el corazón terriblemente cuando un chico animoso mata en la noche un ciervito, porque es nuestro.

Mientras lo retornaba en brazos a casa, aprecié por primera vez lo que es apropiarse de una existencia. Y comprendí el valor de una vida ajena, cuando me la arrebataron.

El relato es parte del libro La vida en Misiones. Quiroga vivió varios años en San Ignacio. Algunos de los libros publicados: Los desterrados; Historia de un amor turbio; Cuentos de amor locura y muerte; Cuentos de la selva y El desierto, entre otros.

Ilustración: de la Colección Leer mi cuento
Horacio Quiroga

 

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