Miseria en los yerbales

domingo 23 de octubre de 2022 | 6:00hs.
Miseria en los yerbales
Miseria en los yerbales

De Campo Limpio volvimos a emprender la marcha cruzando el arroyo Capivari y el Moreira cué, donde se hallaban unos ranchos atestados de bolsas de yerba de don Eloy Rodríguez. De este arroyo se va por un camino al yerbal Laguna que estaba trabajando Don León Lugo.

De Moreira cué fuimos al arroyo Mboca yati y luego al yerbal y cuartel general de Romero, en donde se hallaba su señor padre. Allí sesteamos.

Don Manuel Romero padre, acababa de cazar un tigre que se entretenía en matarle los terneros. Fue tan amable conmigo que me regaló no solo el cuero, sino que también me hizo buscar el esqueleto.

Como estábamos muy apurados, seguimos marcha y llegamos a la tarde al arroyo Ytaquiri después de cruzar el Carema guazú que desemboca en el Acaray y es navegable por chatas que cargan 2000 arrobas de yerba.

El arroyo Ytaquirí y el Acaray, este último con un curso navegable de más de 80 leguas, son las vías mejores de conducción de la yerba que se elaboran en los yerbales próximos.

En los depósitos de Ytaquirí me encontré con otro indio Cainguá, con quien pasé un buen rato, prestándose con su carácter dócil, a un largo interrogatorio y a una sesión de dibujo interesante cuyos resultados publico en otro lugar.

Allí fue donde también vi tirada en un rincón por inservible, una máquina de moler yerba de fierro fundido.

Allí también empecé a probar la cocina yerbatera, maíz forever, que declaro detestable y eso que no soy delicado. Prefiero el maíz tostado a todos los demás platos semi-imposibles de tragar.

En Ytaquirí nos juntamos con el señor Manuel Lechel, fiscal de la Sociedad Industrial Paraguaya, dueña de los yerbales.

De Ytaquirí seguimos por entre yerbales de campo hasta llegar al arroyo Palmira que cruzamos por su puente y pasamos al rancho de don Casimiro Alfonso.

A la tarde nos dirigimos al yerbal de Palmira donde Romero y don Eloy tenían que hablar a los mineros a fin de seguir la zafra un mes más de lo convenido.

Este yerbal pertenece a la misma jurisdicción del de San Vicente y Angelito.

El yerbal está en un monte bajo llamado fascinal, en el que predominan las chilcas, la escoba del yerbal, tupuicá, caati y baranas altas y el suelo se halla todo lleno de espinosos caraguatás.

Los árboles principales que allí se encuentran son más bien arbustos, entre los cuales abundan los laureles. Estos fascinales podrían fácilmente transformarse en campos, sino fuera por los yerbales que contienen, así es que la quema continua de ellos se hace imposible por el grave perjuicio que ocasionaría.

Después de una hora de marcha llegamos al campamento de los mineros, situado en medio del yerbal.

Sumamente desagradable y curiosa fue la impresión que me hizo aquella cantidad de gente de colores, raza y nacionalidad distintas, con el pelo y la barba largos, flacos, demacrados, con la ropa hecha jirones, casi desnudos, viviendo en miserables ramadas con sus mujeres e hijos, que jugaban con algunos perros, verdaderos esqueletos, de mirada triste, de rabo entre piernas y llenos de llagas y bicheras.

Aquella gente trabajaba aún, pero en cambio se alimentaba in suficientemente; el maíz era lo único que tenían y por desgracia escaso.

Las múltiples dificultades que oponen los trabajos de los yerbales cuando no se es exageradamente previsor, como deben ser todos los que emprendan negocios de esta naturaleza, habían producido la escasez.

Romero y don Eloy los llamaron y en medio de ellos, empezaron a hablar en guaraní, unos a dar sus quejas y los otros a disculparse prometiendo mejor porvenir. Al fin aquella gente de la que esperaban una rotunda negativa, accedió unánime a seguir trabajando con tal que no les faltase que comer.

Esto me extrañó mucho, pero comprendí que lo hacían solo por simpatías a sus patrones.

Para coronar la asamblea, Romero les repartió a cada uno una cuarta de tabaco negro que fue recibido a título de regalo con grandes muestras de satisfacción por todos.

