Las primas

domingo 30 de octubre de 2022 | 6:00hs.
Las primas
Las primas

Antes de morir mamacha me agregué con las primas. Las primas eran grandes y cuatro. Llenas de novios, flores en el pelo y remeras de colores que yo deseaba. La prima grande es mi madrina. Iba tras ella hacia donde fuera: la playa, la hamburguesería, la casa del novio. Las primas son puro ruido, risas y peleas, pero inseparables.

La tía Cruisi es la madre de las primas y las tuvo, una detrás de la otra, cuando estaba casada. Las del medio son mellizas. Las crió sola, desde chiquitas. Se enteró de que el marido andaba mujereando por ahí, tomó al toro por las astas y lo echó de la casa. El tío dio tres o cuatro bramidos, asustó un poco a las primas, pero se marchó en retirada. Tía Cruisi tiene los ojos claros y dilatados, una boca llena de risas, y cabellos rubios que enrosca en una trenza sobre la nuca. Repite diez veces cuando se levanta: mirar hacia adelante que allí está la vida. Y cuando se acuesta: ya pasó otro día y lo pasado pisado; lo malo que hice hoy no voy a hacerlo mañana. Desde que me agregué con las primas aprendí las oraciones. Por ahí me las escucho repetir mientras pongo y saco por mi mano la pulsera que me regaló mamacha. Las primas salen de noche, se visten con polleras transparentes, remeras sin corpiños, y a veces los novios se quedan a dormir en la casa. La tía las deja. Y aunque hacen de todo y no las tiene cortitas, ni las manda a misa, ni les pone horarios, las primas siempre fueron lo que se dice unas señoritas. No se hicieron locas como decían en el barrio que iban a hacerse. No andan cambiando el novio a cada rato, y aunque callejean de lo lindo, son las mejores en la universidad y las más divertidas de todo el mundo que conozco. En casa mamacha no permitía que se abrieran las ventanas y corría las cortinas gruesas para que no entraran la claridad y los bichos, decía. A mí me pusieron el nombre de una tía que no conocí. Y es seguro que la parentela, cada vez que me nombra, se acuerda de ella. Mamacha siempre estuvo enferma. Las mellizas, que hablan en difícil, repetían a coro: tu casa tiene tufillo de hospital. Se huele la muerte, decía mi madrina, poniendo los ojos en blanco y haciéndose la actriz. Cuando mamacha se enfermó de verdad, las primas me empezaron a llevar a todos lados. Yo hablaba y hablaba sin parar. Me retaban: no seas metida, escuchá y callate. Si se enojaban me amenazaban con penitencias. Con ellas aprendí a guardar secretos y a escuchar al prójimo. Mi madrina dice que siempre se aprende algo del prójimo, sólo hay que hacer silencio y acercar la oreja. En casa no podía traer amigas a jugar o a dormir para no desordenar las piezas ni hacer barullo. Por eso me iba temprano con las primas. En el altillo de la tía Cruisi sacaba las valijas con vestidos, los sombreros y las muñecas que habían sido de ellas. Nadie me decía ordená, no toques, callate. En esa casa, la música y la charla a la orden del día. La más chica me enseña a bailar cumbias. Las mellizas a escribir esquelitas de amor. La mayor a actuar, nena, serás actriz como tu madrina, vas a ir al teatro vocacional a renovar el espíritu.

Lloraba cuando se hacía de noche y debía volver a casa. Las primas entonces cuchicheaban en rueda y después me decían: vení con nosotras y chito, ni una palabra, y menos lágrimas que se te caen los mocos. Sobre todo cuando mamacha estuvo grave y ya nadie se ocupaba de prohibirme nada. El problema de mamacha empezó cuando murieron los abuelos, los dos juntos, por escape de gas. Me quedé con las primas quince días que fueron inolvidables. Hasta me llevaban a inglés y a danza. Para que aprendas algo bueno, te quedes quieta y se te bajen las hormigas del traste. Es cuchaba sus conversaciones y rezaba para ser grande como ellas lo más rápido posible, cumplir los quince, hablar de muchachos y tomar cerveza, ir a las disquerías, fumar y ponerme esas minifaldas, que dice la tía Cruisi, parecen cinturones de tan cortas. Nunca supe bien lo que pasó con mamacha, después que enterró a los abuelos no fue más la misma. Desató su atadura con nosotros, dijo la tía Cruisi. No puede vivir sin ellos, dijeron las primas. Se metió en la cama. Las uñas le crecieron cuatro centímetros, tal cual las tenía la abuela. Le hizo traer a papá los cuadernos de poemas que ella había escrito a un novio de su juventud. Colgó por todas partes retratos de los abuelos y me prohibió volver a tomar helados. Son muy fríos, me dijo, la abuela decía que enferman la garganta. La tía Cruisi y papá la cuidaron hasta el último día. Yo me quedé con las primas; me tenían de aquí para allá sin tiempo para pensar. El día antes de morir mamacha, mi madrina me llevó a verla. Me acerqué a su cama. Ella se dio vuelta y me miró. Me tomó de la mano y deslizó de su brazo hacia el mío la pulsera que la abuela le había regalado cuando fue chica. Al amanecer, murió.

Las primas me llevaron a verla. Para que no me quede en la cabeza una idea equivocada, dijeron las mellizas, que cada vez hablan más difícil.

No me acuerdo de ese día, sólo de los ojos de mamacha cuando pasaba la pulsera de su mano a la mía.

Papá se encerró a llorarla y se puso a trabajar día y noche sin parar, sin salidas, sin amigos, sin nada.

Así estamos ahora. Me voy con la tía Cruisi, hago los deberes y charlo con las primas. Las mellizas me cuentan cosas de mamacha. Pero yo sé que me agrandan o me cambian la historia para que no me ponga triste. Mi madrina hace tintinear los dijes que lleva colgados del cuello. Música de estrellas quiere mi ahijada princesa, me dice. Para los quince, serán tuyos. Las primas me organizarán la fiesta. La más chica, la música: conmigo en la consola, secretea en mi oído, nadie bosteza; las mellizas filmarán y me sacarán fotos durante todo el día. Son para el álbum que forraremos en satén.

Mi madrina se va a dar el gusto, en mi fiesta de quince, de tener público y representar los personajes que aprendió en el teatro vocacional. ¡Vamos a tirar la casa por la ventana y pondremos el mundo patas pa’rriba! En esa fecha podré sacar de las cajas la ropa de mamacha. La acomodaron en el altillo entre jazmines y pimienta, para que sus cositas no anden desparramadas por el mundo, sin ton ni son. Quizá tengan todavía el olorcito de mamacha.

Patricia Severín

El relato es parte del libro Mamá quiere ver las rosas y otros cuentos, editorial Contexto. Severín tiene publicado además Helada Negra (2016), Muda (2018), La Tigra (2018), entre otros

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