Obstinación fatal

domingo 30 de octubre de 2022 | 6:00hs.
Obstinación fatal
Obstinación fatal

¿Renegarás de tus dioses?

Madre: somos un pueblo vencido. Nuestros dioses ya no existen.

Nuestros dioses existen y vigilan.

Ellos nos abandonaron. Estamos a merced del Tupá de los cristianos.

¡No es cierto! ¡Añá membí!

No me maldiga, madre. Maldiga nuestro destino.

¡Nunca seré cristiana!

Tampoco yo...

Pero escuchas sus palabras... Te dejas sojuzgar. ¡Y recibirás el bautismo!

La mayoría de los nuestros... Madre: ¡es necesario sobrevivir! y si en esta situación el Tupá de los cristianos nos admite como hijos, podremos...

¡Basta! Y tú eras jefe... ¡Prefiero morir!

Dialogaban los padres. Solo cuatro misioneros para más de cinco mil aborígenes. Y no era cosa de dejarlos en manos de encomenderos, porque entonces sí que la obra evangelizadora se perdía. ¡Con esos métodos violentos al servicio nada más que de su codicia, y nada menos que de su lascivia!...

Se distribuyeron. Aquí quedaron dos: Paí Laurentino y Paí Doménico.

Trabajaban día y noche, sin descanso. Al tiempo que enseñaban, aprendían a manejar, a dominar la lengua de los guaraníes; se interiorizaban de los hábitos preexistentes, ora para canalizarlos, ora para sustituirlos; se enteraban de sus miedos y supersticiones, para combatirlos con efectividad...

Todo era nuevo y riesgoso en esta misión. Difícil, siempre. Pero ellos poseían un espíritu de sacrifico a toda prueba; un entusiasmo indeclinable. Había buena materia en esta raza aborigen. El indio era dócil, salvo excepciones.

Una de esas excepciones era la anciana impenitente de quien tantas veces habían hablado. Huraña y contumaz. Se turnaban para catequizarla. Magros resultados: cuando creían haber logrado una pizca de asentimiento, de aceptación, los desengañaba con una negativa o los escandalizaba con un exabrupto rayano en la blasfemia.

No hallaban modo de evitar que anduviera con los hechiceros. A menudo se la veía conversar con alguno de ellos, secreteándose en un dialecto extraño, jerga inventada quizás con fines de ocultamiento. Y no faltaba ocasión en que se descubriera a los hechiceros reunidos en asamblea, agregados ciertos individuos que habían sido y eran lo peor de la tribu (rateros, proxenetas, holgazanes, intrigantes...) Entre tales, la vieja obstinada.

Aunque los hechiceros simularan acatar todas las normas que se les impusiera; aunque se mostraran sumisos y obedientes, los funcionarios les desconfiaban, los jefes militares los tenían bajo estricto contralor. Circunstancia hubo en que estuvieron a punto de ser pasados por las armas, al encontrárselos en flagrante idolatría con prácticas indecorosas. Los salvó la intercesión de Paí Doménico y Paí Laurentino.

Fue después de ese episodio que la vieja cambió. Por miedo. Miedo y cansancio. Además se sentía enferma. Deseaba que la dejaran en paz, y optó por decir amén a todo: a lo que le enseñaban, a lo que le sugerían, a lo que le prohibían, a los medicamentos que le administraban.

En esos días estaba al cuidado y bajo tutela espiritual de Paí Doménico. Este intuyó que no era por convicción que la obcecada mujer había modificado su actitud. Una voz interior le aconsejaba diferir el bautismo; por lo que, al verla tan desinteresada, tan indiferente, decidióse a esperar.

Creen que es por miedo. ¡Pero yo no tengo miedo de nada! Ni de la muerte. ¡Más vale! Si ya estoy queriendo morirme...Tan pronto se descuiden me escapo, y me voy hasta el refugio de Payé Ambu’a. Le pido un veneno bien fuerte, me lo tomo y ¡opama!

Déjese de esas, madre. La muerte viene sola, cuando ha de venir. Usted solía decirlo, ¿se acuerda?

Yo no me acuerdo de nada. ¡Ni quiero acordarme!

Es mejor que se esté tranquila, madre. Vendré a visitarla todos los días, hasta que se cure.

A la noche comenzó a relampaguear seguido. A intervalos cada vez más cortos, el cielo se iluminaba. Hasta que se hizo un continuo resplandor. Araverá guasú, decían los aborígenes. Luego estallaron los truenos, tras el fogonazo de cada rayo. Y sobrevino la lluvia. Un aguacero de padre y señor mío.

Amaneció lloviendo, y continuó lloviendo todo el día. Típico clima de esa tierra de las Misiones.

Al tercer día de lluvia, el agua desbordaba las calles, saltaba por los declives, se estancaba momentáneamente en los bajos, penetraba en las casas, y concluía haciéndose laguna en las hondonadas.

Arrimado a la casa de la vieja, se alzaba un muro de adobes. Carente de desagües, el muro ofició de dique: contenidas las aguas fueron inundando la vivienda a medida que el nivel subía.

La obstinada anciana estaba inquieta. Nadie la atendía, nadie la vigilaba: todos se hallaban ocupados en alguna tarea relacionada con el temporal y sus perjuicios, desagotando aquí, reparando allá. Intentó una escapatoria. ¿Para hablar con los brujos? Nunca lo sabremos.

Un palmo de agua cubría el suelo de su habitación. Sólo un palmo de agua. No había peligro para una persona mayor. Pero fue caudal suficiente para que naufragaran allí los ocultos propósitos de la vieja impía.

Quiso levantarse del lecho; pero las fuerzas no le respondieron, y cayó al suelo boca abajo. Quedóse inmóvil en esa posición, postrada. Y se ahogó la infeliz.

¡Castigo del cielo, por despreciar el bautismo!  exclamó el ayudante del padre Doménico.

No repitas eso, hijo. Sólo Dios sabe cómo y por qué  replicole el sacerdote.

Fue el comentario casi obligado de la pequeña comunidad. Durante semanas no se hablaría de otra cosa. Españoles y criollos (entonces se les llamaba “españoles de América”) estuvieron contestes en que toda la culpa había sido de la desgraciada vieja. Los padrecitos habían hecho cuanto pudieron por salvar su alma y mejorar su salud.

Alguien, uno de los notables del pueblo, díjole a Paí Doménico:

Una entre miles, insignificante naufragio, Padre, en comparación con las muchas almas que ustedes han salvado.

Un alma vale tanto como miles. “Habrá más alegría en el cielo por el alma de un pecador que se convierte...”

Lo sé, Padre; pero ¡a qué afligirse por lo irreparable! si Dios Nuestro Señor así lo dispuso...

Quizás este vecino tuviera razón; pero no dejaba él de sentir una profunda pena por esa desgracia. Y con él, todos los misioneros.

El domingo siguiente, Paí Doménico y Paí Laurentino impetraron en la misa por el alma de la desdichada. Atrás, en un rincón del templo, el hijo, ex cacique de la tribu, musitaba en guaraní una plegaria...

Hugo W. Amable

Nota del autor: Este cuento se ha inspirado en uno de los temas contenido en las Cartas Anuas, traducción de Olga Zamboni. El Narrador ha utilizado con entera libertad el texto.

El relato es parte del libro: “Paisaje de Luz, Tierra de Ensueño”, 1985. Amable fue un prolífico escritor que abordó todos los géneros literarios: cuentos, novelas, poesía, ensayos y trabajos lingüísticos. Ilustración: Aldea des Tapuyos (pintura de autor desconocido)

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