En los yerbales se usa mucho mascar el tabaco negro, por la dificultad que tienen de fumar y porque dicen que da más fuerza.

Los mineros son tan viciosos que cuando ya se les acaba, mascan los pedazos de lienzo sucios de melaza, en que lo llevan en vuelto.

Los que trabajan en el agua, también lo usan, y dicen que no hay mejor preservativo para los calambres, cuando se bañan o tienen que nadar, que mascar tabaco y con la saliva refregarse las piernas y brazos.

Tarde volvimos de nuevo al rancho Palmira, Durante el camino don Manuel Romero me dijo:—Ha visto Vd. qué clase de gente, si son dóciles o no? Pues bien mi amigo, sepa Vd. que trabajar en Setiembre es lo mismo que trabajar en los infiernos. Solo la abundancia extraordinaria de mbarigüis (jejenes) que hay en ese mes, es suficiente para volver loco a cualquiera. Y eso que los pobres están desnudos. Voy a ver si puedo proporcionarles ropas. Francamente temí que se me fueran a alzar.

Eso también lo temí yo, cuando vi aquellos semblantes poco tranquilizadores; pero como estaba en el baile no tenía otro recurso que bailar.

Me dicen que hay una ley de yerbales bastante severa respecto a los peones, protegiendo y garantiendo la zafra de la yerba como riqueza nacional. Convengo en ello, que se exploten y trabajen los yerbales en sus épocas y que el peón que se conchave, cumpla exactamente su compromiso, pero creo que sería deber patriótico del Gobierno fiscalizar los trabajos y sobre todo el trato del peón, que hasta dócil es, pero que un día no lejano se echará a perder o emigrará, en busca de trabajos más suaves y en mejores condiciones.

Aun es tiempo, si no quieren que un día se haga sino imposible, muy dificultosa la explotación yerbatera, porque no es trabajo que puede hacerse sin el elemento criollo, único apto para esta tarea.

No soy de los compasivos por excelencia, ni de los que me aflijo porque los indios no puedan ir a misa, pero los cuadros de miseria que he visto en los yerbales han sido demasiado elocuentes, no solo para conmoverme sino para obligarme en cierto modo a llamar la atención sobre la condición miserable de esa pobre gente.

Al siguiente día nos dirigimos al rancho Bigote, atravesando los yerbales que ese año no se trabajaban: San Vicente y Angelito.

Al pasar por el primero vimos en llamas el rancho abandonado el año anterior, seguramente a causa de algún mal intencionado. Como estos ranchos son de construcción provisoria, hasta cierto punto es mejor destruirlos porque teniendo que estar abandonados tres años, se llenan de ratas y otros molestos compañeros del hombre, cuando no sucede como en uno, en que un tigre se instaló cómodamente.

Para llegar a Bigote hay que bajar y subir algunas arribadas fuertes. El terreno es fuertemente quebrado en este punto.

En Bigote estuvimos solo unas horas que aproveché con don Manuel Lechel para visitar unos tapuis de Indios Cainguás que se hallan cerca de allí, en medio del monte.

Para ello tuvimos que marchar a pié más de tres leguas ida y vuelta, entre el monte, por sendas estrechas, demasiado incómodas para los que no son indios.

Las casas o tapuis de los Cainguás se hallan en el corazón del monte que derriban para hacer rozados y plantaciones.

Los Tapuis no se hallan juntos sino diseminados en todas direcciones.

Después de mucho andar conseguimos coleccionar algunos objetos y volvimos a juntarnos con los demás compañeros que se hallaban apurados por volver, a fin de remitir provisiones a los yerbales.

En el camino volvimos a separarnos y con don Manuel Lechel nos dirigimos otra vez a Itaquirí a esperarlos.

Casi al llegar allí vimos venir disparando y como loco a un caballo, que al vernos, dio vuelta rápidamente y después de algunos corcobos desapareció entre un tacuaral cerrado.

Lo primero que supusimos fue que hubiera sido picado por alguna víbora venenosa. Nos faltaba muy poco para llegar al galpón, cuando el caballo nos alcanzó y pasando delante de nosotros como una exhalación se metió entre el galpón, atropelló el fogón, volteó cuanto encontró por delante e hizo un desparramo de mujeres y muchachos del diablo, hasta que al fin fue enlazado y volteado en el patio.

Bien asegurado se empezó a examinarlo prolijamente. En ninguna parte se le pudo notar la picadura. Después empezó la curación del pobre animal, porque todos los tratamientos veterinarios campestres son en general bárbaros.

El diagnóstico se cambiaba a cada momento: de picadura de víbora, se transformó en picadura de avispa, después en empacho, luego en haber tomado agua en seguida de comer maíz, más tarde en haber comido algún yuyo malo, mal de orines etc, y mientras tanto se le sangró en el paladar, se le hizo tragar salmuera mezclada con dos porotos pisados, se le dieron varias patadas en el vientre y por fin le administraron un humazo de trapos quemados por las narices que faltó poco para asfixiarlo, no sin que las mujeres que observaban condolidas esta escena dejasen de rezar por el buen éxito.

Cuando lo dejaron suelto el animal se levantaba y caía, sin fuerzas para volver a pararse, disparar, bellaquear o tratar de atropellarnos.

Después de mucho buscar encontramos que la causa de sus males había sido el haberse revolcado entre las ortigas, que habían clavado sus ardientes dardos en el cuerpo del infeliz caballo, que con razón estaba desesperado,

A la noche llegaron otros Cainguás con quienes pasé hasta tarde haciéndolos bailar, cantar y tomándoles numerosos datos, gracias a las galletas que les daba poco a poco para que no se cansaran y aburrieran.

Al día siguiente supe que las mujeres habían pasado una noche de gran sobresalto porque habían oído silbar al Yacy-Yateré.

No conozco el pájaro que silva imitando estas palabras. Unos dicen que es pequeño, otros que es como una paloma del color de una gallina de guinea. Desgraciadamente no he podido dar todavía con él.

Sobre este Yacy-Yateré corre una leyenda muy creída aún, no solo en el Paraguay sino también en Corrientes. Debe ser también de origen guaraní, porque no existe en otros puntos.

Según cuentan, el Yacy-Yateré no es un pájaro sino un enano rubio y bonito que anda por el monte con sombrero de paja y un bastón de oro en la mano, que se entretiene en robar a las madres sus hijos para llevarlos al monte, lamerlos y abandonarlos allí.

Las pobres mujeres desesperadas salen a buscarlos y generalmente guiadas por los gritos de la criatura los encuentran liados con ysipó, pero desde aquel día todos los aniversarios de la robada, sufren de ataques epilépticos.

He encontrado personas tan no sé cómo clasificarlos que me han asegurado no solo que existe, sino también que lo han visto en su niñez.

Otros dicen que el Yacy- Yateré roba a las criaturas no para lamerlas sino para enseñarles el oficio.

De cualquier modo lo cierto es que cuando el inocente pájaro lanza su grito en medio de la noche, las madres saltan del lecho asustadas y juntando a sus hijos, exclaman temblorosas: El Yacy Yateré! el Yacy-Yatere!

He querido tratar de averiguar el origen de esta leyenda sin resultados, hasta que por casualidad me contaron que hace años, estando acampado muy al interior de Tacurú un conocido yerbatero, una noche se levantaron sobresaltados por un ruido notando inmediatamente la falta de una criatura y el barullo de alguien que disparaba.

Corrieron a ese punto y encontraron efectivamente la criatura en el suelo.

Al otro día vieron en ese lugar rastros humanos y como andaban los guayaquis por allí, se dieron cuenta pronto de que había sido seguramente uno de estos indios el autor del secuestro.

La costumbre de los indios de robar criaturas y mujeres es hasta cierto punto general en todas las tribus y razas, que han considerado siempre a ambos como el mejor botín de guerra.

Además he sabido que no hace mucho un cacique pidió, queriéndose llevar a un muchacho para enseñarlo a ser cacique, dando sin querer con esto una prueba instintiva e inconsciente de selección de raza para elemento de superioridad.

Estos hechos demuestran hasta cierto punto que la leyenda del Yacy-Yateré debe tener su origen en ellos, ampliada y modificada naturalmente de un modo fantástico por pueblos en que la naturaleza ayuda a sobreexcitar sus cerebros ignorantes.

De Itaquirí volvimos a casa de D. Manuel Romero (padre), quien nos obsequió con un banquete criollo de carne con cuero y empanadas, que nos hicieron dar una feliz tregua al charqui, maíz y demás comidas yerbateras demasiado malas para poder acostumbrarse a ellas.

A la noche estuvimos otra vez en Campo Limpio. Mi asistente Ambrosio venia atravesando una verdadera vía crucis con el chucho, y lidiando con un burrito lleno de mañas.

Al ponernos en marcha al otro día fue volteado, más tarde en el espagín Barro Negro que estaba descompuesto, se hundieron ambos, recalcándose un dedo, después recibió una feroz patada en una pierna que casi se le rompe, etc.

En Descanso nos encontramos con D. Ramón Blossett, que se dirigía al interior y poco después llegó mientras almorzábamos, una tropa de mulas cargadas.

No he visto animal de más resistencia ni más apto para las fatigas que la mula; pero en cambio creo que no hay otro más perverso.

No es posible tratarla bondadosamente; es hija del rigor y aun así, es indómita.

Cuando las volvieron a cargar para seguir marcha, fue un barullo que solo los pobres troperos podían soportar: brincos, coces, corcobos, disparadas, cargas, volteadas, relinchos y cuanto de malo el espíritu mular puede inventar, todo ponían en práctica para entorpecer la carga y la marcha de la tropa.

Y los troperos gritando, jurando en todos los tonos, en guaraní y portugués, y repartiendo garrotazos a todos lados, lograron después de un trabajo ímprobo seguir viaje.

Aquella pobre gente es digna de compasión, a pesar de todo, no les falta paciencia para lidiar con esos animales que dan trabajo desde que salen a su viaje hasta que llegan, cayéndose, desparramándose, cansándose, reventando huascas, corriendo, disparando etc. haciendo con todo esto un infierno la vida del tropero, que la pasa casi íntegra entre el barro, la lluvia y las muías, comiendo mal, durmiendo peor y trabajando siempre.

Cuando salimos de la picada, empezamos a galopar, ejercicio delicioso después de tanto trote y paso. A poco andar, por causa de un tacurú, el caballo que montaba Romero rodó violentamente, dando una vuelta en el aire, mientras el jinete salía gallardamente parado. Este incidente no retardó nuestra marcha y a la tarde llegamos a lo de Velloso donde pasamos la noche.

Allí volví a encontrarme con la familia cainguá que trabajaba un rozado por solo el interés de un acordeón.

Como muy cerca de allí se hallaban los tapuis o casas de otros indios, resolví quedarme al otro día para visitarlos acompañado de Velloso que los conocía.

Al caer la noche, pasaron un indio y dos mujeres que volvían de trabajar, por solo el interés de un perro, prenda que estiman mucho para poder cazar con mayor facilidad.

En casi todas las casas que pasé durante el trayecto, observé una costumbre harto fastidiosa e incómoda. Me refiero a lo de pedir la bendición que puede decirse, va haciéndose ridículo su exageramiento:

A los padres, abuelos, padrinos, tios, hermanos mayores a los viejos y los viajeros, pídeseles la bendición con las manos juntas y sin sombrero. Cuando se concretan a decir solo: ¡La bendición! no es nada, pero hay muchos que acostumbran a rezar un momento delante de uno y recién después le piden la dichosa bendición.

Y la bendición se pide al levantarse, antes y después de comer y finalmente al acostarse, de manera que es insoportable.

En una de estas casas, como tenía la mano derecha ocupada con el mate, impensadamente eché una bendición con la otra, acompañada de la frase consagrada de Dios te haga un santo. Mejor no lo hubiera hecho, pues rápida cundió con aire de asombro y disgusto, la frase: ¡Le echó la bendición con la izquierda!!!

Como ya me iba y para no dejarlos con la espina, llamé a la criatura otra vez, me hice volver a pedir la bendición y con mucha seriedad, con la derecha le hice los signos convencionales con tanta maestría, que la familia quedó lo más satisfecha.

Nunca me la hubieran perdonado sino hubiera vuelto sobre mis pasos.

Si a un padrino no le llegara a pedir la bendición, el ahijado, sería lo suficiente para que hubiera un gran disgusto entre los compadres por no haber educado bien a sus hijos.

El compadrazgo entre esa gente es sagrado. Casi puede decirse que el ahijado depende del padrino. El es el que paga la fiesta del bautismo, él debe regalarle de cuando en cuando ropa, con él debe criarse, etc. En una palabra, viene a ser el verdadero padre.

Entre compadres no es permitido pronunciar malas palabras y si alguno lo hace inconscientemente delante del otro, debe pedirle disculpa, so pena de hacer poco caso del sacramento que los une.

Los compadres deben protegerse mutuamente, lo que no impide que muchas veces uno trate de hacer mal al otro.

Si muere la criatura el desgraciado padrino vuelve a pagar la fiesta del velorio y al año siguiente paga también la del velorio de la cruz y las flores. Para esto las cruces que se colocan sobre las tumbas de las criaturas son de poner y quitar para poderlas velar al año, junto con las cintas y flores secas que acompañaron al cadáver hasta la fosa, y de allí retiradas el mismo día para ser religiosamente guardadas hasta el día del velorio.

Como puede verse no es muy conveniente el ser compadre por allí.

Para conservar los respetos que se deben entre compadre y comadre existe la leyenda del Mboi Tatá (víbora de fuego) que se reduce a lo siguiente: Si los compadres olvidando el sacramento sagrado que los une, no hicieran caso de él, faltando la comadre a sus deberes conyugales con su compadre, de noche se transformarán los dos culpables en mboi tatá, es decir, en grandes pájaros que tienen en vez de cabeza, una llama de fuego y que se pelearán toda la noche entre sí, quemándose uno al otro. Esto durará per in secula seculorum!

No sé hasta qué punto temerán algunos compadres al Mboi tatá.

Mi fama de Doctor se había propalado por la campaña, porque esa gente no puede comprender que se coleccione sin ser médico; así que tuve ocasión de curar a los que podía, mejorar a los incurables o engañarlos dándoles siempre esperanza.

Pero lo que me hizo más gracia fue la medicina popular. En ella los diagnósticos son pronto hechos y se reducen a los siguientes:

Flatos, pasmos, machucamientos o quebraduras internas, calenturas, enfriamientos, empachos, aires y dolores varios.

Para todo esto, el remedio que forma la base de la farmacopea popular es la grasa de distintos animales, que aplican exteriormente en las partes doloridas.

Después vienen las diversas infusiones de yuyos que hacen ingerir por la boca.

Nadie puede ser buen médico sino da estos dos remedios. Sobre todo algo para tomar.

A una gran calentura le aplican todo lo más frío posible y al chucho en su período de castañeo de dientes, lo más caliente.

Los enfermos en general son enemigos de sujetarse a un examen prolijo por parte del médico y si son mujeres, peor, pretenden sencillamente que según los datos que ellas proporcionan se les adivinen sus dolencias y se les recete.

Enemigos también son de los vomitivos, purgantes y sobre todo del Clyster que usan muy rara vez fabricándolo con una bombilla atada a una vejiga de vaca y que hacen funcionar apretándola fuertemente.

Con estos datos no me extrañé al ver a un enfermo de pulmonía todo destapado, con un paño de agua fría en la cabeza, y con una fricción de grasa de Tapir en el costado, lo que venía muy bien para el diagnóstico que habían hecho: un gran fuego causado por una postema dentro del cuerpo la que no lo dejaba respirar y que era necesario hacer madurar con la grasa de Anta para que reventase.

Cuando a fuerza de hacer barbaridades con los enfermos no sanan o quedan con algún rastro, dicen sencillamente que los remedios son inútiles y que no puede sanar porque tiene payé (hechizo).

Juan Bautista Ambrosetti

Del libro Segundo viaje a Misione. Ambrosetti fue uno de los primeros en recorrer esta región y dejar testimonio de lo que vio, escuchó y pudo experimentar. Autor de innumerables trabajos, folklorólogo, historiador, etnólogo, dedicado a la arqueología y antropología del Alto Paraná.

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